Arequipa, Perú, 1956. Su libro más reciente es La mujer cambiada (Universidad Autónoma de Sinaloa, 2024).
Todo tu interrogar a las estrellas se marcha en caravanas de silencio
José Ruiz Rosas
Silvia divisa el lupanar de cien ventanas en Düsseldorf. En noches muy claras, las mujeres en tregua mirarían las estrellas desde sus ventanas entre el uno y el cien. ¿Las reconocerían, de tan vistas? ¿Les servirían de orientación en los laberintos de sus sueños? Tal vez establecían conexiones o jugaban a las escondidas. ¿La escritura de las estrellas se haría más clara cuando desaparecieran, como en un poema de Marie Luise Kaschnitz?
No le falta esclavitud a Diana en Düsseldorf; lo que ordenen quince tipos al día, o a la noche, la náusea es la misma. De noche jamás cierra los ojos al fornicar sin voluntad, teme perderse en un abismo, con el rabillo del ojo alerta a un mundo que no le pertenece pero que es real, pilla una estrella en el retacito de cielo que le concede su ventana 31. La reconforta.
En el Rímac limeño que ningún vals recogió, por cada casa pintada, Silvia ve tres desconchadas. Como si la tajada de ciudad se fuese a hundir en un fango. Mira el IEP 2099, ventanas rotas. ¿Aquí se educó Diana? ¿En esta escuela pública la apoyaba la señorita Carolina? Heroínas, maestras, media vida repartiendo saber en espacios inhóspitos, sueldos recatados. ¿En esa aprendió a amar las estrellas?
La próxima vez que vengas a Lima, tráeme un telescopio, Silvia; se lo compras a Niederprüm en la Mutter-Ey-Strasse. Silvia la mira atónita. Tengo el pálpito de que no lo ha vendido. ¿Sabes dónde cae la Mutter-Ey? Está la galería Schmela, tenía colgada una bola de fibra de vidrio pintada con acuarelas y tinta negra. La Cima de Júpiter, en castellano. La reconocerás.
No sabía que conocieras la galería legendaria de la posguerra alemana. Schmela se ha mudado a Berlín, a la movida, y tu Cima de Júpiter no sé.
Se ruboriza, más arte no he visto. Entendí el nombre con tremendas letras y pensé ahí quiero llegar. Libraba y me acordaba de que quería ser estrella, de chiquita, y miraba la bola de fibra de vidrio como la respuesta a mi condición. Estrella del cielo, no de cine como sueñan las chicas. En Düsseldorf soñaba despierta con llegar a esa cima, que nadie me pusiera un dedo. Silvia ve a Juan Ignacio de cuatro años saliendo de La Villette, han recorrido la exposición sobre el Universo, casi se desnuca para mirarla con tamaños ojos negros: Mamá, cuando sea de cabeza quiero ser astronauta.
Diana en éxtasis astronómico, le da una foto, que la muestre al óptico. Le explicas que es para mí, hará descuento. En el avión los aceptan, equipaje de mano, tráemelo en su estuche, no le vaya a pasar nada. ¿Al señor Niederprüm? Al telescopio, por Dios.
¿No es arriesgado?, que recapacite. La óptica remueve asuntos, podrían revertir en tu contra.
Se acalora, conoce a sus personajes, dueña de su historia y de sentido común que le faltaba cuando abandonó el Perú, y hoy le sobra: cuanto más pronto se deshaga el óptico, mejor, mi telescopio me espera, le hablas bonito, cuando esté solito. ¿Será para otros fines?, ¿su tío Eustaquio? Muy complicado, ríe Diana. Con su risa efímera llega esa pulcritud que redime su delito. Lo hace paradigmático. Es para mi viejo, le fascinan las estrellas, quiero darle esa alegría, tiene el páncreas agujereado, vive porque Dios es grande.
Iré, le brinda la sonrisa que le urge. Ojalá no prohíban la venta de telescopios a extranjeras.
En su vida abrió Diana un libro, sólo el Atlas de geografía; se le iban horas en la parte del cielo, en divagar por las estrellas; imaginaba que ser estrella era lo más privilegiado del universo, podría bajar al mundo con cuerpo de mujer cuando le diera la gana; había explicado la señorita Carolina que bajaban a su antojo los dioses griegos desde el Olimpo y hacían de las suyas, guapísimos, les mostró una lámina a color y las chicas: qué papacitos los dioses griegos; y los chicos: qué lomazos, mamacitas ricas, con razón son diosas y nadie prestó atención a la señorita explicando el gato encerrado. Somos un colegio laico, hay que conocer las creencias de los pueblos; y el Olimpo no llegaba a la mitad del Huascarán y sonaba a cielo, no a montaña.
