Mujer poeta

Victoria Marín Fallas

San José, Costa Rica, 1991. Su libro más reciente es La edad de hierro (Medusa Editores, 2022).

 A Sergio Rojas Peralta, con gratitud

se imaginan ser libres,  puesto que son conscientes de sus voliciones y de su apetito, y ni soñando piensan en las causas que les disponen a apetecer y querer, porque las ignoran.

Ética, I, AP.

1

Cuando empecé a escribir estas líneas en torno al concepto de libre albedrío y de aquello que nos impide liberarnos de su influencia, buscaba entenderme mejor y entender a quienes encuentro reflejados en las palabras de un filósofo judío repudiado por su pueblo, pues aún no he logrado desposeer el reflejo que de ellos se proyecta bajo el resguardo de mi sombra.

Durante mucho tiempo me pregunté cómo había llegado hasta aquí, hasta el punto de escribir un libro de poemas y dejar que me llevara por un camino muy distinto a las zonas umbrías en donde acostumbro florecer. Mientras buscaba la respuesta en la capa más superficial de mis recuerdos, identifiqué mi propia voluntad como causa total de mis actos, de esa condición de ser y llegar a ser poeta. Al reconocerme como artífice, materia prima y producto inacabado, quise apropiarme de las escenas y actos del pasado, ignorando que Μνημοσύνη, la madre de las musas, es en extremo celosa de sus dones, a menudo incapaz de revelar los secretos de su miel, que se escurren como la lluvia y que, aunque caigan una y otra vez, creando surcos en el terreno desnudo de nuestro corazón, nunca se entregan de la misma manera.

Pensaba que al tomar control absoluto de esa concatenación de ideas de las afecciones del cuerpo que se entiende por memoria,[1] sería capaz de conquistarme, de hacer frente de manera exitosa a la inquisición de otros. Pero esto sólo desembocó en el tedio y la banalidad de la mirada que no es capaz de ir más allá de la linde, retenida por esa manera de conocer mutilada y confusa que Spinoza atribuye al primer género de conocimiento,[2] el cual se nos presenta a través de los sentidos.

De tanto reflexionar en ello, adquirí la habilidad de enumerar los pasos clave, los motivos y las sensaciones en orden, con una claridad pasmosa, mecánica y, en algunos casos, aberrante, como si mi vida, y todo lo que me ha convertido en lo que soy nunca hubiera sido mío, y yo nunca hubiera sido yo. No puedo evitar pensar que erré desde un inicio tanto en la pregunta como en la respuesta, pues ambas excluían la determinación en un sentido amplio. Sin detenerme siquiera a pensar en el término, me creía libre, como lo es aquella cosa «que existe en virtud de su sola naturaleza y es determinada por sí sola a obrar»[3] (Ética, I, Def.VII),[4] cuando un modo finito como yo sólo puede ser causa parcial, seguirse del orden de la naturaleza, de la concatenación de causas cuyo origen suele hallarse en la exterioridad como parte de un todo inmanente, de una exterioridad que, al igual que nosotros, no puede situarse fuera de este.

El problema conmigo, y con algunos poetas, principalmente durante aquellas épocas que ponen de manifiesto nuestra pequeñez, es que somos demasiado melancólicos. Amamos aquello que puede hundirnos o elevarnos. Encontramos refugio en el padecer, lo cual limita nuestra capacidad de conocer adecuadamente en términos spinozianos. Al hacerlo, se incrementa la potencia de nuestro arte, pues, al igual que la profecía, el arte poético también se alimenta de la imaginación que domina mente y cuerpo, permite formar imágenes y relatos a partir de las experiencias sensoriales, su fuero interno y las influencias externas de manera fragmentada.

Esta inclinación hacia ese tipo de tristeza, tan común en los de nuestro oficio, ya había sido advertida por Freud en uno de sus encuentros con el autor de las Elegías de Duino:

Hace algún tiempo, en compañía de un amigo taciturno y de un joven poeta, pero ya famoso, salí de paseo, en verano, por una riente campiña. El poeta admiraba la hermosura de la naturaleza que nos circundaba, pero sin regocijarse con ella. Le preocupaba la idea de que toda esa belleza estaba destinada a desaparecer, que en el invierno moriría, como toda belleza humana y todo lo hermoso y lo noble que los hombres crearon o podrían crear. Todo eso que de lo contrario habría amado y admirado le parecía carente de valor por la transitoriedad a que estaba condenado.

