Miguel Delibes: El vuelo de la perdiz roja / Gustavo Martín Garzo

En un relato de Tres pájaros de cuenta unos vecinos del escritor se encuentran un polluelo de cárabo, que alimentan y cuidan. El cárabo pasa a ser un miembro más de la familia, hasta que los problemas que causa al crecer les hacen tomar la resolución de soltarle. Lo meten en una jaula y, «como en el cuento de Pulgarcito», lo abandonan en el bosque. Pero el cárabo regresa sin problemas. Insisten, llevándole todavía más lejos, y el cárabo vuelve a encontrar el camino de vuelta. Hay una tercera vez, en la que se desplazan más de treinta kilómetros, pero también entonces el cárabo regresa a su lado y, conmovidos por esa fidelidad, no vuelven a abandonarle.

     Cada uno de los tres relatos de este hermoso libro tienen por protagonista a un pájaro: un cárabo, un cuco y una grajilla. Delibes nos habla de sus costumbres, nos describe sus vuelos, el color de sus plumas y su canto, nos dice dónde ponen sus nidos y qué alimentos prefieren, pero lo hace con la cálida atención del que se ocupa de unos vecinos un poco peculiares, e imprevisibles, a los que no cabe desatender. Es decir, habla de la naturaleza, pero también, y sobre todo, del corazón del que se detiene a contemplarla y amarla. Ése es el tema secreto de toda la obra de Delibes, la búsqueda de ese camino que nos lleva al encuentro de las otras criaturas del mundo. Una búsqueda que se basa en el principio de igualdad. Igualdad no sólo con los otros hombres, sino con los animales y hasta, si se me apura, con los propios árboles, como pasa en «Los nogales». «Son mis mejores amigos / aquellos que no hablan» escribió Emily Dickinson. Todos los grandes personajes de Delibes mantienen intactos esos vínculos con el mundo. Paul Klee dijo que la misión del arte no es representar lo visible, sino hacer visible lo que no vemos. Pues bien, estos relatos surgen de ese mismo deseo de visión. Y es curioso que uno de ellos se llame precisamente así, «Las visiones», y hable de una niña que inventa cosas que causan el regocijo de familiares y vecinas, hasta que nos damos cuenta de que es precisamente en tales fantasías donde todos ellos encuentran la alegría que necesitan para seguir tirando. Y estos relatos están llenos de personajes que tienen visiones, es decir, que ven donde nosotros no llegamos a ver. El viejo Nilo ve sus nogales como su único reino en el mundo, y sabe que mientras pueda seguir subiendo a sus ramas su vida no será la de un pordiosero. Y también el Barbas, el protagonista de «La caza de la perdiz roja», ve a la perdiz patirroja con unos ojos así.      Es eso lo que le hace salir de caza, lo que le hace buscarla sin cansarse nunca, lo que le hace pedir para ella toda la libertad del campo. Los ejemplos podrían multiplicarse: en «La partida», el muchacho que se embarca en un carguero sueña con ver peces voladores y el Queen Mary, con todas sus luces encendidas, como un palacio flotante; en «La perra», la vieja perra y su dueño forman una de esas parejas que sólo parecen tener cabida en el mundo de los cuentos infantiles, pues mantienen entre ellos un vínculo inexplicable que les hace comunicarse y entenderse como dos viejos camaradas.

     Estos cuentos hablan de la soledad del hombre, del abandono de los viejos y el dolor de los niños. Hablan de la muerte, la codicia y el poso amargo de la vida. Sin embargo, el gran tema de Delibes no es la desesperanza sino el desamparo, la orfandad radical de los hombres. En «Una noche así», tres pobres hombres se ofrecen compañía una noche de Navidad. En «El patio de vecindad», un jubilado solitario habla a través de la radio con personas tan solitarias como él. En «Una contradicción», una monja ayuda a un muchacho a morir escuchando su relato acerca de su desdichada hermana. Todos están perdidos, viven en el límite de la nada, pero ninguno de ellos ha perdido esa capacidad de hablar y escuchar a los demás. Es uno de los papeles que cumplen la naturaleza y los animales en la obra de Delibes: restaurar nuestros vínculos con la vida. Barbas mira la perdiz como un objeto amoroso; para Nilo, el viejo, las nueces de sus nogales son como pequeños cerebros donde se guarda el sueño de su hijo inocente prendido en sus copas, y el protagonista de Viejas historias de Castilla la Vieja recupera, al volver al pueblo en que nació, su mirada de niño.

