Hamburgo, Alemania, 1940. Este es un fragmento de Morenga (Deutscher Taschenbuch Verlag, 2000).
Al otro lado de la rompiente
El veterinario en jefe Gottschalk fue cargado a tierra por un negro. Afuera, antes de donde rompen las olas, ancló el Gertrud Woermann. Unos negros kru habían llevado a remo a los soldados a través de la rompiente. En la orilla había curiosos, entre ellos muchos soldados; también se podía distinguir, con sombrillas en las manos, a algunas mujeres. A Gottschalk le recordó un balneario, Norderney, donde alguna vez había estado de vacaciones. Los vendajes blancos de los heridos eran lo único que perturbaba esa impresión. Cuando la lancha encalló en la arena, Gottschalk había trepado en la espalda de uno de los negros que esperaban ahí. El hombre llevaba tan sólo unos pantalones de vestir deshilachados. Gottschalk sintió la sudorosa negra piel, olía a sudor agrio. Le dio asco. Con un suave giro fue depositado sobre la arena.
Gottschalk se encontró en tierra africana. Creyó que el suelo se tambaleaba bajo sus pies.
Casi tres semanas atrás, Gottschalk había embarcado en Hamburgo en el Gertrud Woermann. La tarde del 28 de septiembre de 1904 se había desatado una persistente llovizna. Los caballos ya estaban a bordo, protegidos, en la bodega delantera. En la popa desaparecían aún cajas de municiones, piezas de artillería y provisiones. A las 18:30 horas aulló con una cauda blanca la sirena de vapor. Los visitantes tuvieron que desembarcar. Las escotillas habían sido apuntaladas ya, y revestidas con una lona impermeable. Abajo, en el muelle, había cientos de personas, parientes, amigos, curiosos, de quienes, ahí arriba en la cubierta del barco, sólo se podían ver los negros paraguas. Los padres de Gottschalk le habían escrito que se encontrarían en el dique de Gluckstadt para hacerle señas de despedida, y que él debía hacer lo mismo desde la embarcación, de preferencia con un mantel blanco. Una banda de música de la 76 había subido al muelle y tocaba marchas. El piloto subió a bordo. La escalerilla fue arriada, y de pronto hubo en el barco un retumbo sordo que se reiteraba a intervalos regulares y que ahora habría de perdurar casi tres semanas, una ligera vibración de los tablones de la cubierta, el golpeteo de una correa. De la chimenea brotaban negras nubes de humo que, con la calma del viento, y puesto que el barco aún no avanzaba, eran empujadas por la lluvia sobre la cubierta. Pequeños residuos grasosos de tizne se pegaban a la capa del uniforme gris de Gottschalk, y al tratar de sacudírselos le dejaron franjas negras. Y sólo ahora, cuando las amarras ya habían sido soltadas, cuando la banda de música tocaba una melodía tradicional para las despedidas, ante esa negra bandera de humo que, lentamente, tiñendo todo de hollín, se cernía sobre el barco, Gottschalk tuvo el repentino deseo de desembarcar. Allá se estaba librando una guerra que a él, estrictamente, en realidad no le importaba. ¿Cómo había llegado a la descabellada idea de registrarse de manera voluntaria? Por otro lado, los últimos días se había sentido contento de marcharse al Suroeste. En aquel lugar, mientras que en Alemania los días se volvían más cortos y más fríos, empezaba el verano. Desde su infancia, a Gottschalk se le repetía un sueño: no había verano. O bien se había quedado dormido todo ese tiempo, o bien, por motivos inexplicables, el verano no había llegado. Los oficiales y el personal de la tripulación en la cubierta gritaron tres veces un ¡hurra! al emperador. Gottschalk se oyó a sí mismo gritando tres veces ¡hurra!
Dos remolcadores arrastraron al barco de vapor fuera del muelle hasta el río. Sólo de manera borrosa se divisaban las luces del crepúsculo lluvioso y gris del camino de Ovelgonner que corre a lo largo de la orilla. Ahí los remolcadores liberaron las amarras e hicieron aullar sus sirenas en son de despedida.
Hacia las 22 horas el barco pasó por Gluckstadt. Gottschalk estaba solo en la cubierta del barco. La lluvia había aumentado, y también había empezado a soplar un ligero viento del Noroeste. Lo único que Gottschalk pudo identificar a través de la lluviosa oscuridad fue el fanal de Gluckstadt. En algún lugar en esa dirección se encontraban sus padres en el dique, con sábanas blancas. Tal vez ni siquiera habían sido capaces de distinguir las luces del barco de vapor.
