Fue durante la Restauración, tras el estallido caótico de la guerra civil en la que cabezas, y no bolas de marfil, caían en cestos colocados por las esquinas, que el deporte del billar se volvió prominente por vez primera y dio a Isaac Newton una metáfora apropiada con la que vestir sus leyes del movimiento. De modo predecible en un universo predecible y mecanicista, este tiro de fantasía limpió la mesa y llevó a la aclamación que cimentó el estatus divino de Newton, a la vez que consagró sus ideas como el solo timón y el único sextante de la mente humana en su expedición interminable.
En sus últimos años, cuando tener a un semidiós sin empleo y sin emolumentos resultó ser embarazoso, se le nombró Intendente de la Casa de Moneda. Esta designación, pensada como no más que una sinecura, no anticipó cuántas energías e impulsos quedaban en él luego de su apoteosis. Durante los siguientes tres años, Newton supervisó una Gran Reacuñación que reveló que cerca de un quinto de las monedas macuquinas de plata en circulación eran falsificaciones; fisgoneó en tabernas, al estilo de Sherlock Holmes, fingiéndose un borracho inofensivo; y se hizo nombrar Juez de Paz en todos los condados alrededor de Londres. Esto le permitió interrogar y sentenciar a veintiocho acuñadores ilegales que posteriormente fueron descuartizados en Tyburn. Luego de esto, y ahora como Director de la Casa de Moneda, empleó en Escocia la misma estrategia ganadora. La moneda común resultante fue la piedra sobre la que se levantó la Gran Bretaña, esa entidad actualmente precaria. Sin que su celo disminuyera, Newton prosiguió pasando al país del estándar de plata al estándar de oro sin anunciarlo explícitamente y ayudó a crear una buena cantidad de esos mecanismos fiscales cuyos rebotes y culatazos nos tienen en aprietos tan difíciles el día de hoy.
No importa que perdiera hasta la camisa durante el colapso de la Compañía de los Mares del Sur en 1721 por especular con derivados financieros. No importa que metiera con calzador y de manera arbitraria el color índigo en un espectro que evidentemente sólo tenía tres colores primarios y tres secundarios, simplemente para asegurar que encajara con la numerología alquímica y su clara regla de los sietes. A su muerte ya había sido elevado sobre los mortales al puesto de Héroe Nacional, tan querido y reverenciado como Lord Nelson, sus ideas y su estatus de icono vueltos sacrosantos e incuestionables. En sus concepciones de sí mismo y su funcionamiento, en sus economías enemigas de los pobres y hasta en el arcoíris de las paletas de sus artistas, Isaac Newton era el arquitecto y el autor de todo el mundo y toda la visión del mundo a los que William Blake fue propulsado por su nacimiento.
En esta impresión con acabado de acuarela, que es el original en dos dimensiones de aquel colosal tope de puerta de la Biblioteca Británica esculpido por Eduardo Paolozzi, de la Royal Academy, podemos ver al artista de la necesidad adoptando un camuflaje simbólico o satírico, un instrumento con el que esconder su intención ferozmente crítica. La imagen fue engendrada sólo unos años después de que un Blake de sombrero rojo, inspirado por la Revolución Francesa en los días previos a que se conocieran los detalles del Terror, hubiera visto arder la cárcel de Newgate durante los disturbios de Gordon. De las rápidas y duras represalias que siguieron —las turbas de justicieros, los linchamientos, los juicios por sedición—, Blake había absorbido la lección de que para presentar sus visiones estremecedoras e incendiarias sin compromiso o retribución debía crear primero un código o lenguaje, una mitología, un sistema propio tanto en su pintura como en su poesía: un discurso sagrado que resultara invulnerable a lo profano.
Lo primero que notamos en el Newton de Blake es que, como en aquella representación de un Nelson de dos ojos y dos manos domando al Leviatán, un parecido literal con el modelo declarado de la imagen no es evidente ni deseado. En cambio, lo que se retrata es una esencia idealizada, una forma-idea de Newton o de Nelson que en la percepción de Blake cuelga suspendida en el medio nebuloso de una imaginación colectiva. Podría decirse que Blake practicaba una fotografía espiritual rudimentaria, deseosa de capturar el glamour de un individuo; lo que esa persona simbolizaba más que lo que era, o cómo se veía o cómo se presentaba.
Lo que se delinea es la significación de Newton, y no parece que, en opinión de Blake, esa significación sea necesariamente benigna. Su Newton está sentado como juzgando desde muy arriba de, al menos, el cosmos intelectual, con el índice extendido con afectación y su compás calibrando los límites estrictos de lo real, con los ojos llenos de blanda autocomplacencia; el Nobodaddy que es el demiurgo en El Anciano de los Días como un hombre mucho más joven, con un costoso permanente y membresía del Club Bullingdon. Colgando, redundante, de su hombro izquierdo, está la tela blanca que denota una naturaleza celestial, desplegada para convertirse en el rollo de pergamino en el que él hace sus mediciones, un superhombre de grueso cuello encorvado en un áspero paraíso primordial antes del comienzo del tiempo, un mundo de pura geometría sin complicaciones orgánicas. El desprecio de Blake, expresado como una idolatría ridículamente aduladora, es obvio.
Aunque lo racional era un componente de la cosmología visionaria que Blake formuló en Lambeth, no dominó su visión hasta el punto de excluir consideraciones menos cuantificables, como las del espíritu o la poesía. Para Blake, los límites del pensamiento de Newton eran los parámetros fríos y pétreos de un calabozo interior al que toda la humanidad había sido condenada sin su comprensión o su conocimiento. A pesar de las consecuencias vigorizantes que la influencia de Newton tendría para una industria que entonces nacía apenas, Blake describiría en otros lugares su ánimo rígido y reductivo como el «Sueño de Newton», un sopor insensible a la visión o a la templanza ética bajo la cual el mundo parecía haber caído. Goya al revés, aquí la monstruosidad no era engendrada por el sueño de la razón, sino nacida del sueño que la misma razón representaba. Desde nuestra perspectiva contemporánea, industrialmente saqueada y en bancarrota, la visión de Blake seguramente parecerá el producto de una premonición extraordinaria más que la locura exornada de ángeles que le han atribuido algunos de sus críticos menos penetrantes.
La sátira de Blake, a pesar de su clasicismo y seriedad aparente, puede no estar tan lejos de las de su contemporáneo y colega James Gillray en el salvajismo de su invectiva, y puede también que no le falte algún indicio de escatología, de la que no es tan infrecuente en el artista. Mientras Newton está sentado en decidida concentración, encorvado sobre sus cálculos e inmune al encanto más fractal de los líquenes azules y naranjas que salpican el fondo rocoso, su frío asiento tiene un notable parecido con un bidet o un excusado. Entronizado, un dios del conocimiento rocía sus perlas de sabiduría sobre la especie mediante un proceso de mera peristalsis, sin hacer caso del hecho de que la vida soñada de la humanidad es convertida así en una letrina materialista.
Traducción del inglés de Alberto Chimal