Se daba cuenta de que ser estrella era lo más imposible que se le hubiese ocurrido, como otras sueñan ser patinadoras sobre hielo o azafatas. O princesas. O estrellas, pero de cine. A algunas les liga lo de princesas, mira esa argentina en Holanda. El caso es que libros, cero. Silvia la elogia: da gusto conversar contigo, no sólo sobre estrellas. Es diferente, antes era colegiala del rincón más fétido del Rímac, desventurada, incapaz de aprovechar la escuela, cuanto más me alejaba en sueños, menos sufría; las estrellas eran lo más distante que podía alejarme y verlas, Yanet hablaba de Estados Unidos, su primo se había ido. Pero no podía enseñar una lucecita, eso es Estados Unidos, desde ahí mi primo cuenta maravillas, era un lugar más lejano que mis estrellas, así de bobo mi razonamiento, y Yanet decía si te hace feliz, créelo, es lo más idiota que he oído. Ya no sueño idioteces, soy cumplida en el sector servicios en una empresa decente después de haber sido Dianette, puta de ventana numerada en una ciudad alemana de ricos. Eso envejece. Te inocula fuerza para rebelarte. Has pasado lo peor, nada podrá afectarte; es una vacuna.
Si quieres darme una alegría, vamos a una película con estrellas. Se llaman de ciencia ficción, ¿no?, agrega insegura. Caramba, el tipo tenía en mente una porno light. Como has preguntado, replica con un mohín de inocencia.
Nada hay que suene a estrellas o ciencia ficción en la cartelera limeña. Días atrás pensaba en cosas distintas. Le agarró el gusto a Geografía. Su maestra amante de las estrellas prometió una excursión al observatorio. Para Diana el viaje más grande de su vida. Eufórica, Carolina le dijo si te esfuerzas, salvas el año, hasta quinto te dedicas a Geografía, te postulas a la universidad para meteoróloga, tiene futuro con los cambios climáticos que se avecinan; eres buena moza, podrías dar el parte por televisión, con el noticiero, la que anuncia el tiempo.
Lo comentó en casa, la mujer del tiempo sonaba lindo. Optimista la profesora, pensaban Ariela, Orestes. Que aprobase el año era utópico. No imposible, Carolina sabía que su alumna enamorada de las estrellas necesitaba un empujoncito. A tu edad todo es extremo y posible, si te aplicas llegas lejos, a los que aprueben los invito a una película de ciencia ficción. Su apasionamiento revelaba la adicción al género de la mujer de ojos vivaces que parecía entregarlo todo en cada clase, escuela, alumno. Diana se preguntaba si se habría confundido de barrio, época, planeta.
Vente a Düsseldorf, dice el tipo. El globo terráqueo se le acerca, le hace una venia y espera a que lo abrace con las dos manos. Una de ciencia ficción. Ventaja de irse: no ver al cerdo de Eustaquio, se aparecía a meterle mano. Se escabullía como lagartija, pero ver al depravado le revolvía todo. Corría al escusado y vomitaba con asco visceral. Estuvo tentada de hablar con Ariela, con su padre, que no lo dejasen entrar, pero iban a querer averiguar, se sentirían culpables y desgraciados, y quién garantizaba que su padre no perdiese los estribos, cometiese un crimen, la cárcel.
La mujer del telescopio para el padre en la óptica podría ser ella, se lo dijo de chiquilla cuando Orestes los llevaba a ver estrellas a orillas del escuálido río Rímac, te regalaré un telescopio con mi primer sueldo, papito. ¿Si no compra gafas y ahorra ocultando propinas en sus sandalias arrechosas y cumple?, ¿ya que su adolescencia ha muerto por accidente? ¿U homicidio? Su padre lo merece, aunque se arrebate y reparta cachetadas. La quiso más que a Carmela y Raquelita, por eso se enojó, partir con uno que ni dio la cara. Sería dolor de no retenerla; mayor de edad, la ley amparaba su decisión.
