Misa sin vino

Roberto Ramírez Flores

Guadalajara, Jalisco, 1990. Su libro más reciente es Líneas imaginarias (Veinti6 Veinti8, 2023).

Toma un puño de garbanzos y se lo mete completo a la boca. Tiene hambre, todos ahí tienen hambre. El dolor en las encías lo hace arrepentirse. Estos malditos dientes. 

—Te digo que no hay que preocuparse. Ayer el general nos mandó una carta en donde decía que son pocos, que nosotros somos más.

—¿Y tú crees que si ellos fueran más nos lo iba a decir? Por algo es el general, y para ser general hay que tener tranquila a la tropa. 

Escucha atentamente a los dos soldados. Se ríe por dentro cuando uno de ellos se refiere a ese puñado de hombres y una que otra mujer como una tropa, y también al darse cuenta de que él mismo ha llamado soldados a esos dos andrajosos y sin comer. Últimamente escucha demasiado las pláticas ajenas. El vino se acabó, así que ahora su pasatiempo es oír lo que los otros dicen. A veces baja al río San Juan y se lava los pies con todo y sandalias sabiendo que por las noches no aguantará las reumas, o se mete en los barrios de indios que están al cruzar, esos que hace trescientos años amaron a otros dioses y, aunque hoy sonrían y lo saluden desde sus puertas, a otros sacerdotes. Además de eso no tiene mucho qué hacer. 

—Por eso tú no podrías ser general, Martín, porque tú siempre te andas con la verdad y crees que los demás también.

Pobre Martín, se hace pequeño en la silla, en silencio, y da un trago a su aguardiente. 

—En cambio yo sí podría, porque sé cuándo decir la verdad y cuándo…

—Mentir.

—No, no es mentir, es sólo que sé cuándo guardarme la verdad cuando los otros no pueden con ella, que es distinto. Y por eso me doy cuenta cuando alguien más lo hace. Tú no, y por eso no podrías ser general. 

Todo el que se ensalce será humillado y el que se humille será ensalzado. Toma otro puño de garbanzos, pero esta vez se mete dos a la boca, los recorre con la lengua hasta las dos únicas muelas que le quedan. Lucas 14, versículo… ¿10? No, versículo 11, tal vez 12. Titivillus, el demonio de la Edad Media que hacía equivocarse a los sacerdotes cuando escribían. Un titivillus para las equivocaciones del pensamiento, que seguramente se deben a su propia falta de eucaristía. Él mismo le pidió a José Antonio dos barriles del vino que fuera, pan no, porque el pan se podía hacer si conseguían harina, pero de dónde sacar tiempo para hacer vino. 

No le importa si los realistas son más que ellos. Desde que regresó a estas tierras la vocación de cura se ha confundido con la de sepulturero, no tanto por haberlos enterrado sino porque ha visto a muchos morir. Pocas cosas importan, el número de realistas e insurgentes no es una de ellas, al final todos mueren. Suerte que los realistas quieran más al clero, aunque un rumor entre los indios aseguraba que habían fusilado a un cura de Lagos de Moreno. Y ve a través de la puerta el árbol sin mangos, e imagina su silueta como si después de fusilado lo hubieran colgado en un árbol que no da frutos. 

Primero es una pierna vendada a través de la puerta, luego un muchacho sobre una carretilla y una mujer empujándolo. El muchacho tiene una mueca de dolor contenido, pero inmediatamente suelta un grito que sofoca el rumor de la tropa. La mayoría los mira sin sorpresa, acostumbrados a hombres que sufren mucho. 

—¿Y el cura?—pregunta la mujer a todos y a ninguno a la vez. 

Martín lo señala tímidamente con un dedo. Él se lleva un par de garbanzos a la boca, como espectador de una tragedia. La mujer empuja la carretilla entre cántaros vacíos y escupitajos que se pegan a la llanta. 

—Perdone, señor cura, que me presenté así. Somos de Lomas, un pueblito de aquí al lado. El cura se fue con los gachupines y, como puede ver, mi hijo está muy mal y no hay nadie que lo ayude. Hicimos tres horas hasta acá. 

Él mira los zapatos de la mujer, llenos de polvo. El sudor le ilumina la cara. 

—Hágale usted el favor de oficiar una misa a su salud. 

El muchacho tiene los ojos cerrados, las manos en el pecho como si la fractura de la pierna traspasara todo su cuerpo. 

—¿Qué tiene? —no había hablado con nadie en todo el día, su voz le sueña extraña. 

—Se cayó de la azotea por esconderse de la leva.