Durante la travesía, Gottschalk tuvo que compartir una cabina con el médico en jefe, el doctor Haring, y con el veterinario asistente Wenstrup. El médico en jefe Haring, inmediatamente después de que el sobrecargo le asignara la cama, había colocado un cuadro sobre la única mesa de la cabina. La fotografía mostraba —como le explicó a Gottschalk— a su esposa y a sus hijas Lisa y Amelia. Ya el primer día de viaje Gottschalk se enteró de las intrincadas relaciones familiares de los Haring. Haring se había casado con su prima que, sin embargo, en sentido estricto no era en realidad su prima. Su tío había adoptado a la muchacha. A la pregunta de Haring de por qué él, Gottschalk, aún no se había casado, Gottschalk respondió que todavía no encontraba a la adecuada.
Wenstrup no participaba en esas conversaciones, ni siquiera cuando una vez Haring hizo el intento de incluirlo, mediante el comentario de que con la mala iluminación de la cabina era fácil estropearse los ojos. Y es que casi siempre Wenstrup estaba echado en la cama, leyendo.
A Gottschalk le hubiera gustado saber el título del libro que Wenstrup leía. Pero el libro estaba en un forro de piel de serpiente, y no quiso preguntar.
Él mismo había traído consigo para la travesía tres libros. Un libro de texto de inmunología, un manual de botánica sudafricana y una novela de Fontane, El Stechlin.
Con la costumbre de leer, Gottschalk, en sus inicios con su viejo regimiento, se había hecho merecedor de las bromas de algunos oficiales. Una ocasión lo encontraron, era incluso durante una maniobra, sentado bajo la sombra en la rueda de un carro, y en las manos un libro. Lo que lo salvó de habladurías de que era un tipo peculiar fue que minimizó el acto de leer como un mal necesario, ya que tenía que ponerse al corriente de los sucesos científicos. Pero por supuesto no se pudo ocultar que también leía novelas, que además eran novelas contemporáneas.
Gottschalk gozaba de la reputación de poder volver a poner sobre sus patas incluso a caballos con cojeras graves. Oficiales de tropa que creyeron que ese doctor de caballos les lamía las botas casi siempre se llevaron penosas sorpresas. El mayor Von Consbruch, durante las maniobras para el emperador, vociferó luego de que Gottschalk le recomendara tratar con cuidado a su caballo cojo. Más tarde, cuando las baterías entraron a galope, el mayor, en medio de la acción, tuvo que cambiarse a uno de los caballos de reserva que llevaban. El jefe del batallón galopando detrás de sus tropas no era una imagen positiva. Por ello recibió una reprimenda del general comandante en persona. De casos así corría la voz, sin que Gottschalk hiciera ningún alarde de ello.
Reglamento para saludos
En los barcos, a un superior se le saluda solamente una vez al día, la primera vez que se le ve. Un veterinario asistente tiene que saludar a un veterinario en jefe llevando la mano a la visera de su gorro, o bien al ala de su sombrero. La misma manifestación de saludo debe hacer un veterinario en jefe frente a un médico en jefe. Estos tres grados de servicio, a saber, veterinario asistente, veterinario en jefe y médico en jefe, deben efectuar primero ante cualquier teniente la manifestación de saludo arriba descrita.
El Gertrud Woermann había pasado ya el Canal de la Mancha, cuando por primera vez Gottschalk llegó a hablar con Wenstrup de cosas personales.
El viento había aumentado considerablemente, y hubo las primeras víctimas de mareo. Wenstrup le ofreció a Gottschalk una píldora contra el mareo. Gottschalk contó que había crecido en Gluckstadt, por así decir con barcos a la puerta de la casa. Su padre tenía ahí una tienda de productos coloniales y su abuelo materno una lancha para pescar arenque. En sus vacaciones escolares, varias veces había navegado a vela con él al banco de Dogger.
Dios nos proteja del fuego en alta mar, era una frase consabida que el abuelo de Gottschalk soltaba en cualquier oportunidad en un alto alemán más bien obtuso.
Wenstrup dijo que era berlinés, o sea una persona de tierra firme, y había traído consigo el medicamento como precaución.
De lo que sólo después cayó en cuenta Gottschalk fue que Wenstrup nada más a él le había ofrecido el medicamento contra el mareo, y no al teniente Von Schwanebach, quien iba severamente mareado, ni tampoco al jefe del convoy, el capitán de caballería Von Tresckow.
Durante el desayuno, Von Tresckow había afirmado que los del cuerpo de caballería no empalidecían tan fácilmente, ya que había demasiados paralelismos entre los caballos y los barcos. No se presentó al almuerzo. Por la tarde estaba en la cubierta de la embarcación, aferrado al barandal de borda, con la vista fija en la distancia. Alguien de la tripulación del barco le había dicho que eso servía. Su monóculo se balanceaba descuidadamente colgando de su cordel, y golpeaba cuando el barco recalcaba, produciendo un tintineo con un tubo de acero. Poco antes de la cena entró Wenstrup a la cabina y le dijo a Gottschalk que si quería pasar por los retretes, ahí podría formarse una idea de la fuerza de combate de la caballería de guardia.
