No es nuevo eso de que suban músicos al camión, que toquen o canten una o dos piezas y que pidan «una cooperación». Es más: por razones sentimentales, yo solía darles una moneda a los que tenían cara de hippies y tocaban a Sabina o Delgadillo. Pero el asunto comenzó a complicarse cuando ya no era un joven greñudo y barbón con su guitarra el que nos amenizaba el viaje, sino tríos y hasta cuartetos. A veces uniformados.
Es, hasta cierto punto, entendible: de algo tenemos que vivir y la libre competencia urge a estos intérpretes a ser originales y crear un sello personal, de ahí los trajes especiales y las pistas grabadas. Además, tengo que admitir que no me di cuenta de la evolución de la música de colectivos sino mucho después, el día en que nueve jarochos vestidos de blanco, con jarana, arpa y marimba incluidas, se subieron al camión en el que me dirigía a la escuela.
Me pareció excesivo, pero mi pensamiento se perdió en el laberinto de la política económica global y no volví a acordarme del asunto durante un par de meses, hasta que, en la misma ruta, subieron los mismos jarochos.
Bueno, no eran exactamente los mismos: ahora traían dos bailarinas, un coreógrafo y al técnico de las luces.
A partir de ese día empecé a poner atención en las intervenciones musicales de los colectivos que abordo: quintetos pop, mariachis, coreografías de musicales de Broadway… y no me escandalicé de todo eso, porque me considero progresista y me da gusto ver las formas alternativas de ganar dinero que se van inventando las personas. A fin de cuentas, prefiero que suban a cantar (aunque hagan playback) a que asalten el colectivo.
Sin embargo, hace un par de semanas ocurrió algo que hizo que mi forma de viajar por la ciudad cambiara radicalmente.
Era una escena típica: un microbús no muy lleno: todos los asientos ocupados, pero apenas unas seis o siete personas paradas. El fondo del vehículo estaba acaparado por una señora con huacales (con patos, pollos y un guajolote) y una pareja de adolescentes que se besaba sin inhibiciones.
Yo canturreaba aquello de «un elefante se columpiaba» para tratar de abstraerme de las cumbias a todo volumen (favoritas de todo conductor que se respete). Iba en el trigésimo cuarto elefante cuando paramos en un crucero de ésos de altos interminables. Ahí, un joven vestido de smoking subió al micro y pidió permiso de «pedir una cooperación». El chofer se encogió de hombros y apagó su estéreo. Los pocos pasajeros que iban de pie, acostumbrados a las intervenciones artísticas de la ruta, instintivamente se movieron para dejar espacio en el pasillo.
Sólo que el joven no traía ni guitarra, ni acordeón, ni grabadora. Lo único que hizo fue sacar de su bolsillo algo que en el momento me pareció una antena de auto o una aguja para tejer, e hizo con la extraña herramienta una seña hacia la calle.
Subió otro joven de etiqueta, cargando una silla y un violín. Dejó la silla en el piso y dio la mano solemnemente al de la aguja de tejer o varita mágica (pensándolo mejor, parecía más una varita mágica que una antena de coche). Entonces subieron varios más, todos con sus sillas y con diversos instrumentos: más violines, violas, oboes, flautas y hasta platillos y un triángulo.
Con modales impecables, el de la batuta (al ver tantos instrumentos entendí que eso era la varita) le pidió al chofer que abriera la puerta de atrás. Otros dos jóvenes de smoking entraron por ahí con un piano vertical que pudieron meter sólo a medias.
Entonces, a una señal del de la batuta, comenzaron a sonar los acordes de
la ópera Carmen. Por el quemacocos bajó una mujer muy gorda, vestida de gitana, seguida por un fulano bastante feo disfrazado de torero. El feo y la gorda cantaron apasionadamente. Actores entraban por donde podían y cantaban sentidas arias, mientras los tramoyistas se descolgaban por las ventanillas abiertas, haciendo verdaderos milagros para mantener en su sitio la escenografía pintada a mano.
Perfectamente integrado con la melodía, un toro metió el morro por una ventanilla para resoplarle amenazadoramente al pobre hombrecito de traje gris que leía su periódico en ese asiento.
Segundos después, el del periódico se dio cuenta de que el bovino sólo quería ver las noticias deportivas mientras le tocaba participar en la puesta en escena, así que con resignación le compartió el diario.
El director de la orquesta vial parecía encaminarse al éxtasis mientras los músicos se concentraban en su ejecución. Para algunos era un poco difícil porque no habían alcanzado silla y estaban sentados en las piernas de los pasajeros; por ejemplo, el gordito del trombón se movía a cada rato, muy probablemente porque las rodillas huesudas de su pasajero-asiento eran muy incómodas. El muchacho del triángulo, aburrido porque su participación era esporádica, desde la puerta gritaba «¡Súbale, súbale!», mientras el pianista se equilibraba con una habilidad portentosa entre su instrumento y los escalones de la puerta trasera. El toro despegó la vista del periódico del hombrecito de gris justo a tiempo para mugir como indica la partitura.
Cuando faltaba muy poco para el aria del «Toreador», los jarochos de la vez pasada trataron de subirse por la puerta de atrás, pero se lo impidió el piano. Al ver que ya había otro espectáculo en la unidad, hicieron un teamback en el que resolvieron sumarse al show en turno. Se metieron por la ventanilla del chofer y comenzaron el zapateado, nada más que en vez de hacerlo estilo veracruzano lo convirtieron en una jota española, más adecuada para la ocasión.
Justo cuando la gorda iba a cantar su aria final, el guajolote del último asiento se salió del huacal en el que estaba, revoloteó hasta posarse en la cabeza del director y cantó: Gordogordogordogorigooooo.
Al de las percusiones no le importó que no hubiera sido la soprano quien cantara la última parte y golpeó con fuerza los platillos. El eco del último acorde se quedó vibrando en el ambiente durante unos segundos, tiempo suficiente para que los pasajeros cerráramos la boca.
El hombrecito de gris dio la vuelta a la página de su periódico y con eso rompió el hechizo: todos aplaudimos, primero con timidez, luego con verdadero entusiasmo. Algunos pasajeros hasta se pusieron de pie, a costa de tirar a los músicos de su regazo, e incluso hubo quien pidió un encore.
Cuando el guajolote pasó junto a mi lugar recolectando la cooperación en el sombrero de uno de los jarochos, deposité mi cartera completa, sin sacarle siquiera mi credencial de elector o la tarjeta de crédito. Pasaron varias cuadras antes de que recuperara el aliento.
Ahora tengo un problema: como decía, mi forma de viajar ha cambiado radicalmente y ya no puedo llegar a mis compromisos, porque en vez de tomar la ruta que me tendría que dejar más cerca del lugar al que voy, elijo los colectivos que traen el mejor espectáculo. Sé que me van a correr si sigo faltando al trabajo, pero ¿cómo voy a tomar la combi que me lleva a la oficina si sólo tiene el re-re-reencuentro de Timbiriche? En cambio, ¡mañana dan Aída en el foráneo que va de Indios Verdes a Ojo de Agua! Me mata de curiosidad saber si será con pirámides y elefante incluidos.