Él se mete a la boca otro par de garbanzos, los mastica con lentitud mientras repasa sus palabras para decirle que no puede: el vino se acabó, o tal vez sería mejor tranquilizarla: el vino no tarda en llegar

—El vino se acabó… Una misa sin vino no se puede oficiar. 

Ella lo mira sin expresión, como si el cansancio no la dejara entenderlo, luego una lágrima que escurre por su cara le limpia el polvo hasta colgarse de su mentón y caer, negra. 

—Pero no tarda en llegar, tranquila. 

Se pone de pie para acercarse a ella, le hace la señal de la cruz en la frente, luego a él. Ella empuja a su hijo a una esquina del lugar y toma asiento en el piso, después lo mira y sonríe. El muchacho tiene el mismo gesto de dolor, parece que intenta regresarle una sonrisa pero al no poder simplemente la toma de la mano. 

¿Una casa, una capilla, un cuartel? Podría reírse de cada una de las opciones. Este lugar, al ser un poco de todo, termina siendo nada. 

—¿Crees que el teniente tiene madera suficiente para general? —pregunta Martín, luego espera una respuesta sin parpadear y con el cántaro de aguardiente entre los labios. 

—No sé, pero tú no podrías.

En un pueblo de Nueva Vizcaya conoció a un hombre que hacía la confesión cada semana. El hombre le contó que había regalado un caballo enfermo a un empleado, el cual lo tuvo durante siete meses, hasta que el caballo murió una tarde en que lo cabalgó bajo la lluvia. El patrón tenía tanta culpa que estuvo confesando el mismo pecado durante largo tiempo, cada vez que veía a su empleado sumido en la tristeza. No sabe por qué imagina que el semblante del empleado se parece al de Martín. ¿Pero quién es el caballo enfermo en esta historia?

—No te deberías poner así. Acuérdate lo que dice el Nuevo Testamento: al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios… Hay que aceptar lo que le toca a cada quien.

—¿Y yo cuál sería? 

—El César, a Dios no creo que llegues. 

Un garbanzo duro le lastima la encía. La boca sabe a sangre. Tonto, no sabe que el César también era general. Los gritos del joven vuelven a llenar la sala. Sus manos se aferran a su estómago con tanta fuerza que ha reventado un botón de la camisa. Al no poder hacer otra cosa, su madre le pasa un pañuelo por la cara. Los gritos son tan fuertes que si estuvieran escondiéndose de los realistas tendrían que matarlo. Ella mira a su hijo y luego lo mira a él, como si pudiera hacer algo. Deja los garbanzos que trae en la mano y se pone de pie, camina entre el puñado de hombres y mujeres tirados en el piso, entre platos y vasos sucios. Se detiene frente al muchacho, lo toma de la mano, reza un padre nuestro en voz alta aunque los gritos sean más fuertes. La mujer también los toma de las manos y empieza a rezar con los ojos cerrados, la cara hacia el cielo con una fe que yo no dejo entrar. El muchacho lo jala hacia él, casi lo tira pero logra agarrarse de la carretilla. 

—Confesión —le susurra al oído—, por favor.

Él ahuyenta a los que están alrededor sacudiendo su mano, moscas sin alas que deben caminar a otro rincón. 

—¿Qué te duele, hijo?

—Todo, todo —y aprieta los dientes para guardar silencio. 

Su madre le deja el pañuelo sobre el pecho, se hace a un lado como los demás. 

—Dime tus pecados.

El muchacho vuelve a gritar, se tapa la boca con las manos hasta que poco a poco sólo queda un gemido. Él le seca las mejillas y el cuello con el pañuelo. Es de seda. 

—Maté a mucha gente, padre. 

Tiene ojos de hombre bueno, pero como dijo José Antonio antes de partir: si no has matado en esta época es porque estás muerto. 

—¿A cuántos?

Se lleva la mano al estómago.

—Perdí la cuenta.

Revisa con detenimiento el pañuelo: la seda desgastada y sucia que en algún momento fue blanca, un bordado en la esquina que apenas puede sentirse con las yemas. 

—A veces miento.

¿Quién no lo hace? Detrás de los grandes pecados, están los pequeños que nos vuelven iguales. Pasa sus yemas por el bordado, siente la cruz de San Andrés, el escudo de Castilla, los repasa varias veces y se pone nervioso. El muchacho vuelve a gritar y él regresa a su mesa con el pañuelo escondido entre la ropa.

Los garbanzos están llenos de moscas. También las moscas tienen hambre. Recorre su encía con la lengua mientras mira los dientes de Martín que se asoman cuando habla. 

