Pamplona, Navarra, 1980. Su libro más reciente es la novela Punta Albatros (Seix Barral, 2022).
A Delia Rodríguez, compañera de mi viaje
1
Delia conduce de manera concentrada, mirando al horizonte. A ambos lados de la carretera, el verde exuberante. A ratos conversamos; a ratos Delia pone música y guardamos silencio y gira la vista como si se quisiese asegurar de que sigo a su lado, de que me encuentro bien bajo su protección.
De repente ralentiza la marcha hasta detenerse. Deja pasar a una familia de cangrejos que atraviesan con su andar lateral la carretera. Me quedo mirándolos embobada. Nos aproximamos al mar Caribe, al océano Atlántico.
Un cartel indica que entramos en el departamento de Atlántida. «¿De verdad se llama así?», pregunto. Delia asiente, mi asombro la divierte. Mi pensamiento divaga, se pierde en esa isla de la mitología griega. Como Platón refirió en sus Diálogos, ese gran continente denominado Atlántida se desgajó del resto y vagó más allá de las columnas de Hércules —es decir, del Estrecho de Gibraltar— hasta que los dioses lo hundieron en medio del océano. Numerosos historiadores y aventureros intentaron resolver el misterio de la Atlántida, pero nunca fue encontrada. Por eso, este nombre fabuloso, Atlántida, uno de los cinco departamentos hondureños bañados por el Caribe, me hace creer que estoy a punto de hollar un lugar inventado que en verdad no existe. ¿O acaso sí existe y, lejos de hundirse, se separó del viejo mundo para soldarse al istmo centroamericano?
«Acá ustedes pusieron por primera vez los pies», dice Delia cuando ingresamos en la ciudad de Tela. El 3 de mayo de 1524 Tela fue la primera población de Honduras fundada por los españoles, con el conquistador Cristóbal de Olid a la cabeza. Se la llamó Triunfo de la Cruz. Pasamos por delante del museo de la compañía ferroviaria, cerrado y abandonado por la desidia municipal, como tantos otros museos hondureños. Delia aparca junto a lo que podría ser el paseo marítimo, si hubiese un paseo y no sólo el asfalto. Mis ojos divisan una duna salpicada de palmeras salvajes, la arena blanquísima y luego ya sólo las olas. Es verano y, sin embargo, no hay agobios turísticos ni colas ni dificultades para estacionar. Como en el resto de los lugares que he visitado, no hay turistas extranjeros, sólo hondureños.
Delia se desata el cinturón de seguridad, me propone salir a dar una vuelta. Esto supone abandonar el vehículo, la protección del aire acondicionado. Al abrir la portezuela todos los rayos del sol se clavan sobre mi espalda, traspasan la tela ligerísima de mi vestido, lo queman. Una vaharada caliente hace flotar mi cuerpo; podría elevarlo hasta el cielo y allí arder por completo. «¿Estás bien?», me pregunta Delia y asiento, porque no quiero mostrarme débil. Nunca había experimentado tanto calor.
«No hay que pensar en el calor», asegura Delia, «sólo asumirlo, sin resistirse». A ella, con sus vaqueros oscuros y sus zapatos cerrados, parece no afectarla. Conserva la misma sonrisa pacífica. No le molesta el sudor que empapa sus axilas, que rueda por su frente reluciente.
Las agencias de viajes de la fría Europa, que en noviembre ofrecen vuelos chárteres al Caribe, despliegan catálogos con fotografías de un mar azul y transparente. El mar que yo contemplo en Tela es oscuro y de olas violentas. Caminamos hasta el muelle, un muelle de madera que en el pasado tuvo que ser impresionante y del que sólo quedan restos calcinados. Un devastador incendio acaecido en 1992 lo devoró, me cuenta Delia conforme nos internamos en el océano. Los tablones sobre los que pisamos se ennegrecen cada vez más, hasta que en un momento dado acaban y dan lugar a pilotes descabezados que las olas golpean, sostenes agrestes para las aves marinas. Ningún cartel avisa de la peligrosidad de pasear sobre un muelle en ruinas. Yo sigo a Delia, piso donde ella pisa, confío ciegamente en que los tablones no cederán bajo nuestro peso. En Honduras a veces sucede así —un incendio arrasa un mercado, un desprendimiento de tierra hunde una colonia, unas inundaciones anegan un poblado— y no hay medios para reconstruir nada, o quizás muy a largo plazo. Como en el caso del muelle calcinado de Tela, los restos terminan por mimetizarse con el paisaje; la naturaleza indómita devora la osadía humana. Pero los hombres y las mujeres son tenaces: los comerciantes montan los puestos sobre los rescoldos del mercado anterior, el pueblo nuevo se levanta cuando las aguas bajan.
