Raquel Castro
Sería difícil explicarnos la literatura infantil y juvenil (lij) de nuestros días sin hablar, aunque sea un poco (y probablemente un mucho) del Reino Unido. De hecho, tendríamos que empezar refiriéndonos a Lewis Carroll y su Alicia, que por muchos es considerado uno de los primeros ejemplos de literatura para niños. Y antes de que alguien se enoje y nos quiera recordar que hay ejemplos como Mundo visible en dibujos, de Juan Comenius (que se publicó en 1658 en Núremberg) o el Fabulario, de Sebastián Mey (que es incluso anterior: de 1613, y fue publicado en Valencia, España), obras como éstas y aun otras que datan incluso de la Edad Media (abecedarios, silabarios, catones y bestiarios) tenían un claro objetivo didáctico y no literario; es decir, su fin era educar más que deleitar o entretener. Por otra parte, piezas como el Pentameron de Giambattista Basile, los Cuentos de Antaño, de Perrault o los Cuentos para la Infancia y el Hogar, de los Hermanos Grimm no eran tanto obras originales como recopilaciones de historias populares de narración oral, además de que, aunque ahora las veamos a menudo etiquetadas como «para niños», no fueron escritas pensando en un público infantil.
Alicia en el País de las Maravillas (1865) sí lo fue. Empezó como un cuento inventado un poco al aire para entretener a las tres hermanas Lidell (una de ellas, la que le da nombre a la protagonista de la historia), pero al darse cuenta del entusiasmo con el que las niñas lo acogieron, Charles Dodgson (que ése era el verdadero nombre de Lewis Carroll) se tomó muy en serio su creación: amplió la historia, estudió historia natural para investigar sobre los animales que salían en ella y, aunque ilustró él mismo una versión que hizo a mano y encuadernó para regalarle a Alicia, buscó a un ilustrador profesional (John Tenniel) e hizo que otros niños leyeran la obra para ver si les gustaba (algo así como un focus group avant la lettre).
El éxito de Alicia fue inmediato. En 1869 se publicaron las primeras traducciones, al francés y al alemán, y siguieron en cascada las versiones en otras lenguas, incluido el esperanto (traducción que, por cierto, apareció antes que la española). Y, como sigue pasando con los libros para niños y jóvenes con mucha frecuencia, hubo una segunda parte, publicada en 1871: se tituló A través del espejo y lleva el subtítulo Y lo que Alicia encontró ahí. Además, el mismo Carroll escribió una versión de Alicia en el País de las Maravillas para niños menores de cinco años. En inglés se titula The Nursery «Alice», y en español es Alicia para niños. Se publicó originalmente en 1870.
Sin duda, la excelente recepción que tuvo Alicia animó a otros autores contemporáneos de Carroll a explorar este campo prácticamente nuevo: el de las obras para niños que no llevan una moraleja ni buscan tratar al lector como un adulto incompleto. Este interés se extendió por muchos otros países (a México llegó un poco tarde, pero eso es tema para otra ocasión) y dio lugar lo mismo a libros maravillosos que hoy seguimos apreciando que a intentos lamentables que, por fortuna, se han ido perdiendo en la desmemoria. Pero el espíritu de las historias pensadas para un público infantil permaneció con fuerza en Reino Unido: tan sólo entre la aparición de la primera novela de Carroll y la Segunda Guerra Mundial podríamos mencionar El libro de la selva, de Rudyard Kipling (1894); El viento en los sauces, de Kenneth Grahame (1908); Peter Pan y Wendy, de John M. Barry (1911); las novelas del Doctor Doolittle, de Hugh Loftin (la primera publicada en 1920); Winnie-The-Pooh, de A. A. Milne (1926); las tres primeras novelas de la serie de Mary Poppins, de P. L. Travers (publicadas entre1934 y 1943) y, por supuesto, El Hobbit, de J. R. R. Tolkien (1936). En ese mismo periodo fueron publicados libros que en el Reino Unido son muy populares, pero que aquí no han tenido tanta resonancia, como El cuento clásico de Pedrito, el conejo travieso, de Beatrix Potter (1902); Una pequeña princesa y El jardín secreto, de Frances Hodgson Burnett (1905 y 1911, respectivamente) y La bruja novata, de Mary Norton (1943). Las de Burnett han dado pie a populares versiones cinematográficas, incluyendo La princesita, de Alfonso Cuarón; y quizá algunos de ustedes recuerden nebulosamente la trama de la novela de Norton por la película Travesuras de una bruja, realizada por los estudios Disney en 1973, con una muy joven Angela Lansbury en el papel protagonista.
