Mundos en la biblioteca / Juan Carlos Botero

 

Nunca he pensado que las bibliotecas son simples muebles para guardar libros, sino universos autónomos que tienen vida propia. Lo compruebo con mayor facilidad de noche, en las ocasiones en que tengo dificultades para dormir, cuando me levanto de la cama e ingreso sin anunciar en la biblioteca de mi casa, y siempre siento como si acabara de sorprender a una multitud de personas haciendo algo que no les está del todo permitido. Es como si de pronto una muchedumbre callara, y en el silencio que sigue todavía se perciben, remotos y apagados, los tenues sonidos de sus andanzas.
    Recorro los estantes, en donde los volúmenes reposan en aparente silencio, y siento una ligera vibración en el aire, como si los libros respiraran o, más aún, como si estuvieran reteniendo el aliento para no revelar su posición o delatar su realidad. En estos mundos contenidos en el universo de la biblioteca no hay simulacro de vida sino vida misma, reordenada y vuelta significativa. Y por eso sé que es falso lo que nos han dicho siempre: que los libros requieren de lectores para vivir. Lo cierto es que existen de manera independiente, ajenos a nuestra voluntad o destino, y por ello las tapas de los volúmenes sirven como puertas que conducen a mundos asombrosos. Por suerte, sólo perci-bimos el ruido de un libro a la vez y no escuchamos el bullicio de todos juntos, porque si lo hiciéramos quedaríamos abrumados y con los tímpanos reventados por el estruen-do, de la misma manera que si oyéramos el silbido de la Tierra al girar sin cesar en la os-curidad del espacio, aquello sería ensordecedor. Aun así, como digo, a veces cuando despierto en la noche y paso a la biblioteca, constato un silencio nuevo, recién creado, como si los textos de pronto callasen. Pero sé que es un engaño, por-que cuando regreso a la cama advierto el suave rumor de los libros que reviven.
    No hay que extrañarse: la razón por la cual todas las bibliotecas generan cierta calidez, como si percibiéramos un latido en medio de las paredes atiborradas de libros, es por todo lo que está sucediendo en el interior de los textos. Sospecho que es fenómeno que no hemos podido constatar de manera científica, simplemente porque en la actualidad carecemos del instrumento adecuado para hacerlo, de la misma manera que antes las personas no podían ver lo que sólo se podía atisbar con las lámparas de luz ultravioleta. Pero la sensación es inconfundible. Y por eso sé que en los anaqueles de mi biblioteca amanece y cae el sol, los ejércitos chocan, las guerras estallan, una paz se firma, alguien sonríe o llora a mares, nace una criatura o agoniza un anciano, y los amantes sienten el temblor ante la carne desnuda.
    Recorro con la vista los estantes, y sé que en ese momento un hombre se ha hecho pasar por muerto para escapar de la cárcel, y otro conspira con su esposa para asesinar a un rey, y un par de jóvenes comprueban que su amor no puede ser debido a los odios de dos familias enemigas. Un hombre despierta y descubre sin asombro que se ha convertido en un gigantesco insecto, y una mujer, ya mayor, por primera vez experimenta el delirio y la locura del amor por un muchacho a quien sólo puede admirar de lejos, y otro permanece en un sanatorio para curarse de la enfermedad de sus pulmones. Paso a otro anaquel, y veo a un ciego que recorre las calles de Buenos Aires, y una muchacha llamada Alejandra, en esa misma ciudad, no desea suicidarse con las balas que restan en el revólver que ha utilizado para matar a su padre, sino que prefiere quemarse viva. Un poco más allá, unos muchachos son sometidos a los brutales ritos de iniciación de su colegio militar, y el choque de fanatismos desata una guerra colosal en las selvas del Brasil. A su lado, una mujer se apoya en el pretil de hierro del puente que cuelga sobre el río que atraviesa el corazón de París, y más acá un hombre huye de sus asesinos y se refugia en un teatro en donde la orquesta toca la Tercera sinfonía de Ludwig van Beethoven. Otro también huye pero sin saber por qué, y cuando finalmente alguien le explica en secreto que los hermanos Vicario lo están buscando para matarlo, sólo atina a decir: «No entiendo un carajo». A su lado, el Libertador Simón Bolívar emprende el viaje final de su vida, y resume su tortuosa existencia con una frase demoledora: «Nadie entendió nada». Entre tanto, un par de amantes recorre el mismo río, muchos años después, y lo hacen durante toda la vida, aunque ya son ambos ancianos que viven el ocaso de sus años.
    Si cambio de pared, en donde los anaqueles parecen doblados por el peso de los libros, reconozco que ahí no se habla en castellano sino en inglés, y sé que un hombre organiza fiestas extraordinarias para entrar en contacto con la mujer que amó de joven, y otro viaja a Pamplona, en donde lo entiende todo durante una corrida de toros. No muy lejos de allí, un viejo por fin arponea un gigantesco pez que lo ha sacado mar afuera, y en medio de su agotamiento, mientras regresa a su pueblo de pescadores, siente el primer ataque de los tiburones. Allí unos asesinos matan a una familia a sangre fría. Y allá un joven es testigo de una lucha formidable entre un oso legendario y un mastín salvaje. A un lado suyo, un muchacho le insiste a su compañero de cuarto de la universidad en donde estudian que él no odia el sur de su país, en donde ha nacido, y al otro lado un retrasado mental relata lo que ve pero sin llegar a entenderlo y sólo adivina el sonido y la furia de los sucesos.
    Hay una ventaja adicional que descubro en esta biblioteca, tan parecida a un mundo que yace sin explorar: cuando se trata de las grandes obras de la literatura, la magia es infalible y nunca se marchita. Gracias a eso, Pedro Páramo siempre cae contra el suelo y se desmorona como un montón de piedras. José Arcadio Buendía, temblando de fiebre, declara en el almuerzo que la tierra es redonda. Hamlet agoniza por el veneno y sabe que el resto es silencio. Sócrates dialoga. Aristóteles reflexiona. Emma Bovary fantasea. Leopoldo Bloom recorre las calles de Dublín mientras su esposa repite sí sí sí. Joseph K. es arrestado sin saber por qué. Raskólnikov toma el hacha y su alma se torna negra. Don Quijote no ve molinos sino gigantes. El emperador Adriano le pide a su alma que ingresen en la muerte con los ojos abiertos. La señora Dalloway compra flores para la cena. Sophie decide. Borges sueña. Marx rescata a Hegel. Freud ilumina el inconsciente. Magallanes navega. Aquiles otea y divisa las playas de Troya. Odiseo persiste. Y Proust recuerda.
Sin explorar, he dicho. Porque no importa que hayamos ingresado en cada uno de estos mundos en ocasiones anteriores, porque, si lo hacemos de nuevo, viviremos otra vez toda la frescura de la novedad, la sorpresa ante los hechos, el deslumbramiento, la grandeza y el asombro, y nos reiremos o lloraremos como si fuera la primera vez. Y cuando ya no podamos leer más, a causa de los quebrantos del cuerpo o la erosión de los sentidos, los libros seguirán allí. Esperando que alguien los abra. Que alguien ingrese en el universo de la biblioteca y se asome al respectivo mundo de cada volumen, para hacer que la persona tiemble con la fuerza de sus palabras.

 

 

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