El telescopio que llega al Rímac como una aparición de corte celestial la ha puesto de excelente humor. La mulata se prueba gafas de sol por gusto, se dice el óptico, con todas luce fantástica. Se arma de paciencia ante la pantalla y se lanza a un frenético derramamiento de clics.
Dianette se entusiasma. Su idea disparatada toma cuerpo. Ahorraría para pagar el flete y comprar el más económico. El óptico lo haría enviar a Lima sin pasar por Düsseldorf, dar explicaciones al chulo. ¡Feliz se pondría su viejo! Lo ve llegar, hecho pomada, abrir los ojos ante tremendo paquete. Que mamá le preparara mate de tranquilizante, no le fuese a dar un infarto. A Ariela le haría ilusión, se permite un lujo, tan mal no está si le da una alegría a mi Orestes. La distraería de especulaciones, se aficionaría a ver estrellas.
Tardan seis días, anuncia Niederprüm. Elija, señora, hay la tira. Podrían ir Carmela y Raquelita a ofrecer a Carolina que lo use en recuerdo de Diana, no la ha olvidado ni a sus estrellas. Y al ir a recoger el aparato vería de qué realidad escapó, la perdonaría antes de juzgarla.
El más cómodo, 265 euros, de refracción. Ajá, la mujer no se anima a preguntar qué significa refracción. Niederprüm la ha calado, las lentes del objetivo focalizan la luz de la estrella, mientras el ocular, lente más pequeña, aumenta la imagen. Entiendo. No entiende un carajo, piensa Dianette, que entiende menos, pero cree tener una relación más poética y romántica con los telescopios, más vital y redentora por su vieja e intensa amistad con las estrellas.
De 480 euros, refractor. Si prefiere de reflexión, el más sencillo, 529. Uno sigue el principio de la cámara de Schmidt, suben hasta mil 599 en categoría aficionados. Los profesionales, mil 920 sin electrónica. El señor padre es aficionado, si no, tendría su telescopio, ¿no es así? Se venga, o aprende lo que pueda sobre los aparatos que acercan el ojo humano a las estrellas. ¿Las estrellas al ojo? Carolina sabrá, sería feliz con un telescopio. Organizaría a los míseros alumnos del Rímac en grupos, nada de que se apelotonen y lo echen a perder.
Mi padre es aficionado, no tendría sentido un profesional. Tanta diferencia de precios entre los de aficionados. ¿Diseño, óptica? No sabría decir.
Tiene derecho a volver, ha sido una función de teatro con visos de ciencia ficción, ¿no le han interesado, toda la vida, las estrellas?
¿Si comprase uno para darse el gusto de verlas? Más llevadera la no-vida. En la azotea podría entretenerse cuando iba a tender ropa. Sería su secreto, recuperar el espíritu, no hundirse en el pozo de vergüenza (su existencia), recordar a Diana en la amplitud del universo. ¿No merecía realizar un viejo sueño? Se lo contaría al calvito. Contentísimo, le daría propinas. O se emocionaba de que tomase en serio los astros, invirtiese en la ciencia, y la sacaba del putrefacto Edificio y la ventana, una mujer así no puede haber nacido para puta, y la llevaba a vivir en un rinconcito de Düsseldorf, telescopio y todo. Acabaría por quererlo, su redentor, una vida feliz mirando todititas las estrellas.
La mujer: Es usted el mejor óptico, volveré en una semana. Seré un experto.
Libra y va con Vika, la ucraniana, y un atisbo de felicidad, a la óptica. La esclavitud fue llevadera ante la perspectiva de la ciencia ficción. El calvito se dejó caer, le tiró de la lengua. Científico emocionado, recitó frases poéticas del astrónomo Kepler, alaba al telescopio como el tubo que encierra gran sabiduría, más precioso que todo cetro, y quien lo sostenga, ¿no se vuelve rey, señor de las obras de Dios? Le pidió las palabras en una hoja, que el científico arrancó de su agenda, las aprendió de memoria. Se hará de ese cetro para su universo secreto ya que le tocó caer en un pozo infecto.
