Montañas de sal

Naief Yehya

Ciudad de México, 1963. Uno de sus libros más recientes es Las cenizas y las cosas (Literatura Random House, 2017).

La reunión

El licenciado Ortiz Infante, secretario de Salud de la República, me dio cita finalmente. Había tratado de conseguir una audiencia desde el 8 de agosto y me seguían posponiendo el encuentro. Al fin recibí una llamada de su secretaria.

—¿Doctor Piña Barrientos?

—Sí, dígame.

—Le llamo de la oficina del licenciado Ortiz Infante. Tiene usted una cita de diez minutos, mañana a las 11:35, con el secretario de Salud.

Le agradecí y corrí a organizar mis papeles. Al día siguiente me presenté puntualmente a la cita en su sala de espera. Más de dos horas más tarde llamaron mi nombre. Entré a la oficina. El secretario miraba papeles y apenas balbuceó un …nosdías.

—Dígame, ¿en qué puedo servirle? —dijo al fin con una inconfundible mueca de que no tenía la menor intención de servirme para nada.

Miró su agenda entonces para saber quién era carajos era yo. Abrió un poco los ojos y me miró por primera vez.

—¿Así que es usted biofísico, experto en agua? —preguntó.

—Sí. Y como sé que usted está muy presionado por el tiempo voy al grano.

—Me parece muy bien —dijo mirando su reloj.

—El problema del agua en la ciudad es irresoluble por cualquiera de los métodos convencionales y los modelos estudiados ofrecen perspectivas por demás pesimistas si no apocalípticas, como usted sabe.

Hizo una mueca de exasperación.

—La situación es desesperada. No tenemos tiempo de lamentaciones ni análisis de los fracasos del pasado —dijo.

—Lo sé. Desde la perspectiva de la supervivencia y, muy importante, la urgencia electoral es necesaria una solución inmediata. Y eso es precisamente lo que vengo a proponer.

Me miró con la desconfianza y el fastidio de quien ha tenido que lidiar con demasiados charlatanes.

—Estoy seguro de que muchos le han propuesto soluciones milagrosas. Yo tan sólo quiero preguntarle: si no es posible aumentar las reservas de agua ¿qué otro factor podemos modificar?

Agitó las manos desorientado como diciendo: ¿Qué carajos voy a saber yo?

—Las reservas en cuestión.

—¿Cómo?

—Lo que podemos modificar es la imperiosa necesidad de beber agua dulce para subsistir. El problema del agua no es exclusivo de nuestra ciudad ni de nuestro país. Es, como usted sabe, una catástrofe planetaria aparentemente irresoluble. Al mismo tiempo, el calentamiento global está haciendo que ciertas ciudades costeras e islas estén en peligro de ser devoradas por los océanos.

Veía su reloj impaciente.

—Con mis colegas del laboratorio Aquavórtex pensamos que un problema puede solucionar otro y hemos desarrollado la tecnología para dejar de contar con las muy limitadas reservas de agua dulce y concentrarnos en la explotación de la inmensa abundancia de agua salada. Así podemos incluso aprovechar el aumento en los niveles de los océanos causado por la crisis climática.

—La desalinización, aun en sus versiones más económicas, es incosteable. Eso lo debería saber usted.

—Lo sé. Por eso no vamos a cambiar al agua sino al consumidor.

—¿Qué cosas dice? Por favor. No me haga perder mi tiempo.

Abrí mi portafolios y saqué mis papeles.

—Hemos desarrollado la tecnología para hacer que los humanos podamos beber agua de mar con completa seguridad. Consiste en implantar un filtro de sodio y otras sustancias nocivas, con su propio sistema automático de desecho de sal. Aquí le presento la forma de solucionar la principal ironía cruel de la existencia: depender del agua dulce en un planeta inundado de agua salada.

Le mostré el diagrama del filtro y los bocetos de cómo debía ser implantado en el cuerpo humano.

—El agua de mar tiene en promedio treinta y cinco gramos de sal por litro, nuestra sangre tiene tan sólo nueve gramos por litro. El hecho de que sea cuatro veces más salina causa que, al ingerirla, tengamos un incremento de sodio en el torrente sanguíneo que afecta el equilibrio al interior de nuestras células. Esto provoca desórdenes en el cerebro y otros órganos. Obviamente, los riñones no son capaces de desechar todo ese sodio, ya que para hacerlo necesitarían más agua de la que fue ingerida y eso causaría deshidratación —hablaba lo más rápido posible para evitar que se distrajera.

—Eso lo sabe todo mundo. Ahórrese las lecciones de biología de secundaria.

—Lo que no todo mundo sabe es que, con ciertas modificaciones corporales, podemos convertir a cualquier humano en un ciborg capaz de beberse el mar.

—Bueno, le agradezco haberse molestado. Vamos a considerar su propuesta y lo llamaremos.

—Licenciado, estos cambios mediante implantes que nosotros podemos ofrecer a una buena parte de la población son la única alternativa para salvar la ciudad. Tenemos tiempo de poner en acción un programa, antes de que comiencen la inquietud social, los disturbios y la violencia. Además, muy importante, podemos hacerlo dentro de los tiempos del calendario electoral para que su gobierno pueda obtener el reconocimiento.

—¡Es una insensatez! ¿Cómo se le ocurre que vamos a estar implantándole filtros a la población? He oído propuestas imbéciles, pero la suya es de campeonato —dijo al fin casi a gritos.

—Escúcheme, por favor. Esto puede ser la solución que salve a esta ciudad muerta de sed y de paso que asegure la elección de su partido. Aquí están las cifras. El dispositivo ha sido probado extensamente, puede implantarse a cualquier persona de entre cuatro y ochenta años, con que tenga una salud medianamente correcta. El costo del aparato es muy bajo y la cirugía se puede realizar en cualquier clínica por cirujanos con una preparación básica.

—Aunque lo fuera, ¿cómo cree usted que puedo yo presentar un programa semejante al presidente, al gobierno y a la población?

—Como la única opción para aprovechar esta desgracia por el bien del partido, del país y del planeta.

—Está usted loco —dijo, pero tomó los documentos y comenzó a revisarlos.

—Vine con usted antes que con nadie, pero no dude que hay otros interesados en el sector privado y en la oposición que verán con interés convertir el noventa y siete por ciento del agua de la Tierra en agua bebible.

—Aún si esto pudiera funcionar, habría que pasar por largas pruebas clínicas, años de preparación e investigación, no se experimenta con humanos así nada más. ¿A qué se refiere con que se ha probado extensamente?

—Hemos hecho docenas de pruebas en sujetos humanos, corrido miles de simulaciones y empleado sistemas de inteligencia artificial que tan sólo han corroborado nuestros resultados. En un par de meses, con el presupuesto mínimo requerido, podemos crear un programa piloto de una población ciborg de cuarenta mil personas. Ellas podrán ser nuestras mejores promotoras. Después podremos modificar a cientos de miles y a millones.

Ortiz Infante se quedó mirando los documentos con las manos en la cabeza.

El programa

Sin duda, tuvimos suerte de poder aprovechar ese momento de transición y crisis política para lograr que la tecnología que habíamos desarrollado fuera adoptada como política pública. De no haber sido por eso hubiera sido muy poco probable que una iniciativa tan atrevida fuera aprobada y adoptada por las más altas esferas. De cualquier manera, fue una sorpresa cuando recibí aquella llamada de la Secretaría para anunciarme que se pondría en efecto el programa Aquaciborg.

El equipo de comunicación de la Presidencia de la República lanzó una agresiva ofensiva propagandística que creó en pocos días. La oposición fue tomada por sorpresa, no tenían idea de lo que el gobierno estaba ofreciendo en términos de tecnología y menos de que tuviera la osadía de lanzar un programa semejante.

«¿Alguna vez has soñado con poder beberte el océano? Ahora es posible», era el inquietante lema con que se promovía de forma constante el programa en todos los medios. La televisión, los sitios de internet, la radio y los espectaculares callejeros de las ciudades del país lo anunciaban obsesivamente. Mientras, el equipo técnico de nuestro laboratorio trabajaba con un despacho de ingeniería médica para llevar a cabo la fabricación del dispositivo que diseñamos y un equipo médico preparaba a los doctores y personal de salud que se encargaría de realizar los implantes. En poco tiempo teníamos los prototipos listos y a los primeros voluntarios para ser pioneros de una nueva era, de una nueva relación con el agua y el planeta.

Las primeras cirugías fueron exitosas. En pocos días los sujetos ya estaban bebiendo agua con alta concentración salina y desechando sin problema ni molestias el sodio. El éxito parecía rotundo. Grupos de activistas religiosos y de derecha comenzaron a quejarse escandalosamente de estos experimentos que «nos arrebatarán la humanidad» y pregonaban que «el cuerpo es sagrado». Otros se quejaban de los inevitables efectos secundarios que tendría «semejante imposición en el organismo», pero hasta entonces todo seguía avanzando. El pragmatismo derrotaba a la ideología y a la fe. Los desafiantes pioneros aquaciborgs bebían agua salina frente a las cámaras de los medios. Más y más gente se anotaba en la lista de espera para ser transformada. Se abrió una lotería para ofrecer la operación, lo que desató verdaderos tumultos. Todo mundo quería ser parte de la revolución acuática. Cientos de miles fueron modificados en un parpadeo. Era la transformación biosocial cibernética más grande de la historia humana desde la invención de las vacunas. Las naciones nos miraban con curiosidad y envidia. Entonces mi única preocupación eran las montañas de sal que comenzaron a aparecer en todos los barrios, pero pensé que eso se iría resolviendo e incluso aprovechando, probablemente para fabricar baterías. Lo que no esperaba fue la aparición de redes clandestinas que ofrecían la operación con dispositivos piratas. La Marina, que estaba a cargo de las aduanas, encontró cargamentos de contrabando de implantes desalinizadores falsos provenientes de China e India. Pudimos revisar algunos de ellos. Varios funcionaban bien y cumplían con los requerimientos de calidad necesarios, otros eran parcial o completamente inservibles. Me reuní con gente de la Secretaría de Salud para que pusiera mayor presión en las aduanas con el fin de impedir la entrada de dispositivos falsos, así como tratar de acabar con las clínicas y puestos de modificación corporal clandestinos que operaban cada vez con más descaro y no eran un secreto para nadie. La propia Marina estaba traficando con el equipo requisado.

