Muebles / Isabel Cienfuegos

Ha llamado al timbre del portal. Mira el anagrama junto al cuarto piso, una flor o una rueda. Un símbolo como en los tatuajes. Hay también una palabra que sugiere asistencia, o algo así. En el resto de los pisos sólo ve números al lado del botón.

      —¡Abre! He traído los muebles —le dice a la rejilla. Suena vacío al otro lado. Tarda en llegar una respuesta.
      —Espera. Bajarán a recogerlos.
      No está segura de que haya contestado su hija. El tono decidido, nuevo ahora, y la voz, podrían ser los suyos. No le han dicho que suba.
      El calor la golpea; un empujón que casi la derriba. ¿Qué hace ella aquí, un domingo de agosto, a la hora de comer? Arde la fachada de ladrillo, el aluminio en el portal, tan feo. Una sábana cuelga de la ventana, con el mismo dibujo y una frase pintada en rojo y negro. «Centro Social Okupado».
      Allí vive. Su niña. Por eso ha ido. Para intentar verla. Verla y hablar, saber. No pretende otra cosa. Bueno, comer con ella, eso sí lo ha pensado. Quizá pasar la tarde. Tiene una cena luego. Para ahorrar tiempo, por si acaso, ha venido preparada. Un vestido de seda y maquillaje, sin el que ya no sale. Ahora, con el calor, nota pegajosa la cara.
      El calor de estos barrios donde no corre el aire. Barrios como los de su infancia, en los que trabajaron sus abuelos, que abandonaron sus padres y que su hija nunca había pisado; niña de escaparates y de facultad. Pero no quiere darle vueltas. Pasó el tiempo de las discusiones. Ya sólo quiere verla, sólo eso.
      Para ello ha urdido la trama de los muebles; algo práctico que le ha hecho llegar por conocidos. Le ha dicho que pensaba tirarlos. Así, como desechos a reciclar, los ha aceptado. Pero ha sido muy ingenua. Recibirlos de mano de su madre no estaba en el trato.
      Y aquí está, con la mesa metálica de picnic y las sillas plegables dentro del coche. Viejos muebles de su propia infancia, que un día significaron prosperidad. Salir en coche, comer en el campo los domingos. Ella se los llevó al casarse, pero nunca los utilizó. Hasta hoy, para esto. Esto, que no ha valido de nada. Se siente estúpida con la bolsa de plástico, en la que se recuece un pollo asado que acaba de comprar. Metal y pollo.
      El calor rebota entre fachadas. Silencio de la calle sin comercios ni bares. Quizá la gente duerma. ¿Cuánto tiempo va a tener que esperar hasta que bajen? Otros, que no serán su hija, extraños.
      Podría ir sacando los muebles del coche. Ahora, le apetece terminar de una vez. Quiere irse a un lugar civilizado, en donde corra el aire. Al ático donde esta noche cenará con amigos, o al centro, lejos de este olor a miseria. ¿A qué juega su hija? ¿Qué pretende? ¿Y con quién?
      En el portaequipajes, la mesa se ha encajado. Tira furiosa, se araña, logra hacerla salir. Saca también a empujones las sillas, y una botella de agua. Deja todo en el suelo. Cierra con un portazo. Quiere llorar, pero no piensa hacerlo. Toma aire, bebe un sorbo. Ya está mejor. Va a dejar todo en el portal y va a largarse. La mesa lo primero. Desplegada en medio de la acera, con la bolsa del pollo encima, sigue inestable y coja, igual que cuando la estrenaron. Desfallece y la furia se aplaca. Abre una de las sillas. Cruje. La lona está muy vieja, quizá no la sostenga. Se tiraría el agua encima para refrescarse, pero no puede ser, la pintura de ojos no iba a resistir. Toma un trago. Va a ponerse mala si no se marcha pronto. Bebe otra vez. Si la dejasen entrar en el portal. El pollo se está recalentando. Abre un poco, retira la tapa de cartón. Un pollo comprado en cualquier parte. Ni bien ni mal. Se dejará comer. Cómo se lo reprocharía su madre. Gastar dinero así. Ella ofreció pollo al ajillo, riquísimo y mucho más barato, en esta misma mesa, mientras su abuela le acusaba también de manirrota por desechar las patas, con las que ella hacía un guiso delicioso. Pollo y reproches.
      No sabe si reír o llorar. Se siente culpable sin saber bien de qué. Vencida y sudorosa. Ha empezado a comer sin darse cuenta, con las manos, y gotea la grasa alrededor. No ha oído salir a las mujeres. Una es mayor, o lo parece. Gruesa, muy seria, envuelta de la cabeza a los pies en negro. A su lado, una joven lleva también cubierta la cabeza, pero con un pañuelo rojo, alto y coqueto como un tocado de princesa, ojos muy oscuros de kohl, y vaqueros ceñidos, decisión en los gestos, y que la interroga.
      —¿Son los muebles? —le dice, con acento extranjero, señalando, impaciente.
      Pero a ella no le apetece contestar. Bebe agua, muerde de nuevo el pollo. Acaso debería levantarse, pero no. La chica empieza a recoger las sillas. Hay un fino desprecio en la forma en que se recoloca, impaciente, el borde del tocado. Hasta que la mayor toma por el brazo a la joven y la frena. Abre una silla y se sienta a compartir la mesa. Toma un ala del pollo. Mastica saboreando muy despacio. Roe la piel, los huesecillos, mientras que le sonríe tranquila, dispuesta a compartir la tarde.

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