A dos metros de mí, indiferente a mi presencia, un pájaro enorme, de plumaje pardo y pico ancho, se aposenta sobre un cilindro carbonizado. Lo miro durante un tiempo hasta que, de súbito, azuzado por una urgencia incomprensible, levanta el vuelo en pos de otros compañeros. «¿Qué son?», pregunto a Delia. «Pelícanos», responde, y sonríe: «¿Nunca los habías visto?». Sólo en los documentales de la televisión.
Cerca del mar la brisa mitiga el calor.
2
«Vení, es la hora del almuerzo».
El restaurante —abierto, sin paredes— tiene vistas a las palmeras. De los techos cuelgan ventiladores que giran sin descanso. Delia quiere que pruebe la langosta, pero no les queda; los pescadores traerán para la tarde. Con un mohín contrariado pide pescado frito y dos Salvavidas, la cerveza local. «Volveremos para la cena», me sonríe. Y no me habla más. No le gusta conversar antes de comer, me he dado cuenta, frunce el ceño, tiene hambre, mira lejos, hacia la línea en la que el océano y el cielo se funden. Le gusta conducir, pero ha conducido ya muchos kilómetros. Está cansada y de repente se vuelve huraña, se repliega en sí misma. Me da la impresión de que en ese momento desearía estar sola, sin mí, y a su lado me siento una mujer endeble —en exceso blanca, en exceso delicada—, un paquete extranjero con la etiqueta de frágil, que alguien le encomendó transportar de una punta a otra de su país.
Los camareros son eficientes y amables. Nos atienden rápido, nos preguntan si las señoras están bien servidas. Mi plato es enorme y especiado. Picoteo las tajaditas de plátano frito, los frijoles y el arroz —acompañamiento que cuando se presenta mezclado recibe el curioso nombre de «casamiento»—. Exprimo el cítrico que Delia llama «limón», pero que en España llamaríamos «lima», a tenor de su piel verde. Imito los movimientos de sus manos. Así como mis gafas oscuras son incapaces de frenar el deslumbre de ese sol, todos los sabores me desbordan: los salados, los picantes, los ácidos. Mis papilas gustativas no están preparadas para tal exceso.
Nadie dice nada, pero desde otras mesas me miran de reojo y amagan risitas. Soy un espécimen raro, exótico. En comparación con la población de Tela en su mayoría mestiza o negra, mi piel es nívea, mi cabello platino. No me siento española; me siento escandinava, sueca, islandesa, originaria de las islas Feroe. Caigo en la cuenta de que no nos hemos cruzado con nadie que no tenga rasgos centroamericanos, ojos y pelo oscuros, piel india como la de Delia. Jamás, en ninguno de mis viajes, me he sentido tan forastera; aquí soy la única distinta.
Delia se ha encerrado en su pescado. Sus dedos largos lo despiezan con habilidad, saben dónde están las espinas. La carne blanca arde. Cuando su hambre se apacigua, ofrece la cola crujiente a un gato que con su pose elegante y su columna vertebral recta la ansía. No sé nada de gatos, pero ese gato rendido a los pies de Delia tiene cara de gata. Una gata que contempla a Delia con admiración y se relame con la promesa de su premio.
3
Delia me espera en la lancha mientras yo me zambullo.
Nunca me había bañado en un mar tan cálido ni tan luminoso. «Mire, cuernos de alce», dice el dueño de la embarcación, y arroja el ancla. Y entonces yo hincho mis pulmones y buceo en la dirección en que su dedo señala.
La excursión cuesta lo mismo que mi bikini. Delia hace el cambio de lempiras a dólares y, restando un poco, me calcula la cantidad en euros. La moneda hondureña debe su nombre al indio Lempira, un caudillo indígena de etnia lenca que lideró la resistencia frente a la conquista española a comienzos del siglo XVI. Por eso, porque se refiere a ese personaje histórico masculino, se dice «un» lempira o «muchos» lempiras. Durante varios días yo tiendo a decirlo mal, a decirlo en femenino: «una» lempira, «muchas» lempiras. Y Delia siempre me corrige como la profesora irredenta que es.