A Vika, vecina de planta (y de planeta, Vika y ella son distintas), le sugirió librar. Así justificaban la estancia prolongada que requeriría el desfile de aparatos soñados. Vika necesitaba anteojos de sol. Era albina y vivió en las alcantarillas de Kiev con otros chiquillos, como las Tortugas Ninja de Nueva York que le encantaban a Coquito, pensó Dianette cuando la oyó con la mirada empañada. Poco vio la luz del sol en Kiev, por eso de día le ardían los ojos y pasaba minutos sin cesar de parpadear. En su ventana estaba con los ojos cerrados y la cabeza agachada si su chulo no la veía. Niederprüm las invita a sentarse ante las mesitas de mármol. La ventaja de la electrónica es que los puede programar, según la luz, el Sol, dice a la mujer, ha llevado a su padre, madre y hermano con ínfulas de cortar el bacalao en esa constelación a la caza del telescopio.
Jamás mirar al Sol, se queda ciego, vale para todos, hasta el más caro de refracción. Los fabricantes no se hacen responsables. Se ha dirigido al dueño del santo, que examina los aparatos en trance. Lo mira ofendido, por quién lo toma este óptico, podía ser su hijo. No voy a saber, ciego en el acto, los telescopios carecen de filtro. Galileo sufrió un daño permanente en los ojos por mirar al Sol un segundo a través de un telescopio. Busco estrellas de noche, al Sol lo conozco. Risa general. El óptico hace una seña, que ofrezcan café a las jóvenes. Hechizadas con el gesto, se olvidan de que en la vida real son putas.
El telescopio manual no se malogra. Ajá, observa el agasajado, halagado por el éxito de su chiste, qué haría yo con un telescopio malogrado. Más risas. Dianette solía jugar al teléfono malogrado. Divertido y gratis, Vika, sin juguetes. Al telescopio malogrado, ¿se podría? ¿Mezclando nombres de estrellas? ¿Que miras la Cruz del Sur cuando ves la Osa Mayor?
El otro tampoco se malogra, aclara el óptico, pero no es lo mismo si la electrónica se estropea. La hija mira al padre: Sin electrónica, el diseño es clásico de señor amante de las estrellas. Dianette goza, esa mujer recia y dominante es una hija plagada de dulzura.
Los de electrónica parecen cualquier tubo barato, ¿cierto, mamá? Da lo mismo. Cómo lo mismo, protesta el padre. Eres tú la que se fija, que las cortinas combinen con las enciclopedias; los floreros, con los sillones. Me preocupa el Sol, confiesa la madre, quedarse ciega en el acto; no sabía. De dónde, jamás te han interesado. Reniegas de la foto en el salón, un telescopio de 1862 en la Orangerie de Kassel, obra excelsa de Merz, dices qué foto más fea.
Es un grave problema. No, tercia la hija, si uno sabe, tiene cuidado. Cómo no, se exalta la madre, ¡es un riesgo! ¿Si los bebés abren la tapita del lente y miran por el otro lado, y es día de sol? Expresión de espanto. Los bebés son los nietos, ocho añitos y cinco. Vika sigue la secuencia desde la platea.
Con los cambios climáticos hay más días de sol, me aterra. Dianette piensa que lo del Sol tampoco lo sabía.
¡Qué irresponsabilidad!, habría que vigilarlos, como tener un asesino de ojos al acecho. Ha puesto cara de horror, como si hubiese ocurrido la desgracia telescópica de la ceguera, qué cargo de conciencia. La hija no renuncia. Como si dijera un cuchillo de cocina afilado es una invitación al crimen, todo chef es homicida. O un martillo te condena a asesinar a martillazos. No seas aguafiestas, mamá.
Lanza un alarido, telescopios asesinos de ojos en serie, no, es mi casa, que vaya al museo o al planetario. Los vigilo yo, el padre abuelo no va a salir de la óptica sin un objeto de su ardiente deseo desde que tenía uso de razón.
Tú. La abuela, sarcástica, mira al hijo: no cesa de probarse gafas caras, más que un telescopio de refracción hecho en China, y tasa a la pareja de chicas, una morena y esbelta, no como esas nalgonas, colinas en moción, la otra rubia, deslavada como requesón, pero con el atractivo de la juventud. Siente clavados en sus ojos los de su hija, le suplica no boicotear. Mira al óptico, su cara de el-cliente-tiene-razón, y de refilón a las señoritas raras que acaba de escrutar con rigor de mujer mayor y toman café hace rato y cuán señoritas sean, tampoco una es borrica. Qué capricho tener telescopio en casa. ¿Tengo bicicleta estática? ¿Secadora de pie?