Un caso interesante, por su influencia enorme en la literatura infantil del Reino Unido y su casi total desconocimiento en el resto del mundo, es el de Edith Nesbit. Nacida en 1858 y fallecida en 1924, Nesbit fue activista política, narradora y poeta. Con el pseudónimo E. Nesbit publicó alrededor de cuarenta libros para niños y unos veinte en colaboración con otros autores. Su importancia en la lij no se debe sólo a su abundante producción: algunos críticos la proponen, además, como una de las primeras exponentes de la fantasía contemporánea y, más específicamente, como la creadora de las historias de aventuras para niños. Incluso hay quienes sostienen que Nesbit fue más lejos que Carroll y Kenneth Grahame: en las historias de estos escritores, los protagonistas tienen que volver del mundo fantástico para adaptarse a la realidad (esto se interpreta como si después de la imaginación libre de la infancia hubiera que renunciar a ella para entrar al mundo adulto), mientras que en las novelas de corte fantástico de Nesbit (también incursionó en la narrativa realista) los elementos sobrenaturales se mezclan con lo cotidiano: es frecuente en su obra que, en medio de una situación «realista», con niños protagonistas contemporáneos de sus lectores, aparezca como elemento importante un personaje o un objeto mágico.
De acuerdo con Gore Vidal, quien escribió sobre Nesbit para la New York Review of Books en 1964, una de sus características más importantes es que retrata a los niños y niñas como enteramente humanos: «En una sociedad bien ordenada y establecida (Inglaterra en la época de Eduardo el Gordo [se refiere a Eduardo, el hijo de la Reina Victoria], la infancia [en la obra de Nesbit] está claramente definida como un grupo minoritario, como lo han sido los judíos y los negros en otros tiempos y lugares. Pequeños y débiles físicamente, dependientes económicos de otros, los niños no pueden controlar su entorno. Como resulta de ello, son forzados a desarrollar un sentido de comunidad que no necesariamente los hace más amables unos con otros, pero que al menos posibilita que se reconozcan unos a otros con perfecta claridad, y parte del genio de Nesbit es que logra verlos con esa misma claridad y falta de sentimentalismo con que ellos mismos se perciben».
Han sido muchísimos los autores que han sido influenciados, directa o indirectamente, por la obra de Edith Nesbit y su visión de la infancia. Quizá una de sus sucesoras más ilustres y reconocidas sea J. K. Rowling, quien no requiere de presentación; pero también escritores de la talla de C. S. Lewis (autor de las Crónicas de Narnia, recientemente convertidas en una popular serie de películas) y Diana Wynne Jones (autora de El castillo ambulante, base de la película animada El castillo vagabundo, de Hayao Miyazaki) reconocieron en su momento su influjo.
De acuerdo con los especialistas en la obra de Edith Nesbit, su mejor libro es The Enchanted Castle, publicado originalmente en 1907. Al parecer, no existen ediciones de esta obra (ni de casi ninguna otra suya) en español, pero hay buenas noticias: Libros de Alicia, una muy joven editorial regiomontana, acaba de lanzar una edición ilustrada de la primera novela que publicó Nesbit: Buscadores de tesoros, aparecida por primera vez en 1899.