No soy capaz de hacer el cambio de lempiras a euros, ni creo que vaya a serlo en lo que dure mi viaje. En eso también confío en Delia, descanso en Delia. Todo es aproximado en mi conocimiento, nada es exacto. No sé a ciencia cierta cuánto cuestan las cosas, cuánto miden, cuánto pesan. Los frijoles se compran por libras, la gasolina son galones. ¿Cuánto ocupa una libra? Me gusta la sensación de encontrarme sin asideros en un mundo fuera de mi comprensión, fuera de mi control.
A la excursión se unen dos muchachos, un niño de unos ocho años y un adolescente de unos quince. Andaban ociosos, meciéndose juntos en una hamaca entre dos cocoteros y basura de playa. Al dueño de la embarcación, que parece su padre, lo llaman Ñarro. Los tres empujan la barcaza y, cuando ya estamos sobre el agua, el Ñarro arranca el motor. Los muchachos no se sientan en los bancos a nuestro lado; van erguidos, aferrados a las sirgas como timones humanos, como capitanes intrépidos. Sus suelas curtidas se adhieren al borde del barco igual que si estuvieran dotadas de ventosas.
Me pregunto si hoy es día de colegio, si esos pies se calzan en alguna ocasión, si algún día esos pies pisan la escuela.
El Ñarro detiene la lancha en puntos concretos de la costa, donde alguien ancló botellas vacías de detergente a modo de boyas. En cuanto el motor se para, los muchachos se lanzan al agua para indicarme los puntos donde los corales son más visibles, más hermosos. «Aquí abajo, señora», dice el adolescente. Ya no colocan la escalerilla para que yo baje; ahora me tiro de un salto como ellos. He rechazado el flotador y el tubo de snorkel para ver desde la superficie. Yo lo que quiero es sumergirme, bajar a pulmón, impulsarme con piernas y brazos hasta el fondo —tres, quizás cuatro metros—, permanecer en el suelo marino, subir en el límite de la asfixia. Las aguas son cálidas y transparentes. Hay corales como huevos de dinosaurio, blancos y horadados, planetas ovales en miniatura. El niño dice: «Encontré la casa de Nemo» y se sumerge, y yo lo sigo impulsándome con toda la fuerza de mis extremidades. Veo un coral rojo con tubitos huecos, túneles por los que entran y salen peces minúsculos.
Delia no se mete, me mira desde la lancha. El adolescente desaparece en las profundidades y tironea de la cuerda para liberar el ancla del fondo marino. El motor arranca y nos dirigimos a otro punto de la costa donde el Ñarro volverá a arrojar el ancla por la borda y los muchachos y yo nos lanzaremos al agua, sólo por la belleza de nadar entre corales.
Mientras me quito las gafas de buceo y me restriego las gotas de la cara, le cuento a Delia lo que he visto: los cuernos de alce meciéndose en tres tiempos, un banco de peces payaso, anémonas cimbreantes, estrellas de mar, medusas de un color malva traslúcido. También un pez amarillo con dos pares de ojos: los dos que ven y otros dos en el lomo, en realidad manchas que simulan ojos para amedrentar a los depredadores.
El Ñarro ofrece a Delia llevarnos a una playa de arena blanca, un cabo virgen al que no se accede si no es en lancha desde el mar. Sólo se dirige a Delia, nunca a mí; yo no cuento. Necesito hacer verdaderos esfuerzos para entender al Ñarro por lo cerrado de su acento. Cuando Delia le responde, también cambia su manera de hablar: se come las sílabas, emborrona su dicción de mujer culta, regresa a sus orígenes humildes. Delia, como los corales, también es un misterio.
En la playa nos bañamos las dos a cierta distancia de los muchachos que juegan a hacerse aguadillas. Me recuesto sobre unas rocas basálticas. Arden. La costa verde y salvaje se extiende ante mí. Me pregunto qué pensarían aquellos primeros españoles que la divisaron, la vegetación profusa, el estruendo de las oropéndolas, todos los prodigios y todos los peligros más allá de donde alcanza la vista.
Con los ojos cerrados todo sigue siendo luz.
La lancha regresa a Tela.
4
Delia está pálida, mareada por el vaivén de la barca. Me propone tomar un café. Nos internamos de nuevo en la población de Tela, en sus edificios de una planta.