Niederprüm se acerca a las jovencitas. Cuando la familia telescópica deje sus trapitos, regreso. Está molesto, se queda con tres telescopios porque el chiflado de su hermano puso el anuncio en las Páginas Amarillas. A Dianette la reconoce, usted vino en busca de gafas de sol. He traído a mi amiga, que me ayude a elegir, pero no llegué por las Páginas Amarillas, ríe con modestia. Jovencitas, el mundo está lleno de abusivos. Hay que estar alerta para que no se aprovechen, no tienen freno, se rigen por la progresión geométrica, insaciables. A quién se lo dice, piensa y trata de recordar qué era la progresión geométrica. A quién le cuenta que no tienen freno y su objetivo es de insaciables. Mira a Vika a los ojos urgidos de gafas de sol y cada una sabe lo que la otra está pensando: el abuso de las Páginas Amarillas es una ñisca, un píxel, comparado con el que se comete con ellas en el aborrecido Edificio.
En qué puedo servirlas, disculpen la espera. ¿Un aliado para escapar? Cruzan miradas. Habría que conocerlo más. Una cosa es apoyar de palabra, de corazón; otra, involucrarse en líos gordos. Les ofrece dos anteojos por el precio de uno, tan dotadas de paciencia, de belleza. Los ojos de Vika brillan, no tenía margen como Dianette con los ahorros que juntó en los tacos de sus dianettes.
El miércoles la familia optó por el telescopio manual, de bello diseño. Se figura a los traviesos encaramados, desmontándolo como un mecano gigante en un descuido del abuelo, la abuela cocina, a punto de estropear el mecanismo óptico para siempre. Mejor eso a mirar el Sol y se queden ciegos los chiquitos.
Esa noche cavila, asomada a la ventana donde se fueron las ganas de tener hijos, donde se deja exprimir el cuerpo solamente porque el alma hace semanas que no. Compraría el más barato. Le diría al tipo, quiero conocer las estrellas del hemisferio norte, ¿de niña no iba con sus hermanos a orillas del Rímac a mirar las del hemisferio sur que les mostró su padre? En verano, el cielo despejado, no había noche que no contemplaran la Cruz del Sur, la Paloma, la Corona Austral, el Centauro. Jugaban a descubrirlas, memorizaban nombres exóticos. Coquito era capo para tasar a Capricornio y Escorpión, a la Grulla, al Indio. Eran dichosos mirándolas. Se olvidaban de la mísera vivienda, los zapatos rotos imposibles de remendar, las peleas. Diversión gratis como al teléfono malogrado, pero no se comparaba, el teléfono los hacía matarse de risa, mirar estrellas les daba felicidad y grandeza, premonición de libertad. Por eso se entusiasmó Carolina, nadie sabía más de estrellas que su discípula Diana. Ella se entusiasmó con Geografía. La ventaja del telescopio barato, piensa asomada a la ventana del puerco Edificio, es llevarlo al departamento si no le apetece hablar con el chulo. Y si quería saber de dónde la plata para semejante lujo, le daría la factura de la óptica, no iba a enviar dos meses dinero a Lima.
El estuche es portátil, como una caja de botas de plataforma que cubren la rodilla. Tiene tres pares, sus rodillas brotan de la piel falsa como botones en flor.
No quiere que el matón le ayude. Tras pagar el telescopio, le pidió al óptico deje el estuche en la zapatería vecina. Él nunca habría imaginado que los telescopios saliesen. Su hermano no era tonto para los negocios.
Camina erguida y ágil, que el matón no sospeche el peso del paquete. Lo hace pasar con voz de seda, su chulo no debe saber de las botas, es sorpresa. Compra el silencio con una felación, con la mente en las estrellas, ni le repugna.
Primero mirarían desde el dormitorio, algo se vería. Después subirían a la azotea a seguir contemplando, eso quería por su cumple, que le enseñara las del hemisferio norte, una a una, su whisky en la mano. Llevaría puestas las sandalias doradas y arriba nada. Su película de ciencia ficción. La que no llegaron a ver en Lima, ¿se acordaba? Ojalá el tiempo esté de su lado, tiene que estar, se repite en la cama del escarnio. Sería una perrada que me traicionase, el tiempo, por no haber hecho caso a Carolina e intentado ser la mujer del tiempo.
La noche del 8 de junio el tiempo está de su lado.
