Mirando hacia la Movida sin ira (Cuando Madrid parecía la capital «mundial» del postmodernismo) / Fernando Castro Flórez
Años antes de formar parte del «infame» club de los pigs, España tuvo, aunque fuera durante poco tiempo y como en un festival de pirotecnia, sus instantes estelares que, mal que les pese a muchos, están marcados por la Movida. Es una historia que ha sido contada de mil maneras y, seguramente, todas dicen la verdad porque no son otra cosa que testimonios de cómo se lo pasaban en el seno de la fiesta. Las primeras películas de Almodóvar, los cuadros de las Costus y especialmente su impresionante serie sobre El Valle de los Caídos, donde la «pluma» revela su potencial crítico y capacidad para ridiculizar paródicamente al franquismo inercial, la cantinela de Radio Futura y aquel estar «enamorado de la moda juvenil», las noches del Rockola, las fotografías recoloreadas por Ouka Leele, el mundo de rockeros y moteros de Alberto García-Alix, el arrebato fílmico experimental de Iván Zulueta, el punk con ciertos complementos extrañamente casticistas, cierta reivindicación de lo cursi como elemento desmantelador de las jerarquías culturales, convirtieron, entre otra gran cantidad de manifestaciones culturales de la época, a Madrid en una capital de extraordinaria capacidad para fascinar. Hasta en periódicos como The New York Times aparecían desaforadas apologías de la Movida madrileña.
En buena medida, lo que fue ese «movimiento cultural» fue una suerte de reivindicación de lo cotidiano, con una inequívoca dimensión pop, una expansión del rollo setentero en un momento donde lo (pretendidamente) underground lucía palmito o desafiaba a la «peña» con las pintas más estrambóticas por la Gran Vía. De una forma «retardada» se produjo la «metropolización» de una gran ciudad, sin que dejaran de aparecer elementos extraños, como fue la alabanza del «neo-cateto».La Movida madrileña fue succionada por la institucionalidad y apadrinada, de forma anómala, por Enrique Tierno Galván, el alcalde al que le gustaba ser calificado como «el viejo profesor». La enseñanza más delirante lanzada por aquel político, entregado a la escritura de «bandos rimbombantes» tras haber sido, nada más y nada menos, el traductor del Tractatus de Wittgenstein, fue la frase siguiente: «¡Rockeros, el que no esté colocado que se coloque… y al loro!». En la agitación creativa de esos momentos el componente reflexivo brillaba ciertamente por su ausencia. La Movida tenía la condición de un «inmenso happening» que algunos entendieron como un momento cuasi punk de agotamiento del sentido o de lúdica clausura de cualquier dimensión utópica. Declaraciones como «la vanguardia es el mercado» de La Luna de Madrid son ejemplos del peculiar postmodernismo hispano. Había que «buscarse la vida» y, como apuntó Borja Casani, tratar de estar montado. Los «pasotas», valga la paradoja, no dejaban de hacer cosas, estaban liados en toda clase de «movidas». Cuando se plantaba cara tanto al progre cuanto a las proclamas del «cantautor», resulta que las «cantinelas» proclamaban que «yo para ser feliz quiero un camión» o daban cuenta de que alguien iba «camino de Soria». El ludismo de la década de los ochenta «asfaltó» el camino de la euforia cultural que llegó a su cima en los eventos feriales, expositivos y olímpicos de 1992 en la antesala de la firma del Tratado de Maastricht que trató de «consolidar» el mapa europeo. Cobi, el símbolo que realizó Mariscal para los Juegos Olímpicos de Barcelona, demuestra que la Movida finalmente encontró el camino para convertir la regresión infantil en marketing y pingües beneficios económicos. Justamente aquel año 1992 se estrena la película de Bigas Luna Jamón, jamón, con un compendio o, mejor, un pastiche de tópicos patrios que van del Toro de Osborne a la lucha final (goyesca) a jamonazos, aunque también en esos años aparecen otros comportamientos artísticos ajenos a los «estereotipos castizos» como sería, por ejemplo, la acción Carrying,de Pepe Espaliú, en la que se hacía transportar por infinidad de personas (tanto en San Sebastián como en Madrid), a la «sillita de la reina» y descalzo, para subrayar lo decisivo que era prestar ayuda a las personas enfermas de sida.