Una perra mestiza se acerca. Le cuelgan las mamas, los pezones usados. He visto muchos perros así desde que llegué: libres, vagando sin rumbo al costado de las carreteras como si estuviesen de viaje, como si regresasen a un hogar pero uno ficticio, porque en el fondo saben que no los esperan en ninguno. Sin collares ni pedigrí ni estirpe definida, solos y solitarios a expensas de que un camión los arrolle. También los he visto en las aceras de los pueblos husmeando entre montones de basura. En Honduras a los perros callejeros los llaman «aguacateros», porque son tan comunes en el país como los aguacates. Nunca los he visto ladrar ni actuar con violencia, pero los rehúyo porque están sucios, porque quizás estén enfermos y porque no sé cómo van a reaccionar. Yo sólo conozco perros estúpidos, perros pequeños que caben en apartamentos pequeños, perros castrados a los que se les ha enseñado a no ladrar, a no morder cortinas ni arañar sofás, a hacer sus necesidades en lugares determinados, perros domesticados que comen piensos especiales, visten abriguitos impermeables, van al veterinario con regularidad y jamás salen a la calle sin correa.
La perra me sigue. «Le gustás», dice Delia. Procuro no hacerle caso, acelero la marcha. De repente noto algo húmedo que me roza la corva: la lengua de la perra. Estoy tentada de pasarle la mano sobre el lomo a pesar de las costras, del pelo duro y mugriento. Me mira con unos ojos cargados de tristeza y devoción a partes iguales. Delia me advierte: «Si la acariciás, ya no te la vas a quitar de encima». Mi mano se retrae y el animal, dos cuadras después, desiste, toma otra dirección.
Sé que me voy a arrepentir toda mi vida de no haber acariciado a esa «aguacatera».
5
La cafetería se llama El Porvenir y en la puerta hay un cartel que dice «Hale». El aire acondicionado es helador. Delia pide dos capuchinos y una semita. «Para que la probés». Es una especie de pan dulce hecho con harina de trigo, azúcar, huevos y manteca. En comparación con los sabores salados me resulta sosa, poco dulce. La atención de la camarera es impecable, decora el café con cuidado (corazones, hojas lobuladas, caracolas). Delia y yo conversamos sobre poesía hondureña, o más bien ella me explica y yo escucho. Su tez recobra el color. Pero yo no quiero hablar de literatura, quiero regresar a las imágenes de la excursión. Le cuento algo de cualquiera de las inmersiones, detalles que regresan a mi mente y serpentean como los peces brillantes entre la conversación. Soy una niña que se repite, que necesita contar lo mismo varias veces. No nos acabamos la semita. Yo estoy desbordada de vivencias y a Delia no le gusta lo dulce.
Salimos de Tela antes de que se extinga la luz. En Honduras no se cambia la hora; no existen, como en Europa, los días cortos del invierno y largos del verano. Existe una estación seca que va aproximadamente de noviembre a mayo y una estación húmeda entre junio y octubre. En la época del año en que nos encontramos, el sol se pone entre las cinco y media y las seis de la tarde. Para esa hora Delia quiere estar siempre en lugar seguro. Evitar las carreteras plagadas de baches y en penumbra. El alumbrado público escasea, en especial en zonas menos urbanizadas. Aventurarse por un camino sombrío y poco transitado cuando ya ha caído la noche puede acarrearte un pinchazo, un accidente o algo mucho peor.
«Al final no probaste la langosta», se lamenta Delia. Hemos llegado a tiempo a la casa, a unas millas de Tela, con los faros del vehículo como única guía. Delia se ha relajado después de la tensión de conducir bajo el sol declinante, por senderos no asfaltados donde el GPS tiende a fallar. Ahora todo es ya oscuro: el mar, las palmeras, las olas, la arena, las latas de las cervezas que hemos comprado esta mañana en un supermercado —un local más parecido a un almacén que a mi idea de supermercado—, protegido por un guardia armado hasta los dientes. Delia enciende una vela, corta unas limas. Yo ya las llamo limones. Me acuerdo de esa expresión hondureña que acabo de aprender: «Sos más seca que un limón de taquería». Me da la risa. Los cuartos de limón los acompañamos con tequila. De mi mochila saco las galletitas saladas que compré justo antes de embarcar en Madrid.
No siento hambre ni sueño, ni estoy cansada a pesar del cambio horario o de mis zambullidas. No echo de menos la langosta, prefiero nuestra cena improvisada. Quiero volver a sentir los corales y cierro los ojos y me encuentro de nuevo allí, en el fondo del mar, sin necesidad de emerger a la superficie ni de tomar oxígeno. De súbito dotada de branquias.
Quiero saberlo todo de este país, el nombre de todas sus frutas, de todas sus flores.
«A los hibiscos acá los llamamos flor del Pacífico», dice Delia.