En mi caso, esta tendencia a la imaginación y a la disposición de sus pequeños mundos, cuyo único sentido era el desgarramiento, se convirtió en la razón más significativa detrás de mi escribir. Estaba segura de ser enteramente responsable de la elección de aquel tipo de amor en el que deseaba perseverar, también de lo que pretendía prolongar en el tiempo. En ese entonces, la idea de cuestionar y escapar del libre albedrío me parecía absurda, pues la imaginación me brindaba soporte, también los conceptos de lo contingente y lo posible, esa ilusión que nos permite concebir la libertad «como el poder de una voluntad de elegir o crear»,[5] y al libre albedrío no como una ilusión de la conciencia, sino como una forma de esa libertad.

Una noche, tras leer sobre la mendacidad de los poetas, no pude evitar preguntarme si, al pensar de esta manera, yo también mentía, si había aprendido poco, mal, si había adulterado mi propio vino de la misma manera en que lo hicieron los poetas de los que habló Zaratustra. Lo que me hizo pensar en esto fue una imagen húmeda que descubrí mientras miraba hacia el techo de mi habitación e intentaba digerir las palabras de Nietzsche, avisando en la oscuridad de la memoria e invitándome a profundizar en ella. Entonces, quise conocer las razones que me habían hecho caminar sobre la cuerda floja e intentar mostrarme, primero ante mis ojos y, luego, ante la mirada de quien quisiera ver.

2

Cuando yo era niña, mi madre alguna vez me dijo que tenía talento para escribir al igual que mi abuelo, quien a sus sesenta años todavía guardaba sus tareas y los discursos que había redactado y pronunciado, todos excelentes, escritos con una caligrafía perfecta que siempre estuve muy lejos de emular. Mi abuela, por su parte, creía que yo tenía la habilidad innata para hacer que otros sintieran lo que yo, como si ese sentimiento fuera el batir de las alas de un pajarillo que no puede o no sabe volar y que, entre las manos, es imposible que pase desapercibido. Sin embargo, siempre creyó que debía ser dibujante, quizá porque en el fondo sabía que me haría bien mirar hacia fuera con mayor frecuencia, reconocer a los otros y, con ellos, algunas imágenes capaces de suturar. Pero no hice caso. Preferí las palabras cortantes, a pesar de sus deseos y de que yo realmente quería ser pianista. A menudo intentaba convencer a mi familia de las posibilidades que tenía si me dedicaba a eso, mientras les mostraba mis dedos largos y delgados, los cuales creía aptos para el oficio. Sin embargo, pronto supe que nunca podría serlo, cuando pedí un piano para Navidad y mi padre, que no sabía más que el lenguaje del silencio y los regalos, sólo pudo comprarme una pianola roja con teclas blancas que, al ser presionadas, emitían maullidos, mugidos, ladridos e, incluso, graznidos. El recuerdo de esos sonidos, con el tiempo se convirtió en aceptación; luego, en desinterés. Años después comencé a escribir con frecuencia para llenar ese silencio y otros tantos.

Intuía que esa decisión había sido producto de mi elección, únicamente para ocupar los ratos libres. Pero lo cierto es que, aunque escribir me gustaba casi tanto como leer, durante muchos años no tuve otra opción que dedicarme a ello. Leer y escribir, más que actos loables, al haberles dedicado tantas horas al día como hice en aquel entonces, o pruebas de buen carácter y una inteligencia peculiar, para mí han sido siempre una forma de sobrellevar el tiempo sin los otros, y la vida sin la posibilidad de recuperarlo junto a ellos.

Sin embargo, la necesidad de crear algo verdaderamente literario no surgió hasta que fue determinada por la muerte, tan disimuladamente que, aunque me percaté de la cadencia vital que se acoplaba al sufrir, no me di cuenta de la falta de libertad, no sólo en mí, a causa del dolor que penetra cada vez más hondo, sino también en la forma de expresarlo. Pues «el  hombre  libre  en  nada  piensa  menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida» (Ética, IV, LXVII).

La rigidez de los músculos, las pequeñas marcas sobre la piel, la hinchazón del cuerpo… Confieso que todo esto me inquieta. No puedo evitar entristecerme al pensar que los cuerpos que uno ama, y a los que ese amor ha conferido algo de sagrado, llegarán a ser tan sólo carne en descomposición. Ese sentimiento se expande, y a veces siento que me vuelve inerte; no es una tristeza común, sino una melancolía totalizadora, que afecta cada parte de mi ser. La única forma que he encontrado para escapar es tomar distancia, expresar, escribir.