     Varios de estos relatos son pequeñas obras maestras, y en ellas están algunas de las páginas más hermosas escritas jamás en nuestra lengua. Borges decía que había dos tipos de narradores, los que todo lo basaban en la expresión, y los que poseían el arte de la alusión y la sugerencia. Delibes pertenece a este segundo tipo, y estos cuentos lo demuestran de manera ejemplar. Delibes no se limita a pasear un espejo por un camino, como pedía Stendhal (cosa, por otra parte, que tampoco hacía él), aunque muchas veces pueda parecerlo. Es verdad que nos muestra un mundo definido y concreto, el campo castellano, su explotación y su miseria, o la pequeña y mezquina vida de las provincias españolas durante el franquismo, pero sólo para llevarnos a un instante de apertura, de revelación de otra verdad. James Joyce llamó epifanías a estos instantes de encantamiento. Y la obra de Delibes está salpicada de ellos. Es esa capacidad para transformar el detalle trivial en símbolo prodigioso la que le hace ser el gran escritor que es. Podría hacerse una lectura de la obra de Delibes espigando todos esos instantes. Me he referido a varios de ellos, utilizando la metáfora de ese camino que nos permite reencontrarnos no sólo con los otros hombres, sino también con el mundo natural. Eso es una epifanía, una pequeña explosión de realidad que hace del texto el lugar de la restitución.      Y Delibes, como quería Joyce, sólo escribe para dar cuenta de esos instantes en que «la realidad se vuelve de pronto expresiva».

     No quiero terminar este prólogo sin citar los dos títulos que prefiero. Pertenecen a cuentos, por otra parte, desoladores: «La mortaja» y «El refugio». En un cuento de I. B. Singer, dos muchachos judíos quieren huir del gueto de Varsovia. El muchacho consigue una pequeña vela, y la encienden para celebrar una de sus fiestas. Y, animados por el poder de esa luz, que despierta en ellos una fuerza y una esperanza nuevas, emprenden la huida y logran burlar el cerco de sus verdugos y escapar de la muerte. En «La mortaja» también el niño protagonista encuentra una luz así, la luz que desprende una luciérnaga. El cuento es terrible, pues nos enfrenta al egoísmo y la mezquindad de los hombres, pero el niño encuentra, gracias a esa luciérnaga, como los niños del cuento de Singer, la fuerza para enfrentarse a la muerte de su padre y la miseria que le rodea. Y al terminar de leer el relato algo nos dice que está preparado para enfrentarse a los problemas de la vida.

     En el otro cuento, «El refugio», un grupo de gente se ha tenido que refugiar de los bombardeos en un sótano lleno de ataúdes. Escuchamos sus conversaciones vulgares, que hablan de vidas pequeñas llenas de ruindad, pero, al final, el niño recuerda al dueño de la funeraria la promesa que le había hecho a su hermana de regalarle el pequeño ataúd de propaganda que había en el escaparate, y que ella quería para jugar con sus muñecas. Y entonces nos damos cuenta de que la niña ha muerto y que ya no se lo podrá dar. Como las fantasías de la niña de «Las visiones» o el vuelo de la perdiz roja, en los ojos del Barbas, ese pequeño ataúd se transforma de pronto en un símbolo jubiloso que nos anima a seguir porfiando. Me recuerda el final de Moby Dick, donde el joven Ismael logra salvarse utilizando el ataúd de su amigo el arponero. Estos hermosos y tristísimos relatos son como el juego de esa niña: ese diálogo entre el placer y la pena que, según Rilke, es la realidad más honda del corazón humano.

     El cuento de Miguel Delibes y el prólogo de Gustavo Martín Garzo están incluidos en el libro Viejas historias y cuentos completos de Miguel Delibes. (Menoscuarto Ediciones, Palencia, 2006).

 

 

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