Con una cultura que podría caracterizarse como un ejemplo singular de postmodernismo vitalista, se ha señalado que la estética de los años ochenta en España, y de forma más acentuada en Madrid, se revela como «hibridismo cultural»: «La política artística socialista apostó», indica Giulia Quaggio, «por aquellos contenidos culturales que se acoplaban en el debate más actual de los ochenta, esto es, la polémica en torno a la posmodernidad. Eclecticismo, imposibilidad de difundir normas estéticas válidas de forma absoluta e intemporal, fin de las grandes narraciones, pluralidad de estilos y lenguajes, una cultura tradicionalmente concebida como elitista que se difundía con el gusto por el folk y el flujo comunicativo de regusto kitsch propiciado por los mass media: España hizo suya, exaltándola, una cultura que fusionaba tradición y modernidad, lo popular con lo erudito, lo provinciano en lo urbano, demostrando la voluntad de superar los límites del proceso de modernización caótico y desigual de los tecnócratas franquistas para alcanzar, de una vez por todas y de un modo original, la contemporaneidad». Se trataba de una versión de lo postmoderno en clave acrítica, esto es, entregada al hedonismo narcisista y consumista, con una tendencia a confirmar las obras de arte y los productos culturales como pastiches. La Movida madrileña reduce (trivializa) la posmodernidad al entender que es, más que nada, un juego del look sin que deje de surgir la sospecha de que propiamente lo que ahí se revela es un vacío.
Cuando Sánchez Castillo convierte la frase de Fraga Iribarne «La calle es mía» en un rótulo, realizado con bombillas y colocado en la fachada del museo marco de Vigo, lo que está es planteando una fricción entre una época crítica y de «oposición clara» al franquismo con un momento de incertidumbre en la antesala de la indignación. En el retrovisor estético del presente siguen siendo claros los contornos de El desencanto (1976),la película de Jaime Chavarri que daba cuenta del conflicto edípico, la traumática transmisión de la herencia y los laberintos generacionales que conducían a la locura y a las adicciones narcóticas. Si a mediados de la década de los setenta comenzó lo que algunos han denominado «estética introspectiva», lo cierto es que también son años de «final de las ideologías», como aquella mutación política del psoe que en 1979 da, literalmente, carpetazo a las perspectivas marxistas o revolucionarias. Se podría decir que la comprensión de la política en clave de «lucha de clases» va a ser sustituida progresivamente por un debate, de corto vuelo, sobre los «estilos de vida y culturales», como se hace evidente en aquella «llamada» de Felipe González, en 1982, a los intelectuales pidiéndoles que colaboraran para «dar un impulso ético y estético a la sociedad». Si en la Movida o en La Luna de Madrid había acción «sin sentido», agitación propagandística (recordemos aquella letra de la canción «Aquí no hay playa», de The Refrescos, en la que se hablaba de una «Movida promovida por el ayuntamiento») y ausencia deliberada de teoría, en el presente (una época que se inauguró con el acto demoledor del atentado de las Torres Gemelas, pero que luego sufrió su segundo gran «terremoto» con el hundimiento del sistema financiero del turbocapitalismo) hay una sobresaturación teórica que lleva a emplear términos como «renderización» para hablar de la realidad compleja del arte. Tal vez tuviera razón Teresa M. Vilarós cuando señaló que la Movida, a pesar de su agitación y ruido, no era otra cosa que «el silencio de un pasmo», y la fascinación que provoca es la de una proyección fastasmática, vale decir, la construcción de un deseo allí donde propiamente había, como declaró Herminio Molero (miembro de Radio Futura en sus inicios), un vacío, un agitado conjunto de excentricidades y «naderías» que era urgente normalizar. La Ciudad Movida era, en muchos sentidos, un gueto de ansiedades varias, el lugar en el que la represión encontró la válvula de escape de las drogas, situándose en la sombra del felipismo un singular «mal viaje».