—Quiero que me digas el nombre de otro soldado que no sirva para general.

—No sé el nombre de otro soldado que no…

—¡Que quiero que me lo digas, cabrón!

Siempre es lo mismo, se ponen borrachos como si en lugar de una guerra se estuviera librando una fiesta. Se pregunta qué harían esos borrachos con el enfermo y su madre si supieran que son realistas. Mete la mano entre su ropa y toca el pañuelo. La madre del enfermo mira al piso con impaciencia, se asoma debajo de la carretilla. La seda se vuelve más suave con el tiempo, a diferencia de todo lo demás.  

¿Qué haría él con nosotros? El muchacho se lleva las manos al estómago y grita. Cuesta trabajo creer que alguien así pudiera matar, pero los ha visto recuperarse y hacerlo de nuevo. Había escuchado que en estos tiempos vale menos una docena de soldados que un caballo, y hace una operación matemática para calcular cuántos niños, mujeres y hombres valdrían lo mismo que el animal, luego pide perdón a Dios. Toma otro par de garbanzos y al llevarlos a su boca recuerda las moscas sobre ellos, así que se los traga con asco. Mete la mano a su ropa para sentir el pañuelo: la cruz, las dos torres. Lo saca para verlo con cuidado y evitar el titivillus del tacto, aunque el titivillus de la vista es el peor de todos. La mujer se acerca y él guarda el pañuelo.

—¿Alguna noticia del vino, padre? —junta sus manos como si en lugar de hacer una pregunta rezara. 

—Ninguna, hija —ya no le importa si llora, si pierde todas las esperanzas. 

Ella mira los garbanzos fijamente, después pasa saliva. Tampoco le importa si muere de hambre. Mueve la mano para decirle que lo deje solo y las moscas sobre los garbanzos se espantan junto con ella. 

El teniente se mece con los ojos cerrados sobre una silla sin pata, fuma de un puro que parece no tener fin. Abre los ojos y mira el humo que se eleva hasta confundirse con las marcas de humedad en el techo. Él mete su mano entre la ropa, el corazón le palpita hasta sentirlo en los dedos con los que aprieta el pañuelo. Cuando está a punto de sacarlo, lo aprieta con más fuerza contra su pecho, como si su cuerpo hiciera lo opuesto a lo que le pide. Se pone de pie sosteniéndose de la mesa. Martín está tirado en el piso con la cabeza recargada en la pared, el otro soldado sigue sentado en la silla con una rectitud que desafía su embriaguez y los agujeros en su camisa. De repente lo mira y él se pregunta si hace lo correcto, qué pensará este soldado de mí, pero las palabras vuelven a su cabeza: Si no has matado en esta época es porque estás muerto. 

Primero la cabeza del caballo, luego unas pezuñas con espuelas y un jinete. El hombre desciende del animal y el polvo de la calle forma un halo alrededor de sus botas negras. Tiene un sombrero que parece nuevo, pero nada es nuevo en estos tiempos. Entra al lugar con una carta en la mano y el teniente se pone de pie, dejando caer la silla que a su vez tira un cántaro con aguardiente. ¿Cuántos hombres vale un caballo con espuelas? Tal vez todos los que estamos aquí. El teniente recibe la carta y la lee en unos segundos, como si se tratara de un mensaje escrito sin tiempo. Levanta la silla y toma asiento de nuevo, piensa qué hacer mientras mira al cielo, aunque tal vez haga otra cosa. Las miradas de todos están puestas sobre él en un completo silencio que deja oír el sonido de su silla meciéndose, pero él no dice nada, se guarda la carta y vuelve a fumar de su puro. 

—Sí sirve para general —dice el otro soldado a Martín, quien asiente con un movimiento de cabeza.

Él regresa sobre sus pasos. Desde su silla apenas puede distinguir la figura del caballo junto al árbol, tal vez atado a él, como lo harán conmigo. Aprovecha la distracción de la madre y su hijo para ver de cerca el bordado del pañuelo, se limpia el sudor, luego lo guarda entre sus ropas, pero esta vez en lo más profundo.  

Pone la biblia sobre la mesa. Un hombre ha sacado un poco de pan de un morral, es tan poco que no podrá darle un pedazo a cada quien sino apenas compartirlo a mordidas. Martín sigue acostado en el piso con la cabeza recargada en la pared, para algunos hombres todo el mundo es un lecho de muerte. Una mujer ayuda a la madre del muchacho a cambiarlo para que esté presentable. Él grita con fuerza, pero ha prometido aguantarse cuando empiece la misa.

Comparte este texto: