Guadalajara, Jalisco, 1980. Estos son fragmentos de su libro más reciente, la novela Nada que salvar (Libros Invisibles, 2024).
Hay momentos en que Lino Waleski no requiere recordar, y le queda sólo ir hacia adelante. Como esos caballos de calandria que no se distraen en absoluto en su camino. Le han dicho hasta el cansancio que la vida se construye en el pasado pero que se vive en el futuro, una especie de mantra que, como toda esa jerga mental, ha echado en saco roto. Sin embargo, a Waleski le interesa únicamente el presente por lo que tiene de balde de agua fría sobre la cara cuando se está dormido y, al abrir los ojos el mundo entonces aparece como un fogonazo espectacular, helado, de sensaciones interminables: solamente así se sabe vivo, se descubre vivo.
Ha pasado el tiempo pero como si hubiera sido ayer tiene presente la primera imagen del incendio de su casa: descubrió la estela de humo negro cuadras antes de llegar a su manzana. Es un incendio, se dijo. Volvía de su trabajo, por la ruta que seguía todos los días, aunque esa en particular no había sido una jornada laboral tranquila, sino alterada, violenta por un asalto a una joyería a dos locales de su centro de trabajo. Un compañero y él tuvieron que prestar ayuda a una empleada herida mientras llegaban los servicios de urgencias. El hecho trastocó su día de tal manera, tan profundamente, que no pretendía alarmarse por una columna negruzca que afeaba el cielo de la tarde.
Aunque aquel humo se levantaba en la dirección en que iba no pasó por su cabeza que se tratara de su casa. De haber tenido esa certeza, se ha dicho muchas veces, habría apurado el paso; en cambio, siguió con aquella parsimonia suya al caminar por las calles que aprendió de su padre, más bien lento, pausado, tratando de aprehender todo lo que veía, con las manos metidas en las bolsas del pantalón y un cigarro sin encender en la boca, como si buscara el punto donde se fractura el mundo para meterse dentro.
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Waleski, desde antes de cohabitar con la Negra, descubrió el antídoto para no dejarse embargar por el arrastre de los años: se tira en un sillón, bourbon de maíz en mano y pasa horas escuchando Monk’s Dreams, de Thelonius Monk.
Pero para llegar a Thelonious viajó antes por la oscuridad: pasó antes por Miles, por Coltrane y por Mingus. De ellos y de otros tantos músicos aprendió que la existencia es acelere y acelere, no quitar el pie del acelerador en el momento justo, ni siquiera en la más alta exigencia del apremio: lo comprobó en sus amores con la Negra.
Incluso, esa improvisación a bocajarro que sostiene a la melodía es un modo de sobrellevar las jornadas aciagas de soledad y los sentimientos que, por no ser correspondidos, ahora estorban en los días.
La mecánica del jazz ahora como modo de afrontar lo por-venir sin la Negra.
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Hay mapas inventados. Mapas que llevan a un sitio fidedigno, pero que jamás fueron consultados porque no existen. Otros marcan una dirección única: estos auguran que se ha de encontrar la puerta buscada.
Hay mapas también que, contrario a su espíritu, extravían a quien los consulta. Lo pierden irremediablemente a lo largo de distancias extensas y lo olvidan en los recovecos del tiempo.
Y hay mapas que, trazados para delimitar una cierta geografía, dan cuenta de un territorio que hasta entonces se creía de límites imprecisos, borroneados, es decir, infinitos.
De esta última clase es ese que Waleski lleva en su cabeza, que construyó a fuerza de exigencias y como pago por una deuda contraída consigo mismo. Un mapa que dejó su estatura original y hoy presenta extensiones ahí donde antes había sólo arenales afantasmados y kilómetros sin un alma.
Gracias a este mapa es que ahora sus incursiones por la ciudad, después de la pérdida de la Negra, son cada vez de mayor longitud. La memoria, la luz y el mapa en la cabeza de Waleski son sinónimos. Mejor dicho, a los tres los considera sus más fuertes aliados en sus recorridos. Están intrincados como tres delgados lazos en un nudo ciego.
Porque ahora ya no solamente Waleski sale con la luz del día, como al principio de sus excursiones, sino que ha multiplicado sus salidas nocturnas o cuando todavía no amanece a puntos cada día más alejados de su casa.
La poca luz conviene ahora a sus fines.
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Underground. El de Thelonious. Con un kalasnikov en bandolera, Thelonious mira a la cámara, cigarro en la boca, mientras toca. A sus espaldas, un oficial militar está en una silla, amarrado. Una bandera con la esvástica puede verse a su izquierda. Al fondo de la imagen, una mujer sostiene un rifle y también mira en la misma dirección que Thelonious. Sobre el piano hay varias botellas de vino. Se presume que francés, porque en el muro detrás del oficial aparece la leyenda «Vive la France». Y en el suelo, un periódico también galo. Saturación de objetos: granadas, teléfono, radio, pan, racimo de uvas, paja, una vaca…
Veinticinco años después de terminada la segunda guerra Thelonious sale airoso. Se percibe que está tocando. Que continúa tocando.
Waleski ama a Thelonious.
Acabado el vinilo de Underground lo vuelve a poner y recién termina otra vez, y en ese estado ferviente de escucha no es infrecuente que se pregunte por el paradero de la Negra. Incluso, llega a cuestionarse por qué el azar no dictaminó otra cosa y fue él quien acabó como errante eterno, y no ella. No hay una explicación lógica para tal cosa. Y de existir, Waleski no tiene acceso a ella.
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Un incendio es muchas cosas, pero no es piadoso.
De la casa en que viviera Waleski con la Negra podía apreciarse una mole maltrecha como el tipo que disputa una carrera sobre un solo pie. El fuego acabó con todo. Borró todo. Lo esfumó. Lo limpió. A conciencia. Fue demoledor.
Apenas se dio cuenta de que su casa era la que se incendiaba Waleski echó a correr. A los pocos metros le faltaba aire, el resuello era manifiesto, bombeaba el corazón y las sienes no tardaban en reventar. No hizo caso a los bomberos ni a los policías ni a los vecinos y se metió, como pudo, en la casa.
Antes de que el edificio acabara por colapsar lograron parar el fuego, aquietar esas largas lenguas incandescentes y viperinas. A Waleski se le vio salir, se abrió paso entre las sombras, entre escombros y el reguero de tizne y carbones diseminados. Una nube negra que se elevaba a la noche.
Apareció en el umbral, con quemaduras, sangrante, golpeado por unos ladrillos que se desprendieron del techo. Los ojos embotados. El cuerpo lacerado. Los adentros quebrados. Las manos vacías.
Y la vida así también, vacía. La Negra no estaba adentro. No la encontró. ¿Dónde estaba?
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Mingus. Comparte el nombre de pila con Parker. Charles Mingus. Aunque Parker no se hace llamar Charles, sino Charlie. Lo primero que recuerdo de él no es un disco propiamente, sino un libro, de fondo negro y una franja amarilla en su extremo izquierdo, y en cuyo centro aparece la fotografía de Mingus, quien sonríe y detiene un violonchelo.
El título es Menos que un perro, una especie de autobiografía. El libro lo tenían como un oráculo en el librero de la sala unos amigos que viven en Chihuahua y que son amantes del vinilo. Un día a la semana se reúnen en casas de amigos (a veces en la suya) para sus sesiones de vinilo y sotol.
The Clown, 1957, de Charles Mingus. Un payaso. Un clown. De rostro más bien triste. Ojos enrojecidos, que hacen juego con la nariz y el delineado de la zona de la boca. Los labios son negros y las cejas, en arco pronunciado, del mismo color. Apenas difuminadas, las verdaderas cejas aparecen teñidas de un blanco casi gris. Y la sonrisa, apenas sugerida, no evoca al Guasón.
Es un payaso patético. Que no mueve a risa, sino a hacer de tripas corazón los adentros mientras el bourbon de maíz se consume en Waleski y el piano de Mingus va, vuelve, avanza, recula, se desliza, se eleva, planea y, al fin, se queda quieto.
Soy un clown sin pista, ni maquillaje. Risa patética, falsa, forzada. Payaso sin chiste. Es decir, sin comicidad. La carcajada la aportaba la Negra. No, yo no. Ella sí, piensa Waleski.
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Waleski no creyó en la versión policiaca de que se había tratado de un corto circuito lo que provocara el incendio en su casa. No confiaba en la policía. No confiaba en nadie.
Pero si hubo provocadores, ¿quiénes, por qué?, se preguntaba mientras caminaba apurado hacia el café del Centro tras la alteración del gran semáforo en Lastarria y Periférico.
¿Qué motivo habrían tenido para tal cosa? Muchas noches de insomnio le había dado vueltas a ese asunto. Y como esas noches oscuras, todavía nada en claro.
¿Qué motivo tenía ahora él para lo que había hecho? ¿Necesitaba acaso uno? Aunque, si se mira con detenimiento, sí lo tenía. ¿O se trataba de venganza? Y de ser así, ¿contra quién? ¿Contra qué? ¿Contra la ciudad? ¿Contra ese determinismo al que siempre se apegaba? ¿O era solamente el puro deseo de recuperar a la Negra, de tenerla de vuelta?
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And if I have to go, will you remember me?…, seguía la Negra una canción de Tom Waits que escuchaba cada vez que tenía una mañana decepcionante.
Era costumbre suya interrumpirse para preguntarme: Y tú, Lino Waleski, ¿me recordarás?
No le respondía. Alzaba los hombros y salía de la sala. Porque lo que se acercara a la noción de futuro me acalambraba, prefería evitar la embestida y verla pasar de largo. Ya vuelvo, le decía.
En una de esas tantas veces le hubiera dicho que sí, porque eso hago ahora, la recuerdo. Sin descanso. Aunque fatigue, la ausencia es la presencia más carnal, la de mayor peso que llevamos sobre los hombros. La que se goza y se sufre a un mismo tiempo. Más aún, casi puedo asegurar que no hay sabor mejor definido que hayamos probado que ese de la ausencia.
Quizás no viene al caso, pero me imagino que eso quieren decir con ese vocablo de saudade: más que el poder rememorar, el poder volver a vivir (revivir), el asunto estriba en la fugacidad de la presencia, en que no somos más que meros fantasmas que deambulamos un tiempo por aquí.
La ausencia, aunque suene paradójico, tiene consistencia: es ese dolor, primero blando y luego duro, que recala en el estómago y en la cabeza y se asienta para no marcharse más.
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Un antiguo poeta escribió que la memoria es mortal. La cuestión es que, obcecados como somos, siempre la andamos creyendo inmortal.
Obcecado como soy, quiero decir.