Ciudad de México, 1996. Su libro más reciente es Cocodrilario (Horror Vacui, 2022).
Cuando era niña, me encantaba bucear en las albercas hasta ver nacer arruguitas en mis dedos. Los plantaba en el cemento ardiente y, luego, apoyaba las plantas de los pies en el costado de la alberca, cubierto de azulejos. Entonces, tras una flexión de las rodillas y una bocanada de aire nomás, salía disparada mar adentro, hacia lo profundo, con los brazos bien extendidos sobre mi cabeza. Yo era un torbellino.
Cuando emergía, con el pelo vuelto un manojo de algas que serpenteaban alrededor de mis hombros, tenía que escupir un poco de saliva. La veía verterse sobre el agua clorada, diluirse como hace la leche que se derrama en el café. Así de lento, en espirales dormilonas. A partir de ese momento, sentiría el agua un poco más densa, como si estuviera chapoteando en atole. Mis papás tenían que sacarme de la alberca a rastras cuando entraba la noche.
Tu hermanita nada muy bien, le repetían a mi hermano, quien con apenas tres años les reclamaba que no lo dejaran nadar.
Aguanta, nene. Todavía no, decían mientras le pellizcaban los cachetes.
Él envidiaba mis esfuerzos por transformarme en sirena. No era fácil: apenas sumergía la coronilla bajo el agua, abría la boca con el ansia desesperada de tragar. Eso no pasaba nunca. En vez de eso, comenzaba a cantar ahí debajo, con toda la fuerza de mis pulmones.
Mi voz se volvía un reguero de burbujas que se esfumaba entre mis dedos. Lluvia a la inversa. Debajo del agua, mi voz se oía distorsionada por un eco lejano, por un sonido que acariciaba la piel con la consistencia de la espumilla.
Vas a ver, un día más de cantar bajo el agua y me voy a transformar, le decía a mi hermano, quien me observaba con rencor desde el chapoteadero. Él todavía no formulaba el modo de cruzar los brazos. ¡Nuestros papás nunca me podrán sacar de la alberca porque voy a ser una sirena!
Ese era mi único propósito en cada viaje, propósito al que yo me dedicaba con devoción apenas despertaba en un nuevo cuarto de hotel, donde la penumbra siempre se anudaba a las cortinas blancas. En la infancia, todos los viajes se funden en uno solo.
Mi hermano lloró tanto la vez que nos fuimos de vacaciones a Cozumel que papá le compró una llanta inflable. No teníamos bomba de aire. La tuvimos que inflar a soplidos entre todos, a pleno pulmón, al punto de que nos quedaron los cachetes retacados de un aire caliente que sabía a camarón y mango, al mismo cloro de todas las albercas.
El cloro era una calcomanía que no podía arrancarme: siempre lo llevaba conmigo. Cierto, yo ya ni sentía los ojos enrojecidos de tanto nadar en agua clorada, pero mamá me ponía gotitas todas las noches, después de bañarme bajo el agua de la regadera que me hacía escocer los hombros. Yo no sabía que el sol podía quemar aun al caer la noche.
Ah, pero dejas empantanada toda el agua tras el primer clavado, ¿verdad? Todas las noches, en todos los viajes, mamá me regañaba. ¡No sirve de nada untarte toda con bloqueador! ¡Te dije que te ibas a quemar, chamaca! Pero siempre haces lo que te da la gana.
Perdón mamá, decía yo, bien mustia, sabiendo perfectamente que mañana me levantaría a intentar completar mi transformación en sirena.
Por mientras, toda el agua escocía: la que salía del cabezal de la regadera, aquella que me bebía apenas despertar y raspaba mi garganta seca; la que caía en lloviznas repentinas en las zonas costeras, la que chispeaba sobre mis pies en sandalias.
Así de repente, el tercer día de vacaciones en la isla de Cozumel amanecí ronca. Es porque todo el día andas mojada, me regañó mamá. Hoy duerme un ratito en el camastro, ¿quieres?
Yo le sonreí, pero ella sabía que no podía detenerme. Tras un desayuno de puro pan francés embadurnado en miel y una malteada de fresa, me ajusté bien los gogles, arranqué el pareo que cubría mi trajecito de baño y me dirigí a la alberca. La mirada acusadora de mi mamá no me impidió saltar al agua tras gritar ¡Fuera bomba!
Una vez ahí, en mi entorno natural, realicé mis trucos y actos de sirena: pararme sobre los brazos y agitar las piernas hasta sentir en las rodillas la brisa tibia del exterior, derrumbarme hasta el fondo del lecho marino y nadar como mantarraya, con el pecho bien pegadito al piso, dar maromas, analizarme el frente y envés de las manos a ver si ya me habían salido membranas, sentarme y abrazarme las rodillas.
Se me ocurría que, en cualquier momento, apenas cayera el sol, alzaría la mirada hacia el cielo y ya no vería burbujas, porque ya no necesitaría respirar aire. Tendría branquias en el cuello bronceado y mis piernas se habrían fundido en una sola. Pero todavía faltaban horas para eso.
Ya, mi amor, rogaba mi mamá. Ya. Shhh.
En la superficie, lejos de los castillos de oro, de las canciones de embrujo y de mis ojos hinchados (que ya distinguían cada pez debajo del mar), mi mamá le pedía a mi hermano que dejara de llorar. Se la pasaba teniendo pesadillas, ella ni dormía por estarlo consolando.
En cualquier momento, me repetí, tratando de volver a mi transformación mágica.
Como decía: agitaría mi cola una sola vez para atravesar la superficie del agua. Abriría los brazos a las nubes aborregadas. Después, tras una zambullida que sacudiría el hotel, me sumergiría para nunca más salir. Mi familia tendría que ponerse equipo de buceo y cenar conmigo de a mentiritas, pues tendrían respiradores y cargarían tanques de oxígeno en la espalda. Pronto tendrían que darme otra hermanita que se volviera sirena, justo como yo.
Bueno, anda. Quédate en tu llantita y ve nadar a tu hermana, ¿okey? Quédate quieto.
Desde las profundidades de la alberca, vi cómo mamá cedía después de tanto lloriqueo. Sacó a mi hermanito del chapoteadero y lo colocó sobre la llanta inflable. Aparte de eso, le puso dos flotadores en los brazos.
Irritada porque ambos perturbaran el escenario de mi transformación, salí como saeta de la zona honda de la alberca y silbé en su dirección un chisguete de agua, que apenas y le mojó el hombro a mi hermano.
Yo me voy a transformar en sirena, le espeté, molesta. No interrumpas.
Okey, dijo, con los labios fruncidos. Era experto en hacer mohines. Él agitó sus piernitas, diminutas dentro de la amplitud de la alberca. Volví a meterme al agua.
Buceé en paz infinita. Era época baja y no había otra alma en la zona de la alberca, aparte de que ya era la hora de comida. Sólo estábamos él y yo. Papá había ido a reunirse con un cliente al bar del hotel y mamá intentaba descansar en el camastro, molesta de que ninguna nube durara demasiado. Eran muy pequeñas, tal como mi hermano. No tenían las dimensiones correctas.
En cualquier momento, me repetí, después de tomar una profunda bocanada de aire y hundirme hasta lo más hondo. Mi hermano me observaba desde arriba, asomando la barbilla para poder ver al interior de la piscina. Se inclinaba mucho para alcanzar a verme, y me sacaba la lengua cada que yo terminaba una nueva aventura.
En algún punto de la tarde, tuve que aceptar con tristeza que tenía la garganta hinchada, porque pasar saliva me dolía. Era como frotar el dedo contra una lija. Quizá sí estuviera enferma de verdad.
No me voy hasta completar mi transformación, decidí. Aunque, ¿qué cosa la detonaría? Poco a poco ideé un ritual. Decidí que tenía que concentrarme en reunir ingredientes para el ritual mágico: diez azulejos recién arrancados del fondo de la alberca, un mechón de mi pelo, una probada de mi sangre. Sólo así la transformación estaría completa. A eso me dediqué por largo rato.
De vez en cuando, miraba hacia arriba. Mi hermano seguía dentro de su llanta inflable. Lo veía hablarme desde ahí, agitando sus manitas para llamar mi atención. Nana, llamaba. Nana. Yo nadaba flexionando las piernas, igual que lo hacen las ranas. Todavía no, le informaba yo, mi voz vuelta lluvia de burbujas.
Reunir los ingredientes para el conjuro fue fácil. Sólo me apreté la cabeza y arranqué un manojo de cabello negro, y despegué los azulejos con las uñitas. De hecho, me corté sin querer la yema del dedo índice arrancando el noveno azulejo del piso de la alberca, ¡así que ni me esforcé para conseguir la sangre!
Reunido todo, tomé una última bocanada de aire, y nadé hacia lo profundo. Me senté en el centro de mi círculo mágico, crucé las rodillas y me dispuse a aprovechar el último rayo de sol de la tarde que ya bañaba un extremo de la alberca.
No sabía describir esos reflejos entonces. Eran el punto de partida del conjuro, eso sí. Atravesando el agua se ramificaban, se extendían hasta lamer la superficie pulida de todos los azulejos. Me pintaban las mejillas del color nácar de las caracolas; eran tan intensos que creí que me rajarían las mejillas.
