Se puede considerar que soy un náufrago que ha vuelto a la civilización después de años robinsones cargado con mi isla, mi palmera y mi horizonte redondo y plano hasta donde el viento da la vuelta. Que sigo siendo un náufrago en medio de la vida corriente de la calle, con una barba inmemorial y los ojos del mar de entonces, todavía anclado en aquel tiempo, cuando viajaba a la deriva sobre mi isla por un universo silencioso que recorro ahora mentalmente, midiendo palmo a palmo el territorio que me pertenece y al que pertenezco tras una simbiosis total a la que hemos llegado sin pensarlo, de pura ociosidad. Pilotar la nave se me da bien. Me siento en la tierra, apoyo la espalda en el tronco de la palmera, y las hojas se estremecen allá arriba, ojo avizor: no hay tierra ni barcos a la vista, sólo horizonte, perspectiva que se pierde tras la espuma de las olas. El viento viene y se va, llega a costas lejanas y trae luego informaciones impenetrables, o vulgares cables de última hora, según los días…
A lo lejos se ve una luz que me saca del letargo. Se trata de un navío ominoso que sobreviene de pronto y me separa de este edén, un navío que me aboca fatalmente a la civilización. Condena cumplida, otra vez, y van dos. Quedan entonces mis huellas robinsoneando en la tierra, calzando a la oscuridad, triste espectáculo para los peces que asoman sus cabezas frías y azules y naranjas esperando un nuevo naufragio, menos provisional. Menuda cosa la civilización, además: cosa con calles, semáforos, escaleras, puertas que se abren, brazos que te abrazan: ya estás de nuevo en casa, escucho. ¡Buah!
Se puede considerar que soy un náufrago venido a menos, pues. Ya has vuelto, querido, ya estás otra vez aquí, oigo sin escuchar. Alguien, uno de estos extraños, ha debido dejar los bártulos para el afeitado junto al lavabo. Pero ¿cómo voy a quitarme ahora este atavío?, me pregunto. El espejo me devuelve una mirada llena de sal, y media sonrisa de complicidad: detrás de mí se dibuja una palmera, mis pies caben en las huellas conservadas celosamente por la tierra, en mis puños cerrados se agitan partículas de arena y del aire que da la vuelta tan lejos. Soy un náufrago, me temo, a pesar de la burla socarrona de la navaja de afeitar esperando mi barba, mi cuello, mis ríos que corren nerviosos por las venas.
Decidido: tiro la ansiedad por la ventana, tiro la ventana también, y voy con la barba igual, intacta, hasta la puerta maciza, para sugerir al guardián que me recluya otra vez. Ya sé que tengo saldadas mis cuentas con creces con los veinte años y un día, que apenas si hace un mes que he salido limpio, pero ábrame, hágame ese favor, le digo. Por lo que más quiera en este mundo se lo pido, déjeme entrar, que aquí afuera me ahogo. Con el corazón en la mano se lo pido. Quédese con él como prenda si le parece necesario. Métame dentro, amigo, no me vaya a dejar aquí suelto y que me lleve a más gente por delante. Ábrame, que me está quemando ya la mano esta navaja que traigo igual que la otra vez. Por lo que más quiera, insisto. Acuérdese de quien ocupó su puesto antes que usted y me negó el refugio, acuérdese de cuánta sangre en esta misma puerta derramada inútilmente, acuérdese, porque yo me estoy mareando con sólo pensarlo, y vaya abriéndome el camino, que dentro me esperan seguro mi isla y mi palmera y el viento que siempre da la vuelta. Mire, amigo, que no estoy para bromas ahora mismo, no se me ría ni un pelo, le digo, ya sin ver.