Ciudad de México, 1956. Autor de La música de acá. Crónicas de la Guadalajara que suena (Universidad de Guadalajara, 2018).
Tengo una playlist personal a la que he llamado pomposamente: Epitafio. En realidad es un juego: cada vez que recuerdo una canción que me gusta mucho la sumo a la lista donde hay de todo: rock, jazz, música de distintos sitios del mundo y de la llamada clásica. Siempre he tenido un gusto ecléctico. Tengo la extraña fantasía de que en mi velorio pueda sonar toda esa música pero sé que hay algo de ridículo en ello: yo ya no estaré para mirar los gestos compungidos de quienes asistan. Aun así, cada vez que añado una canción pienso en qué cara podrán fulano o mengana cuando la escuchen. Ni siquiera sé si fulano o mengana aún estarán vivos. También hay algo de megalomanía, lo sé: ¿que me recuerden por mi «buen gusto» musical? Quizás más de alguno pensará «qué pinche música más rara —o fea— le gustaba a este cabrón». No me importa, es un juego que me divierte, y aunque no está en mis planes morir pronto, cada tanto me pongo a escuchar la lista que crece cada día y hoy ya suma más de doscientas piezas —algo así como veinticinco horas— y sonrío: suelen aparecer cosas insospechadas, sorprendentes, evocadoras. ¿Qué no se trata de eso la música? Aunque la música, ese arte misterioso y a veces incomprensible, puede servir para muchas cosas —no sólo para sonorizar funerales— como lo demostró Oliver Sacks.
Oliver Sacks, el importante científico-escritor inglés que indagó con profundidad acerca del cerebro humano a partir de su experiencia con múltiples casos clínicos y que abrió con ello muchas preguntas nuevas sobre su funcionamiento, se enteró en 2015 de que sufría un cáncer terminal. Saber que uno se irá, irremediablemente, en cosa de unos meses, no debe ser fácil. Pero también existe la posibilidad de que las cosas se miren con cierta serenidad, quizás con temor, pero también, supongo, con sabiduría. Al saber de su inminente destino, Sacks afirmó en un texto para el New York Times su deseo de vivir sus últimos meses «de la manera más rica, profunda y productiva que pueda»; y esperaba «profundizar en mis amistades, decir adiós a todos aquellos que amo, escribir más, viajar si tengo fuerzas, adquirir nuevos niveles de comprensión y sabiduría y hasta hacer alguna estupidez». Sacks es bien conocido por su libro Despertares —que fue llevado al cine en 1990 por Penny Marshall—, donde escribió acerca de la encefalitis letárgica y donde abordó el intenso efecto que la música producía en pacientes con parkinson profundo. También ha escrito reveladores ensayos acerca de la música y el cerebro. En su libro Musicofilia, narra sorprendentes historias, como aquella en la que un hombre se obsesiona por aprender a tocar el piano luego de haber sido alcanzado por un rayo; o esa otra de un hombre mayor que ha perdido todos sus recuerdos menos el musical: no puede reconocer a sus personas más cercanas pero es capaz de dirigir a la perfección a un coro en la interpretación de una compleja partitura musical. En el libro igualmente aborda desórdenes relacionados con la música tales como la amusia, las alucinaciones musicales o los trastornos de destreza que afectan a algunos músicos profesionales. También ha escrito otros ensayos a propósito de la sordera, la migraña, la enfermedad de parkinson, la ceguera y muchos temas, siempre con un estilo atractivo, conmovedor y desafiante. Sus detractores —no pocos en el ámbito clínico— le han dicho escritor como una forma de menospreciarlo.
En los mismos días en que Oliver Sacks se enteraba de su sentencia de muerte, el músico australiano Daevid Allen, también supo de un cáncer inoperable que le permitiría vivir, cuando mucho, seis meses más. A Allen (que usaba seudónimos divertidos como David Alien, Bert Camembert o Divided Alien) se le conoció en la década de los setenta del siglo pasado como parte de innovadores grupos del llamado rock progresivo como Gong y Soft Machine. «Grupos de culto», les dicen. Su increíble vida estuvo vinculada de manera más o menos azarosa a personajes como Allen Ginsberg, Robert Graves —el autor de Yo, Claudio— y, claro, a músicos como Robert Wyatt y Kevin Ayers con quienes fundó The Soft Machine. La mala noticia que recibió lo hizo escribir una despedida en su sitio web en la que reconocía, no sin humor, que las cosas son como son y que se daba cuenta de que había llegado el momento de rendirse a la inevitable fatalidad: «Gracias por comenzar el proceso de dejarme ir y celebrar conmigo esta muerte que se avecina. Eso sería un gran regalo». Ignoro si se puso música —y de qué tipo— en los respectivos funerales de Oliver y Daevid.