Sé describirlos ahora que he reconstruido la anécdota después de mucho batallar. Los reflejos del sol en el agua eran la iridiscencia final.
El conjuro, por su parte, terminaría cuando a mí se me acabara el aire y expulsara todas mis burbujas; ese sería el punto en el que me saldrían branquias. Así lo decidí.
Sabiendo esto, ya dentro del círculo de la transformación, eché a cantar como una posesa, apretando bien el estómago y mostrando la campanita de mi garganta. Bajo el agua, no sentía la ronquera, el dolor de garganta, el picor de los hombros quemados. Bajo el agua todo era afelpado y sencillo.
No supe ni a qué hora pasó, pero me empecé a deslizar hacia atrás; me derretía como helado en dirección a los azulejos, que se oscurecían. Arriba, el tránsito de las nubes no se detenía, y mamá se removía inquieta sobre su camastro, tratando de dormitar. El sol estaba en sus últimos instantes de agonía.
Así lo reconstruyo: comencé a flotar sin saber cómo. Me ladeé. Miraba el costado azulejado de la alberca, sin entender por qué el agua no se movía y las luces sí. Fluctuaban justo como una aurora. Aguanta, recuerdo que pensé. Aguanta. Tenía las manos hechas puños… en algún punto las relajé o, más bien, se abrieron solas.
Las burbujas que salían de mi boca eran cada vez más chiquitas.
Algo sacudió el agua entonces. Un salto, una bomba, un relámpago. Algo se movía. Quizá fuera mi cola de sirena.
En cualquier momento, temblé, presintiendo la llegada de la magia. Las burbujas me envolverían como la efervescencia de los refrescos, con la suavidad de las plumas, como ir a dormir sobre una almohada y cerrar los ojos en el cuarto del hotel con el aire acondicionado prendido, y de pronto escuchar a mi hermano llorar, porque había tenido una pesadilla, y yo despertaría…
Ya no sé ni qué pensaba. Razonar era bien difícil. Me imaginaba alguna oscuridad que reptaba desde el extremo de la piscina y así pintaba de negro a los azulejos azul claro. Esta era una oscuridad que se envolvía alrededor de mis piernas y las transformaría en una cola irisada, en cualquier momento.
Un eco desde lejos. Un canto desde las profundidades. Algo se movía y decía algo. Mi pelo flotaba alrededor de mi cabeza, corona serpentina. Finalmente entendí qué decía.
Nana. Nana.
Era mi hermanito, ¡había tenido una pesadilla! Eso me hizo pensar en abrir los ojos, en levantarme de la cama e ir a comer algo en lo que a él se le pasaba el susto. Y eso hice: abrí los ojos. Una punzada aguda en el pecho me sacudió.
Mi hermano me miraba desde arriba, con el rostro dentro del agua clorada. Yo no entendía cómo, cuándo. Él extendía sus manos hacia mí, abriendo y cerrando sus puñitos. Mi visión se cortaba en rajaduras de rojo y negro; no podría expulsar un solo canto. ¡Nana!
Desde la superficie, una nube definitiva se asentaba sobre mamá y le comprobaba la somnolencia de la resolana. Intenté sacudir los brazos, pero ahora sé bien que los reflejos del agua sólo saben encandilar e hipnotizar a fin de completar un embrujo propio.
Mi cuerpo se arqueaba, flotaba hacia arriba con la lentitud de una pluma.
En cualquier momento…
Abrí los ojos en cuanto papá se arrojó a la alberca, todavía vestido con su traje. Vi cómo su teléfono se hundió en el agua, dando piruetas. Sus lentes salieron volando. Mamá voló fuera de su camastro, gritando.
Violentos chapuzones poblaban el mundo. Arriba, todos gritaban.
Mi hermano agitaba las piernas inútilmente, sintiendo la brisa pegarle en las rodillas. Tenía el resto del cuerpo dentro del agua, la boca extirpada de burbujas y las manos bien extendidas en mi dirección.
A través de los años, volví a abrir la boca con el ansia desesperada de tragar. Eso no pasaba nunca, por más que yo lo deseara. Cada que encontraba un nuevo cuerpo de agua y me sumergía, mi voz era el recorrido de la lluvia a la inversa. Cada que comenzaba a cantar en el agua, escuchando mi voz distorsionada por un eco lejano, nunca tenía la fuerza para expulsar la última burbuja. Siempre hay gritos provenientes de la superficie, manos que se hunden como arpones en mi dirección.
Tú sí lo lograste, hermanito. Te convertiste en sirena. En cualquier momento, un día de estos que nuestros papás despeguen su sombra de la mía, te alcanzaré en las profundidades.