Gottschalk encontró en el suelo, abrazando la taza del inodoro, con el rostro verde sobre el borde de porcelana blanca, al capitán de caballería Von Tresckow. Cuando Gottschalk le preguntó si podía ayudarle, Tresckow respondió: Gracias, camarada. Ni siquiera alzó la cabeza.
En el diario de Gottschalk aparecen durante el lapso de la travesía casi únicamente las anotaciones diarias de los grados de longitud y de latitud, además de datos estándar del clima: nublado, encapotado, soleado, lluvioso. Sólo en tres días fueron hechas anotaciones algo más extensas.
Entrada en el diario de Gottschalk del 8 de octubre de 1904
Trópico de Cáncer. En cubierta se montaron toldos. Por todas partes hay pelos de caballo. Por el cambio de clima los animales están perdiendo su pelaje invernal.
10 de octubre
Es de noche, justo sobre el horizonte: la Cruz del Sur. Ganas de estar a solas, pero en vez de eso, conversaciones cuidadas y previsibles en el comedor. Una sensación de estar atado por dentro. W. simplemente guarda su distancia.
13 de octubre
El barco atraviesa el ecuador. Al mediodía, justo a las 12, estando de pie uno podía cubrir su sombra con una gorra.
Wenstrup, quien se había dejado crecer toda la barba, a causa del ritual del cruce de la línea tuvo que dejar que un ayudante de Neptuno (representado por el sargento Ro., un viejo soldado colonial) lo rasurara con un enorme cuchillo de madera.
Durante el acto Wenstrup puso una cara de tal solemnidad, que parecía que estaban a punto de cortarle la cabeza. Todos rieron. También yo.
Una vez le preguntó Wenstrup a Gottschalk por qué se había registrado voluntariamente para ir al Suroeste. Gottschalk le respondió: Por diversos motivos.
Una fotografía: Gottschalk, vistiendo un raído uniforme caqui, una gorra con visera en la cabeza, está sentado frente a un vagón de entrenamiento. De la rueda de madera tan alta como una persona a la derecha en la imagen se pueden apreciar cuatro de sus rayos. Gottschalk tiene recargado el brazo izquierdo sobre una mesa de madera. Encima de esa mesa hay: una cantimplora, hojas de papel, lápices, una navaja de bolsillo y un cuaderno con forro de hule (su diario). Ojos oscuros, una barba oscura que de manera evidente se la había dejado crecer sólo unos días atrás, la boca con una curvatura amable. Una foto del recuerdo para los de allá en casa en Gluckstadt, así fue como posó para el fotógrafo. Se podría creer que al mirar a la cámara está conteniendo el aire.
A qué se dedica, por cierto, su padre, preguntó durante la cena el teniente Von Schwanebach.
Es comerciante de mercancías coloniales.
En la mesa hubo risas. Se creyó que Gottschalk se había permitido hacer una broma.
La balanza colgaba del techo encima de la mesa de la tienda. Cuando su padre pesaba cien gramos de azafrán, utilizaba pesas de cobre, que de diversos tamaños se insertaban igual que macetas pequeñas una en la otra. Lo que para el pequeño Gottschalk resultaba incomprensible, era que tantos dátiles, higos, bananas secas y almendras no se los podía uno comer así nada más, cuando uno tuviera ganas. (Lo cual sus compañeros de juegos nunca se lo quisieron creer.) Su madre tenía que negociar primero con su padre cuando necesitaba algo para cocinar. Las cantidades extraídas se anotaban en un cuaderno contable. Existía una frontera invisible entre la tienda y la vivienda en el primer piso, a la que sólo se podía llegar por una estrecha escalera desde la tienda. Para abajo aplicaban otras reglas, más severas, que para arriba, y al pequeño Gottschalk se las inculcaron de manera drástica luego de que alguna vez sacó un puño de almendras de un frasco de vidrio en un estante. Lo que ahí en la tienda se exhibía y se guardaba en recipientes de vidrio, costales y cajas, únicamente estaba esperando a ser pesado una sola vez algún día, para ser trocado por el propietario a cambio de monedas. Se hubiera dicho que la familia vivía de la espera.
El 11 de octubre el Gerturd Woermann ancló en Monrovia. Un secretario de la embajada subió a bordo con la noticia de que en el Suroeste los hotentotes se habían alzado. Eso será entonces llegar a lavar los platos sucios, dijo un primer teniente.
Quince negros kru fueron llevados a bordo. Su trabajo sería, al llegar el barco de vapor a Swakopmund, trasladar a los soldados a tierra en lanchas de remos. El médico en jefe Haring recibió la orden de examinar a los negros, que debían ser instalados en la proa.