Aranguren consideró, a mediados de los años ochenta, que el poder estaba utilizando los «acontecimientos culturales» para fomentar «un nuevo y resignado conformismo, una nueva apatía política». La política estaba repitiendo (a su manera) el estribillo de la conocida canción de Radio Futura,enamorada de la «moda juvenil» y, así, la Movida era algo que podía ser apoyado e incluso calificado de «extraordinario». Sin duda, el psoe estaba «fascinado» en los años ochenta con la política cultural (extremadamente narcisista y caracterizada por un intenso marketing) de Jack Lang, ministro de Mitterrand que había llegado a sostener que el «derecho a la vida» está basado en dos principios inseparables que son «el derecho al trabajo y el derecho a la belleza». Con la llegada al gobierno del psoe, la inversión en cultura aumentó un sesenta y ocho por ciento entre 1983 y 1986, con una política muy decidida de creación de infraestructuras pero también de apoyo (empresarial) a la música pop. La cultura funcionaba como un «patrimonio simbólico» de la izquierda, decididamente estatalista, pero entregada a una estrategia cultural a la vez despolitizada y política en el sentido de un reparto de lo sensible o, para ser más preciso, de lo que debe ser dicho y aquello que debe ser completamente marginalizado. No faltaron las críticas al «despilfarro» de esos «fastos culturales». Una de las andanadas más duras contra la «proliferación de mamarrachadas» (sublimadas como «cultura») fue la que desplegó Rafael Sánchez Ferlosio en un artículo memorable titulado «La cultura, ese invento del gobierno» (El País, 22 de noviembre de 1984), que comienza con una analogía demoledora: «El Gobierno socialista, tal vez por una obsesión mecánica y cegata de diferenciarse lo más posible de los nazis, parece haber adoptado la política cultural que, en la rudeza de su ineptitud, se le antoja más opuesta a la definida por la célebre frase de Goebbels. En efecto, si éste dijo aquello de “Cada vez que oigo la palabra cultura amartillo la pistola”, los socialistas actúan como si dijeran: “En cuanto oigo la palabra cultura extiendo un cheque en blanco al portador”. Humanamente huelga decir que es preferible la actitud del Gobierno socialista, pero culturalmente no sé qué es peor».
La revisión histórica de la cultura española en las últimas cuatro décadas revela, en términos generales, un inequívoco empantanamiento, proliferan los dilemas obsesivo-compulsivos de una España, más que in-vertebrada, aparentemente incapaz de pensar lo que hace si no es en las modalidades de la crispación o del «arrebato». Algunos vivieron durante años, como comentó Vázquez Montalbán, con la certeza de que «contra Franco vivíamos mejor», otros han legislado una «memoria histórica» que se reveló incapaz de suturar las heridas del presente, y ahora proliferan indignados que pretenden re-fundar lo que (nos) pasa en unas derivas político-estéticas populistas que lo mismo sirven para flagelar a los hipsters que para reivindicar la «estética quinqui». Las fantasías nacionales no dejan de ser fantasmas extraños y, para los españoles, habitualmente incómodos. De aquella época del final del franquismo en la que los creadores se veían tensados entre la urgencia crítica de lo nuevo o la inserción comercial de sus propuestas se pasó, de forma «festiva», al desmadre de la Movida y a esas «instantáneas extrañas», como la de Susana Estrada con el pecho descubierto junto a Enrique Tierno Galván (que Manuel Vázquez Montalbán utilizó como portada de su Crónica sentimental de la transición), que parece que estaba encantado de haberse colocado oportunamente.