Así como la literatura para niños ha gozado de tanto favor en Reino Unido desde hace más de un siglo, la literatura juvenil también ha sido muy popular, incluso desde antes de que se adoptara la idea en boga de que la adolescencia es, más que una etapa del desarrollo, una identidad. Fue después de la Segunda Guerra Mundial cuando la sociedad empezó a tomar en serio a los adolescentes, sus identidades, expresiones e intereses. En muchos países, Estados Unidos incluido, se aceptaba ya la existencia de la pubertad y había ya libros «juveniles», pero seguía en pie la idea general de que la adolescencia era un periodo breve, una tierra de nadie entre el territorio irresponsable de la infancia y las obligaciones de la nacionalidad adulta. En cambio, cuando después de la guerra se descubrió que las personas mayores de doce, trece años, y menores de dieciocho eran un público potencial precisamente debido a que tenían inquietudes diferentes a las de los adultos, el Reino Unido ya tenía un saludable catálogo editorial para este segmento de mercado.
Desde principios del siglo xx había en el Imperio Británico series de novelas para chicos que no eran niños ni adultos: por ejemplo, tenían gran favor del público las historias, generalmente costumbristas, que ocurrían alrededor de colegios de educación media (sí: algunas de éstas fueron, en parte, inspiración para la serie de novelas de Harry Potter); pero también tenían entusiastas lectores las novelas de aventuras en tierras exóticas, las de tema bélico y las de corte fantástico. Hubo muchos autores que publicaron con constancia y fueron muy queridos. Como Nesbit, muchos de esos autores están actualmente casi olvidados, pero su influencia en las nuevas generaciones de narradores es notable. Y, como Nesbit, varios de ellos son redescubiertos de tanto en tanto.
Un ejemplo: William Earl Johns, quien firmaba sus libros como Capitán W. E. Johns, y que dio vida a un personaje que sigue siendo popular y querido en Gran Bretaña: el piloto aviador Biggles, protagonista de muchas aventuras de guerra escritas entre 1932 y la muerte del autor en 1968. Pero además de las novelas sobre Biggles, Johns escribió al menos otras tres series de tema bélico (de entre seis y once volúmenes cada una) y una de ciencia ficción tipo space opera.
Otro: Enyd Blyton, poeta y novelista que ha permanecido entre las autoras más leídas del mundo desde la década de 1930. De sus obras se han vendido más de seiscientos millones de ejemplares, y, a pesar de que se les ha acusado de elitistas, sexistas y xenófobas, siguen siendo muy populares en Inglaterra. Entre su enorme producción podemos mencionar la serie St. Clare’s, acerca de las aventuras de un par de gemelas en un internado típico inglés.
Y, por supuesto, un panorama de la literatura infantil y juvenil inglesa estaría incompleto si no mencionamos a autores más recientes como Michael Bond (autor de la serie Un oso llamado Paddington), Diana Wynne Jones (ya mencionada arriba por El castillo ambulante, pero autora también de, entre muchas otras, la serie Crestomantes), Roald Dahl (autor de Matilda y de Charlie y la fábrica de chocolate, por mencionar sólo un par de sus obras) y Neil Gaiman (Coraline, Stardust y la novela gráfica seriada Sandman, entre otras); así como otros autores que no han escrito específicamente para niños, niñas o adolescentes, pero que son queridos y seguidos por ellos, como Lord Dunsany a principios del siglo pasado, Patrick O’Brian algunas décadas después y Alan Moore en la actualidad.
Todas las culturas humanas se cuentan historias, pero, por diversas razones, no siempre comprensibles ni justas, algunas se destacan más que otras: llegan más lejos y a más personas. Así ha sucedido, durante siglos, con la cultura del Reino Unido, que por mucho tiempo fue una de las naciones más poderosas del mundo y todavía hoy ejerce fuerte influencia en muchas otras más allá de la literatura. Las lij de aquel lugar del planeta han tenido ventaja, pero, por fortuna, también numerosos representantes de gran calidad, y se han vuelto significativas, entrañables, para millones entre nosotros, sin importar nuestro propio origen.