Un día vi un documental en el que aparecía Oliver Sacks. Trataba sobre la vejez y distintos problemas que suelen acompañarla, en especial la demencia y el alzheimer. Sacks contaba ahí de experimentos donde algunas piezas de música significativa para el paciente habían logrado el milagro de hacerlo reaccionar y hasta revertir en cierta medida el mal. Lo intenté con mi tía de ochenta años, aquejada de demencia vascular. No tuve éxito: hice una pequeña investigación sobre las canciones populares en su adolescencia, las grabé en una memoria usb, le encasqueté unos audífonos y la obligué a escuchar. Las primeras notas la hicieron sonreír pero unos segundos más tarde se arrancó los audífonos y no quiso saber más del asunto. Mi tía nunca fue muy musical, ignoro si la pieza que escuchó le recordó algo desagradable o simplemente aborreció la experiencia de oír a través de audífonos. Tal vez me faltó constancia o experimentar más con tipos de música diferentes. En cambio mi madre, ella sí muy musical aunque poco afinada y también afectada por una demencia leve, me sorprendía cada tanto cuando entonaba canciones enteras que yo nunca le había escuchado y que seguramente habían sido importantes en su niñez y juventud. El mismo Sacks escribió que «gran parte de lo que se oye durante los primeros años puede que quede «grabado» en el cerebro durante el resto de la vida».
Conozco algunos casos en México de músicos que han sufrido alguna enfermedad limitante para su profesión. Casualmente —¿o no?— todos ellos han tocado blues. Por ejemplo, José Cruz Camargo, el compositor y líder de la agrupación mexicana Real de Catorce, cuyo caso presiento que le habría interesado a Oliver Sacks. En 2003 a José le diagnosticaron esclerosis múltiple, enfermedad incurable que afecta al sistema nervioso y puede tener manifestaciones diversas: fatiga, pérdida de equilibrio y dificultades en la movilidad. A José Cruz la enfermedad le dificultó expresarse verbalmente pero su capacidad para cantar quedó intacta. ¡No podía hablar bien pero sí cantar! El cineasta Leobardo Lechuga realizó un documental en 2010 sobre Cruz titulado A diez metros del Infierno, y de una manera acaso demasiado simple decía que «las neuronas para hablar no son las mismas que para cantar» y que por ello se explica la situación del músico. Recuerdo de manera análoga uno de los ensayos de Musicofilia, donde Oliver Sacks cuenta de un pianista afectado por alzheimer, quien a sus ochenta años ha perdido el lenguaje, pero toca el piano cada día y su manera actual de tocar —misterios de la música— es mejor que en sus grabaciones de hace años. Pareciera que supera la enfermedad con la música.
Segundo caso: Betsy Pecanins, la cantante cuyo nombre verdadero fue igual al de la famosa diva cinematográfica: Elizabeth Taylor. Su segundo apellido le venía de su madre catalana: Pecanins, ligado a toda una dinastía relacionada con las artes plásticas y que es el que la cantante usó a lo largo de su carrera, junto con el diminutivo de su nombre de pila: Betsy Pecanins. Así que en ella se sintetizaba una peculiar multiculturalidad: padre norteamericano de Arizona y madre catalana. Pero Betsy llegó a México a los catorce años y adoptó a éste como su país. Cantó blues hasta su muerte ocurrida en 2016. Antes de ello se alejó de los escenarios por motivos de salud. Una enfermedad neurológica —disfonía espasmódica, que ataca las cuerdas vocales— le fue diagnosticada y le impidió cantar como antes por lo que tuvo que buscar otras formas de supervivencia artística: la composición y una manera de rapear o susurrar la letra de sus canciones. En sus últimos años presentó un espectáculo cuyo nombre era un guiño humorístico relacionado con su retorno a los escenarios, pero también con sus orígenes en Arizona: Ave Phoenix. Como aquella ave mitológica, Betsy resurgía de sus cenizas —de sus padecimientos— sin una pizca de autoconmiseración y arropada por muchos amigos y amigas de la escena musical. «No me había presentado antes porque estaba muy ocupada muriéndome», llegó a decir con sorna en alguna entrevista.
El tercer caso es el de Genaro Palacios, bluesero de Guadalajara afectado por enfermedad pulmonar obstructiva crónica, el tristemente célebre EPOC, que lo obligó durante los últimos años de su vida a llevar consigo un tanque de oxígeno a dondequiera. Llegó a tener 22% de capacidad respiratoria que disminuía cada vez más, los médicos le auguraban poco tiempo de vida. Vendió su saxofón, tiró sus armónicas al tiempo que hacía ejercicios neumológicos por su cuenta. El neumólogo no podía creer que hubiera conseguido aumentar a 78% su capacidad respiratoria. Genaro tenía una teoría propia: el poder de la música y, más específicamente, el poder del blues, lo salvaron y le permitieron vivir y tocar hasta 2024 cuando sus pulmones dijeron «hasta aquí».
Mientras engordo cada vez más mi playlist —espero que llegue a miles de canciones antes de que se use públicamente—, pienso de nuevo en Oliver Sacks, quien murió el 30 de agosto de 2015. Dos semanas antes dejó perfilado el contenido de su libro póstumo El río de la conciencia, con once ensayos sobre sus preocupaciones habituales: la evolución, la neurociencia, la botánica, la memoria, las artes. Sacks vivió como quiso aunque no con pocas dificultades a pesar de los muchos reconocimientos que obtuvo en vida: padecía prosopagnosia —incapacidad de reconocer los rostros—; describía su condición de timidez como una enfermedad; era homosexual y mantuvo una especie de celibato voluntario hasta los setenta y siete años; se describía como «un viejo judío ateo». La causa de su muerte a los ochenta y dos años fue cáncer. Le debemos muchas indagaciones interesantísimas sobre el cerebro, entre ellas las relacionadas con la música, que merecen una lectura atenta.