Sin embargo, cuando reflexiono sobre la libertad de elegir y el libre albedrío, me doy cuenta de que, a pesar de la pérdida de mi abuelo, mi padre, mi abuela y, finalmente, mi madre, hasta hace poco mi pluma y yo seguíamos aferrados a la idea de que el universo comenzaba en nuestra percepción, y que mis actos surgían únicamente del fuero interno, con la única intención de alcanzar un fin. «Nunca, sino hasta ahora, se me acercó un niño y me miró hondamente con su boca».[6]  

3

Llegado este punto, estoy totalmente segura de que la imagen que mencioné hace algunos párrafos, acompañada por la ironía de Nietzsche, no es otra cosa que una manifestación de la soledad que el poeta defiende y aborrece al mismo tiempo, como si esta fuera la última torre desde la cual podemos avistar el mundo y sentir seguridad. También es algo que en algún momento percibe como su destino. Hablo del gotear del tiempo sobre el vacío, también de una niña en un fondo oscuro que se traga esa soledad infinitamente, esperando a mamá; y, quizá, también a todo lo que ella representa. Ahora entiendo que la poesía es eso, el vientre de la ballena, el agua que clama por la sed. Me pregunto cuántas conexiones habrá en el fondo de esta tendencia egoísta que me hace ser Ofelia tan sólo por algunos instantes para terminar matándola mientras escribo. Porque mirarme en su rostro azulado durante mucho tiempo me da miedo, aunque no tanto como el aumento de la insensibilidad en el proceso y, con este, de la necesidad de evaporar y transmutar su cadáver a través de emociones cada vez más intensas.

Pese a esto, y a lo retorcido que puedan parecer tanto la intención como sus frutos, quiero creer que hay algún sentido medianamente positivo en lo que acabo de expresar.

Dicen que «El poeta —el artista— ha de estar llamado por la vocación absoluta, por la conciencia de que se moriría si no escribiera, y debe aceptar esa exigencia vital sin preocuparse por lo que otros digan sobre lo que escribe».[7]

Esta necesidad es el lenguaje que practico, el lenguaje de las emociones, de la poesía. Como ya he dicho, del agua, que bien podría representar una tendencia curativa si se ve como un símbolo de purificación, de renovación, de vinculación con la tierra y el origen. Sin embargo, soy consciente de que considerar esta posibilidad también puede ser un engaño propiciado por la imaginación, principalmente porque, de alguna manera, me siento a gusto en medio de las emociones tristes que pueblan este texto y reafirman tal idea. Es posible que, de nuevo, haya caído únicamente en la opinión, identificando este afán de supervivencia como centro, en un intento por volver a tener el control, de estar en calma. Quizá allí esté el meollo del asunto. No podemos escapar del libre albedrío debido a la imposibilidad de estar conscientes en todo momento del entramado de causas (principalmente mientras sentimos con intensidad las pasiones derivados de la alegría y la tristeza), en la falsa sensación de bienestar y la resistencia a abandonar una estructura que nos tranquiliza y que, en cierto sentido, es un tipo de hogar. 

Supe, desde hace mucho tiempo, que habitar esos espacios desemboca en la literatura como un intento de defender su lado amable, incluso si esto significa mucho más que recorrer la mente con la naturalidad con la que se doblan las calles, deslizarse suavemente, como el sentimiento evocado en Blue in Green o romperse la cabeza contra la pared hasta no ver otra cosa que el reflejo deformado en los adentros; pero, lo cierto es que nunca me había puesto a pensar en los fantasmas de mis seres queridos y de los actos de amor que la imaginación hace ver como presentes, aunque no lo estén, y que, al igual que Oz, se esconden tras una cortina junto con otras miles de causas posibles, creando ilusiones, puentes entre ese mundo y el otro, en donde ya no soy una niña en busca de un hogar, sino algo parecido a una trapecista en sus treintas.

Esa soledad produce no sólo fantasmas, sino también monstruos. Tiene los ojos muy grandes, teme y me abraza con sus brazos desechos. A veces, convertida en niña, quisiera hacer algo más que leer, esperar y confiar al cuidado de un dios temible e ignoto que conocí desde muy temprano, con el ceño fruncido, la barba infinita y muy blanca, cualidades que representan para mí conceptos igualmente extraños: sabiduría y eternidad, a pesar de que conozco bien la sucesión ilimitada de afectos, paredes y sombras.

Cuando escribe, esa niña sigue pretendiendo ser más fuerte que él, que la vida misma. Mientras crea, se concentra en construir un dios muy diferente del rey supremo que hemos imaginado, casi tan mezquino como nosotros, así como de la naturaleza de Spinoza: «un dios que algún día llegará», un ambiguo sentir[8] de bordes afilados que se desliza entre el miedo y la esperanza.

[1] Rojas, S. «La memoria y sus representaciones en Spinoza». Ingenium, 2016, 10, 161-177.

[2] La imaginación.

[3] La sustancia.

[4] Spinoza, B. Ética. Alianza Editorial,  2018.

[5] Deleuze, G. Spinoza: filosofía práctica. Tusquets, 2021.

[6] César Vallejo, Hallazgo de la vida.

[7] R.M. Rilke, Cartas a un joven poeta. Alianza Editorial, 2012.

[8] R.M. Rilke, Cartas a un joven poeta. Alianza Editorial, 2012.

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