—Tan sólo queremos que se advierta al público de los riesgos que implican estos aparatos y las consecuencias no sólo personales y a la salud individual, sino al programa en general —le dije al secretario en su oficina.

—No se preocupe, doctor, lo tenemos bajo completo control. Todo va operando como fue planeado —respondió Ortiz Infante, quien por entonces me había dado el número de su celular personal y contestaba mis llamadas.

—Pero las instalaciones ilegales de dispositivos se están multiplicando. Hemos tenido reportes de toda la República y aquí en la capital es una cosa masiva.

—Mi amigo, si nos manifestamos como usted quiere vamos a causar pánico y a dañar nuestra propia credibilidad.

—Pero piense en las consecuencias…

—No se preocupe —me interrumpió—. Nosotros nos encargamos de la protección del público y del éxito del programa Aquaciborg. —Se puso de pie y con una sonrisa me señaló la puerta, aunque yo seguía intentando explicar.

Tiempo de elegir

Finalmente llagaron las elecciones y, como se esperaba, el partido en el poder triunfó de manera abrumadora. El programa Aquaciborg fue fundamental para obtener ese resultado. La oposición estaba hecha pedazos. Nunca pudieron contraponer ninguna estrategia para resolver el problema del agua. Los funcionarios celebraban su triunfo ostentosamente. Mientras tanto, los reportes de hospitalizaciones y muertes por infecciones causadas por los implantes, así como por exceso de sodio, aumentaban de manera alarmante. Al principio eran unos pocos casos aislados, pero en semanas teníamos números aterradores, astronómicos. Tardamos en enterarnos porque el gobierno había mantenido esa información como un secreto de estado, pero llegó el momento en que fue imposible seguirla ocultando. Todo mundo conocía a alguien o a muchos que habían tenido efectos negativos causados por los implantes. El informe que recibí señalaba que se trataba de víctimas de dispositivos piratas y falsificados. Inicialmente sentí una especie de alivio, aunque de cualquier manera éramos responsables de la creación del programa, por lo que no podíamos deslindarnos por completo de lo que esto representaba. Sin embargo, sentí curiosidad por las víctimas y comencé a revisar aleatoriamente algunos casos. Fue entonces que descubrí que un gran porcentaje, más del cincuenta por ciento de las personas de una lista, tenían nuestro equipo y habían sido modificados en clínicas autorizadas. Las manos me temblaban cuando marqué al secretario de Salud. Intenté docenas de veces sin obtener respuesta. Con la frente y las manos empapadas salí corriendo a la oficina de Ortiz Infante. Tenía que advertirle. Debíamos hacer algo de inmediato para detener lo que obviamente era una catástrofe.

La secretaria me dijo que el licenciado no podía recibirme. Seguí subiendo la voz hasta que mis gritos hicieron que Ortiz Infante saliera a ver qué sucedía. Le dije que tenía que verlo en ese momento. Me invitó a pasar. Le expliqué la urgencia de la situación y le mostré los números y mis apuntes. Miró los documentos mientras estrechaba los ojos como queriendo leer algo que se me había escapado y que nos reivindicaba. Pero después de un rato levantó la vista y dijo:

—Pues sí, hay un problema. Pero ya no es nuestro problema, doctor.

—¿Cómo? Esta gente está sufriendo y muriendo por culpa de nuestro dispositivo y el programa. Tenemos que detener todo y poner en acción una iniciativa para investigar qué está sucediendo. Además de enfocarnos en dar atención y tratamiento a quienes están padeciendo los efectos negativos y a los que los van a experimentar. Fue un error precipitarnos.

—No, nada de eso, el programa fue un éxito. De las consecuencias, usted y su laboratorio son los únicos responsables. Le recomiendo buscar representación legal apropiada o dejar el país por un tiempo, de preferencia trasladarse a uno con el que no tengamos acuerdos de extradición.

—¿Cómo dice? Si algo pasa con nosotros, el gobierno federal y usted en particular estarán en nuestra misma situación.

—Doctor, ganamos las elecciones. ¿Realmente cree que vamos a echarnos la culpa de sus errores?

—Lo vamos a hundir con nosotros, Ortiz Infante.

—Pero que sea en agua dulce, por favor —soltó una carcajada.

Me puse de pie, quise lanzarme sobre el escritorio para estrangularlo. Él miraba su teléfono con una sonrisa. Estoy seguro de que le texteaba su chistecito a alguien. Me di la vuelta y salí de la oficina. Caminé por la avenida entre montañas de sal que todo mundo ignoraba, iba cabizbajo, pensando que debía ponerme a practicar mi portugués, hacía años no lo hablaba y lo iba a necesitar.

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