La imagen internacional de la cultura española ha perdido, no cabe duda, su poder de «fascinación» y todo ha cambiado desde la Movida a la «movilización», del arte de «colocarse» al «antagonismo» en las plazas. Recordemos una de las pancartas que exhibieron en el 15-M los «indignados» en la Puerta del Sol: «Perdonen las molestias, estamos construyendo el futuro». Todo lo que era sólido (si es que alguna vez lo fue) se desvaneció en el aire; acaso lo construido estaba destinado, simbólicamente, a caerse, como esas Torres Kío marcadas (de forma satánica), en su proceso de construcción, por la película El día de la bestia. Episodios recientes del mundo «burbujeante» serían Seseña o Gamonal, formas (de)constructivas de un país que naufraga, no cabe duda, en sus particularismos, en el que la solución a lo nacional difícilmente se puede hacer, como pretendiera Ortega, desde el «localismo». Está totalmente desgastada en España la concepción del «Estado cultural», aunque se mantiene una estrategia de visibilización del país a través de proyectos desarrollados por instancias públicas (como la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, la Sociedad Estatal para la Acción Cultural Exterior o la Sociedad Estatal para Exposiciones Internacionales), tomando el arte como una tarjeta de visita diplomático-promocional, combinando la obsesión por lo «barroquizante» con eventos fastuosos como la muestra The Real Royal Trip,comisariada por Harald Szeeman en el ps.1/moma de Queens en 2003. El antecedente de esa política cultural «megalómana» en el exterior, en el campo de las artes plásticas, lo podríamos encontrar en la edición de 1985 de Europalia, un festival celebrado en Bruselas en el que se jugó una baza ciertamente «diplomática». De la ideología de la «normalidad», en una clave de acelerada «europeización», se pasó a una apuesta por las llamadas «industrias culturales» y a un afán por «salir al exterior» (de nuevo el síndrome del «ángel exterminador» nos domina inconscientemente) que llevaba a solapamientos entre distintos ministerios, agencias y estrategias. La lucha de algunos jóvenes en pos de una «democracia de verdad» ha seguido latiendo como algo urgente y, sin embargo, pospuesto. La indignación tiene raíces profundas, aunque ciertamente han pasado muchas cosas desde aquella pareja de jóvenes en pelotas encima de la estatua de los héroes del 2 de Mayo, en un «destape político setentero», y los furores asamblearios de la Puerta del Sol (en aquella primavera ya «mítica» de 2011) cuando la estafa financiera había quedado absolutamente al desnudo.
La consigna turística del «Spain is different» no parece que suscite mucho entusiasmo, como tampoco puede ser impunemente repetida la frase de Aznar «España va bien», un ejemplo de «racionalidad eufórica» que pretendía cerrar las «deudas históricas» que utilizó sarcásticamente Antoni Muntadas en una obra. Sin duda uno de los «momentos históricos» en los que lo patriótico fue coreado sin pausa ni complejo de «culpa» fue en el éxtasis futbolero ante los éxitos de la Selección Española, «la Roja», como se ha venido a calificar, que llevó a las masas a corear frenéticamente la fórmula de «Yo soy español, español, español». El patriotismo emocional se desborda gracias a los triunfos deportivos (con esas ceremonias retransmitidas en «riguroso directo» de los futbolistas del Real Madrid encaramándose a la Diosa Cibeles en el centro de Madrid o de los sufridores atléticos deseando celebrar algo en la Fuente de Neptuno), en un país o, para ser menos impreciso, en un Estado en el que periódicamente se desatan «guerras de banderas». En un dibujo publicado el 24 de febrero de 2007 en el diario El País,El Roto apuntaba que «las banderas son de quien las agita». El artista Mateo Maté, uno de los que han empleado de forma más lúcida la imagen de España, realizó una serie de obras en las que la bandera que los sujetos sostenían no era otra cosa que un mantel. Tal vez lo importante, si uno quiere envolverse en la bandera, sea sobre todo buscar una que esté bien hecha. Tal vez haya que tomarse las cosas, empezando por la propia idea de España, con humor y, sin duda, ha sido a través de narrativas satíricas como mejor se ha dado cuenta de lo que somos. Resulta cómico pensar que, como sugería un anuncio de Campofrío, entre todos podamos salir de la crisis si tenemos un «estado de ánimo» optimista y, así, nos entregamos con gusto al ritual de abrazarnos sin pausa; con una banda sonora que iba de «Suspiros de España»a «My Way»,ese anuncio charcutero conducía a la sentencia crucial de que «uno puede irse, pero no hacerse», pronunciada por la Chus Lampreave, y a un mensaje escrito como cierre categorial: «Que nadie nos quite nuestra manera de disfrutar la vida».
