Modestos que no se chupan el dedo / Antonio Deltoro

No hay que perder el suelo ni el aire. Los pájaros, por elevados que vuelen, terminan en el suelo, lo mismo que las famas y las nubes. En general, todos terminamos en el suelo; sería, entonces, deseable volar, si es que hay que volar, con esa conciencia, y aceptar la fortuna y la caída con la misma actitud; más que elevarse como un Ícaro o un cohete, inconscientes del suelo, pensar en la caída y en cómo volver a ponerse de pie. Si caen, caigan desde sí mismos y no desde las alturas de una pretensión desmedida, para lo cual es bueno ser humildes y ambiciosos y no soberbios y alocados.
     Uno no puede tratarse como leproso, tampoco como César, aunque objetivamente sea uno el leproso o el César. Nunca se consigue el diez en la propia conciencia, tampoco el cero absoluto, pero, a veces, en la borrachera del ego, el diez asoma una oreja y el fracaso espera unas horas, unos meses o unos años para asomar: el fracaso y el éxito son las dos orejas del asno.
     Los quisiera prevenir, como un conocedor que soy, contra el yo que sube, envaneciéndose, y el yo que baja, para azotarse después, contra la dialéctica del yoyo; pero también contra la llanura de la abulia, del inactivo que se siente una reencarnación del Buda o un buey. He padecido estos extremos toda la vida.
     Las ambiciones auténticas vienen dadas por nuestros deseos y nuestras vocaciones, no desde afuera, desde la moda o desde la exigencia social. El «conócete a ti mismo» es condición necesaria de libertad; quien no se conoce, y no intenta conocerse, es un prisionero de las exigencias de los demás. Nuestros éxitos y fracasos cuando estamos pendientes de la mirada ajena no son enteramente nuestros; en cambio, bajo la mirada propia, despojados de la vanidad que necesita al otro como un espejo, en lo íntimo, con el orgullo modesto y herido del que cayó y sabe ponerse de pie, son nuestros. Fracasamos o triunfamos en nuestro propio camino y no en el camino de otro. No hay que valorarse por completo afuera, por las metas; toda persona, por el mismo hecho de ser, es más que los logros o los derrumbes de su yo, un miembro de nuestra especie; pero por ser justamente hombres soñamos con salirnos de los límites.
     Padecemos lo que llamaba Juan de Mairena la esencial heterogeneidad del ser: la sed de otredad, dicho de otra manera; el síndrome de Ulises, del que siempre pretende ir más allá. Dice Borges en Nueve ensayos dantescos: «Instado por Virgilio a referir de qué modo halló la muerte, Ulises narra que después de separarse de Circe, que lo retuvo más de un año en Gaeta, ni la dulzura del hijo, ni la piedad que le inspiraba Laertes, ni el amor de Penélope, vencieron en su pecho el ardor de conocer el mundo y los defectos y virtudes humanos». Ulises relata esto en el Infierno, al que lo llevó su hibris; Dante, que también visita lugares vedados para el hombre, saldrá de allí, pues acepta, sin hibris,como guía e intermediario a Virgilio.
     Pero regresemos a lo nuestro y dejemos las palabras mayores. Hay ambiciones que no sólo son legítimas, sino fructíferas; se van aproximando a medida que se trabaja por ellas; son, en el fondo, ambiciones de mejoramiento; hay otras ridículas y truhanescas: ridículas porque quien las padece no sabe qué hacer para llevarlas a cabo y sólo se manifiestan en la forma vacía de la presunción o el pujido; truhanescas porque toman la vía torcida del atraco y del fraude. Aquí no me refiero, por supuesto, a la astucia de Ulises, a la que le debemos tantas cosas, sino a las argucias que intentan hacer pasar gato por liebre.
     Hay que ensayar pensarse con humildad, sin darse más importancia que los otros. Éste es un ejercicio cordial e intelectualmente difícil, pero a fin de cuentas certero. Nadie es más que nadie: por mucho que nos elevemos no lograremos ser más que hombres, y si nos descuidamos podemos ser inferiores a nosotros mismos.
     Aunque no tengo la pretensión de pensar que el triunfo y la derrota nos puedan ser indiferentes, creo, no obstante, que si no presentamos batallas estúpidas y mezquinas, que si no batallamos frente al espejo, sino frente a nosotros mismos, es decir, depurándonos por ser cada día mejores en el sentido humano más amplio, llegaremos más lejos y, sobre todo, no nos enredaremos en las trampas de un yo pendiente de calificaciones.
     Nos dedicamos a actividades muy antiguas que llevan como centro la palabra; donde volvamos la cabeza hay hablantes, y si recurrimos a los libros, maravillas por escrito. ¿Con quién vamos a competir, entonces? ¿No sería más inteligente dedicarse a escuchar y leer de tiempo completo y sólo hablar o escribir en última instancia?
     En nosotros se da la palabra de tal modo que no podemos mantenernos callados, posiblemente porque no sabemos hacer otra cosa, y ya que tenemos la facilidad, queremos pertenecer al club. Un club se define por sus miembros; aquí, creo, se puede encontrar la competencia en su aspecto más feroz y mezquino: ¿somos miembros del club?, ¿quién merece ser expulsado?, ¿quién admitido?, ¿quién tiene la vara de Merlín?, ¿quién a Excalibur?
     Afortunadamente, podemos salir del nudo dedicándonos a leer y a escribir fuera de clubes y certidumbres, fortalecidos porque al fin y al cabo todos pertenecemos, más allá del medio literario, a un club del que nadie —ni nosotros mismos— nos puede expulsar: al de la lengua en la que soñamos, leemos, escribimos y hablamos con nosotros mismos y los demás. Éste es nuestro suelo común, un continente muy antiguo, que pertenece a todos y que no es propiedad de nadie, pero al que podemos enriquecer con la seriedad de nuestro oficio o envilecer con la mera presunción o tomándonos las cosas rutinariamente: «Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía / también la verdad se inventa».
     Si bien todo libro nos acompaña mientras se le lee, hay unos pocos que nos acompañan toda la vida: Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo, de Antonio Machado, es para mí uno de esos libros. De él extraigo esta cita que viene muy a cuento: «Decía mi maestro Abel Martín que es la modestia la virtud que más espléndidamente han solido premiar los dioses. Recordad a Sócrates, que no quiso ser más que un amable conversador callejero, y al divino Platón, su discípulo, que puso en boca de tal maestro lo mejor de su pensamiento. Recordad a Virgilio, que nunca pensó igualar a Homero, y al Dante, que no soñó superar a Virgilio. Recordad, sobre todo, a nuestro Cervantes, que hizo en su Quijote una parodia de los libros de caballerías, empresa muy modesta para su tiempo y que en el nuestro sólo la habrían intentado los libretistas de zarzuelas bufas. Los periodos más fecundos de la historia son aquellos en que los modestos no se chupan el dedo».

 

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