Momias
En noviembre de 1995, antropólogos del Museo Estatal de Arizona hallaron en un desconocido paraje del desierto Salado a una momia cuya edad fue determinada mentalmente por el experto datador Arthur Hoggy. «Ya la tengo», exclamó, luego de minuciosas pruebas y exámenes, mientras el resto del equipo salía corriendo para dar aviso a los medios de comunicación, sin percatarse de que esa empresa, debido a la reconditez geográfica, sería aún más improbable que encontrarse con la momia. Y en efecto, cuando volvieron había, si no dos momias, sí dos cadáveres. El segundo, claro, era Hoggy. Una insuficiencia cardiaca, al parecer ocasionada por la emoción del hallazgo. La imposibilidad de conseguir un médico legista o cualquier otra autoridad que diera fe de los hechos y los hiciera constar en un acta, circunstancia aunada al calor inclemente que aceleraba la descomposición del cuerpo de manera preocupante, obligó a los antropólogos a tomar una decisión audaz: enterrar a Hoggy y llevarse la momia, embadurnada con aceites especiales, a Phoenix. Por desgracia, en todos los tiempos y lugares, el firme aunque a veces lento paso de la ciencia ha chocado de cara con la ignorancia y sus acérrimos campeones, en esta ocasión la persona del sheriff del condado, a quien poco convencían los balbuceos y explicaciones incongruentes que ofrecían hombres barbones con gafas y mujeres polvorientas en pantalones bermudas. Sin importarle un pito las condiciones de refrigeración necesarias que alguien tuvo la ocurrencia de aducir, ordenó «el decomiso» de la momia, que pasó a ocupar un sitio entre las escopetas y demás cacharros del sótano de la comisaría, y encarceló a «esos hippies buenos para nada» en tanto no apareciera el muerto, que por cierto no mostraba particular interés en colaborar con la justicia. Dato curioso es que Hoggy fuera huérfano de madre y padre y que, por una extraña superstición, hubiera destruido todos los documentos acreditativos de su identidad, incluso los que obraban en el orfanato y en los registros públicos, en cuyas instalaciones y oficinas se había introducido clandestinamente. Por tanto, lo que parecía ser un importante progreso científico planteó dos nuevas incógnitas, grandes como los hoyos negros que flotan en las galaxias: ¿cuál era la edad de la momia? ¿Y la del datador?
El oso y la loma
Hay un oso que me avista al pie de una loma. Camina hacia mí. Yo descanso tumbado en la hierba. Cierro los ojos y me hago el muerto, en un alarde de supervivencia. Oigo su respiración, siento la pesadez de su sombra. Como no ocurre nada, vuelvo la cabeza, en un acto casi suicida. Lo veo y me mira. Tiene un bozal en el hocico y las zarpas cortadas, erguido contra la luz del cielo. Hay una melancolía enorme en los ojos de esa bestia parda, que gira sobre sí misma y desaparece detrás de la loma.