Hace cincuenta años, concretamente en 1965, Juan Benet hizo una cruda declaración sobre la distancia crítica adoptada por los intelectuales españoles con respecto al Estado: «Yo no soy capaz de descubrir en el artista español —en el escritor en particular— del siglo xvi en adelante una absoluta compenetración con su país. Me he referido antes a una generalizada incompatibilidad de ese hombre para con el Estado cuyas empresas nunca llegó a ver del todo claras, pero que el español, celoso de su seguridad y despectivo como nadie de una formulación doctrinaria de aquella postura de disentimiento, jamás se preocupó de manifestar sino haciendo uso de aquellas metáforas y retruécanos que tan diestramente aprendió a utilizar». Es duro tener que aceptar que «si habla mal de España, es español». Si la Movida era una estética del «presentismo», lo que hoy parece dominar es el «postureo»; de aquella ruptura de la barrera entre alta y baja cultura, hemos derivado a un tortuoso debate sobre la cuestión de lo popular. Antes de entregarnos al inercial «juicio sumario» a la Transición tendríamos, por ejemplo, que disfrutar de lo que llamaré «fricción anacrónica» al escuchar sucesivamente «No me gusta que a los toros te pongas la minifalda», de Manolo Escobar, y «Hay un hombre en España que lo hace todo», de Astrud. Cualquiera, sin necesidad de estar «indignado», puede ponerse la máscara de Guy Fawkes, en una época desquiciada que mantiene viva la herencia del cinismo warholiano. En 1983, Warhol «aparecía», como el rey de los pasmados, en la madrileña Galería Vijande, para inaugurar su exposición de cuchillos, pistolas y crucifijos. Era la época de la «actomanía», con toda su agitada «promoción publicitaria». La «generación gin» (en un momento en el que dentro de un gin-tonic se puede uno encontrar de todo, desde pepino a trozos de melón, fresitas o, en la peor de las pesadillas, hasta gambas con gabardina) hereda aquella barra fija de los copeadores de la Transición y sus derivas. El Estado cultural, defendido a mediados de los ochenta como un elemento imprescindible del Bienestar colectivo, ha sido sometido tanto a demoledora crítica cuanto frenado en seco por la crisis económica que (todavía) estamos viviendo. La cultura ya no es, en ningún sentido, una fiesta, y no tenemos, como recordaba Rafael Sánchez Ferlosio, ni el «elitismo barato» (defendido en el Juan de Mairena de Machado), ni tampoco puede mantenerse el vértigo del «faraonismo institucional-cultural». De aquel «postmodernismo español» (en buena medida marcado por las dinámicas madrileñas) sólo quedan la nostalgia y la ruina, con la certeza de que nuestro tiempo desquiciado favorece más la opacidad que la «transparencia»: aquella «beatería artística» que pretendía impulsar un «cambio cultural» tiene que asumir la precariedad presente y tratar de ofrecer una imagen digna de Madrid, en un momento en el que la de Europa no puede estar más «descompuesta». Es penoso vivir de la «herencia de la Movida» cuando tenemos claro que funcionó, en el «final de la Transición», como un simulacro. Sabemos que no sólo se vive una vez, especialmente si generamos un espacio (ciudad resistente, movida, indignada) que nos permita salir de la cárcel (atroz y casposa) del aburrimiento. Madrid es, como apuntó Eduardo Haro Ibars, una ciudad de historia complicada,por eso merece hablar de ella aunque no sepamos (a estas alturas) de qué va el rollo.