En sentido estricto, un trabajo para nuestros dos veterinarios, dijo el teniente Schwanebach. Todos rieron, excepto Wenstrup. (Dr. Haring: Al hombre le falta sentido del humor.) A Gottschalk le pareció que él mismo había reído demasiado con los demás. En sentido estricto, no había tenido en absoluto ganas de reír.
Seis días después arribó el vapor a Swakopmund. En la noche oyó Gottschalk fuertes aplausos y luego el chirrido de la cadena del ancla. Pero fue otra cosa lo que lo despertó. Necesitó un momento hasta que lo supo: faltaba el zumbido con el repetitivo golpeteo, la ligera vibración de tablones, de las paredes de la cabina y de la armadura de la cama. Gottschalk consideró salir para dar un vistazo a la costa. Pero cuando oyó voces en la cubierta del barco y vio que el médico en jefe Haring ya estaba afuera, se quedó acostado.
Cuando a la mañana siguiente salió, para su sorpresa se encontró en una lechosa y densa niebla. Ni siquiera podía divisar la popa del barco. Sólo el rítmico murmullo y bramido de las olas rompiendo en una orilla indicaba hacia dónde quedaba la costa. Hacia las once horas se disipó la niebla. Un desértico paisaje de tonos marrones y grises apareció.
En la costa había dispersas algunas casas de ladrillos, barracas, chozas de lámina, carpas. Ninguna palmera, ningún árbol, nada verde en absoluto. A pesar de que Gottschalk sabía qué tipo de paisaje le esperaba, se decepcionó.
Luego de que los negros kru hubieron transportado a tierra firme a los soldados en botes de remos, fueron cargados los caballos. Uno por uno se les izó desde la bodega mediante cinchas con el cabrestante de borda, y luego se les soltó en lanchones de madera. Los lanchones fueron arrastrados por una barcaza de vapor hasta cerca de la rompiente, donde el equipo de apoyo, con ayuda de chasquidos de látigo, impulsó a los caballos al mar. En manadas nadaron a tierra firme.
Wenstrup llegó con el último bote. Había supervisado desde la borda la descarga de los caballos. Cuando el bote encalló en agua somera, se pudo apreciar que iba descalzo. Rechazó que un negro lo cargara. Con botas, espada y calcetas en las manos, vadeó hasta tierra firme.
El capitán de caballería Von Tresckow, quien estaba junto a Gottschalk observando a los caballos, los cuales estaban por todas partes, alborotados, y a los que las cuadrillas de las caballerizas poco a poco iban juntando, dijo: Los jamelgos podrán golpear y morder cuanto quieran: al final, no obstante, estarán al frente de un carruaje, y tendrán un cochero o un jinete que los conduzca con riendas y con látigo.
En Swakopmund, Gottschalk se enteró de que no iría a la Sección Norte, a Hererolandia, como estaba previsto, sino que había sido adscrito a la 8ª Batería, en el Sur.
En el Sur todo se ve bastante sombrío, dijo el teniente primero Ahrens.
Dos locomotoras jalaban al tren de vía estrecha a través del desierto. Gottschalk hubiera podido correr cómodamente junto al tren, de no haber sido por el calor. Estaba sentado igual que los demás en costales de avena. Por encima del vagón abierto con las provisiones habían instalado una lona como protección contra el sol.
Tan solo el capitán de caballería Tresckow llevaba puesta todavía la chaqueta del uniforme, y al cinturón, su pistola.
¿Querrá aquel montar la locomotora?, le había preguntado Wenstrup a Gottschalk cuando partieron, señalando la fusta del capitán de caballería. Gottschalk hizo como si no hubiera entendido. Más tarde, el tren había partido ya, salió a relucir, sin embargo, que la empuñadura de la fusta tenía instalado un pequeño encendedor de oro. Un aditamento especial de una fábrica de látigos en la región de Algovia.
Muy cómodo, dijo Tresckow, y eso mismo, cinco meses después, también lo habría de decir un hotentote, cuando, luego de un combate entre patrullas, encontró dicha fusta.
Cómodo porque, todavía justo antes de un ataque, uno podía encender un cigarrillo sin tener que hurgar un rato en las bolsas. Gottschalk se había puesto en la puerta abierta del vagón. Tenía la esperanza de que el viento del trayecto trajera algo de fresco. Era como si estuviera sentado frente al fuego abierto de una caldera. Afuera, en el calor vibrante, había una planicie árida, carente de plantas, en la cual destacaban de cuando en cuando peñascos escabrosos, y a veces, como si los hubieran esparcido por ahí, extensos cantizales.
Traducción del alemán de Gonzalo Vélez