Mentiras, fama, memoria, enfermedad y el teatro de Reza Abdoh / Salar Abdoh
Mi hermano Reza siempre estada encabronado conmigo, porque muy frecuentemente tenía que salvarme de situaciones difíciles. Una vez, antes de que yo me saliera o me echaran (no recuerdo bien) de la preparatoria Fairfax, en West Hollywood, le llamé de un teléfono público, en la esquina del Boulevard Santa Mónica y Holloway Drive, para decirle que me estaban siguiendo y necesitaba que me recogiera. Mentó madres, pero fue por mí. Una hora antes, yo me había peleado en clase y había golpeado a un alumno de segundo año con una cadena, y luego había huido. Ahora iba caminando, y creía que me seguían, él y su pandilla, en coche.
El caso es que, encabronado y todo, Reza sí fue a rescatarme —como en aquella ocasión— unos meses después, cuando tuvieron que llevarme a emergencias para que me hicieran un lavado estomacal por otra estupidez que había hecho. Reza no dijo groserías ni me gritó después del hospital. Me llevó a comer hamburguesas, y con todo y mi estómago recién lavado, ordenó la comida y hasta trató de sonreír.
Creo que ya en ese momento él estaba realmente preocupado de que yo no pudiera sobrevivir mucho tiempo más en este mundo.
Años después, nuestros roles se habían invertido. En el pináculo de la fama de mi hermano, pero también al principio de la última y más seria fase de su enfermedad, sida, regresé de una estadía de dos años en Teherán a vivir con él y su pareja, Brendan, en Nueva York. Nos volveríamos colaboradores entonces, Reza y yo. Él quería que yo escribiera sus obras de teatro con él, y yo quería, desesperadamente, que él no muriera.
Y cuando murió, no caí de inmediato en el abismo. Más bien pasó más tiempo para que yo comenzara a bajar, paso a paso, por la escalera de la depresión hacia la inevitable oscuridad. Un malestar total se desdoblaba y tomaba control de casi todas mis horas de vigilia, y así sería por muchos años, incluso después de que yo publicara mi primer libro, recibido con un poco de reconocimiento en el brutal mundo literario de Nueva York, y lograra un puesto académico respetable debido a mi escritura.
El duelo y el dolor toman muchas formas distintas. A veces es como si uno entrara a una cueva, y entre más profundo se llega hay menos luz para iluminar el camino. Eventualmente, se llega a un lugar de total oscuridad. Para mí, eso ocurrió en una noche en que me fui a dormir, y al despertar parecía como si alguien hubiera apagado el interruptor.
La noche del cumpleaños sesenta de mi mentor y profesor de redacción, me encontré como un polizón en una casa llena de luminarias del mundo del arte y la literatura de Nueva York. Uno de los invitados era Susan Sontag, devota del teatro de Reza. Sontag me dio un abrazo breve pero genuino cuando le dije quién era. Luego nos apartamos y no volvimos a hablar. Si bien no era precisamente fan del estilo epigramático de Sontag, quería creer que en este caso habría una revelación concisa sobre la muerte de Reza, al menos de una pensadora de su calibre, que, pensaba yo, me ofrecería algún tipo de ventaja emocional. Esto era una esperanza irracional, nacida de la angustia.
La mañana siguiente abrí los ojos pero no podía levantarme de la cama. Era como si me hubieran cortado una extremidad. Esa extremidad, ahora lo sé, era Reza. El magro encuentro con Sontag, la eminente seguidora de Reza, había cimentado una realidad que no había podido afrontar todo el año anterior: Reza, mi hermano, se había ido irremediablemente. Había perdido mi ancla principal en esta vida. Estaba solo.
No me convence el viejo adagio de que el tiempo cura todas las heridas. Lo que hace el tiempo es atenuar el dolor, que es algo diferente —como si miráramos una vieja fotografía, decolorada y distante, pero aun así todavía muy presente. El último año de la vida de Reza fue inaguantable. Para él. Para mí. Para su pareja. Hay pocas cosas que rompen el corazón tanto como ver a una persona enferma terminal tener un día «bueno», un destello de salud y esperanza. Porque, cuando la enfermedad viene de nuevo —y lo hará, invariablemente—, se siente como si el universo nos jugara una broma cruel. He visto muchas muertes más desde la de Reza, incluso la violenta y repentina muerte de hombres en el campo de batalla, pero para mí nada se compara con la lenta disminución de un ser querido frente a uno, ver la fuerza vital irse poco a poco, un día a la vez, hasta que no queda nada por qué luchar.
El ascenso repentino de Reza en el mundo del teatro, como si hubiera salido de la nada, hizo que la gente quisiera entender mejor quién era y cuáles eran sus influencias. Sus obras dejaban tambaleándose al público. Ya fuera que las escenas que dirigía se desarrollaran en diversas manzanas de la ciudad o estuvieran confinadas en espacios claustrofóbicos, él lograba seleccionar imágenes y extraer actuaciones que llegaban a la magnitud de la autoinmolación. Era teatro furioso, febril. Era agotador, y tenía una energía adictiva. Después de ver, por ejemplo, una producción asombrosa de tres horas de El rey Lear que dirigió cuando tenía sólo veintiún años, con un presupuesto de casi nada, era una monserga para mí ver otras interpretaciones de Shakespeare. Los que estuvimos con él entendíamos, quizá inconscientemente, que ahí ocurría algo extraordinario. Estos ensayos, estas representaciones, nunca se repetirían en la historia del teatro, no de esta manera, con esta fuerza, con esta vitalidad. Llegarían otros que harían trabajos igualmente grandiosos, pero el teatro que Reza Abdoh traía al escenario mundial era suyo y sólo suyo. Una vez que se fuera (y todos sabíamos que se iría), nadie podría reemplazarlo.
Reza murió a los treinta y dos años, y entonces comenzaron las preguntas. De hecho, habían comenzado desde bastante antes. ¿Realmente había estudiado danza Kathakali en la India? No. ¿Había participado a los nueve años como un niño actor en una de las obras épicas de Robert Wilson en el Festival de las Artes de Shiraz en Irán? Improbable. Pero la cuestión que siempre dominaba las listas de investigadores, conocidos y gente de teatro era el hecho de que nuestra madre era italiana. Nuestra madre era cien por ciento persa, de hecho, y no tenía ni una onza de italiana. La razón psicológica del hecho de que Reza, en la cima de su popularidad, hubiese fabricado esta particular información, y la razón de que la gente estuviera obsesionada con el hecho de que nuestra madre fuera italiana son interesantes. La mentira de Reza venía del miedo. El miedo al fracaso en un ambiente en el que los sentimientos antiiraníes eran especialmente fuertes. Era apenas mediados de los años ochenta. La revolución de Irán seguía fresca, como la guerra con Iraq y el recuerdo de la reciente crisis de rehenes, en la mente de Estados Unidos. Sé que Reza se arrepintió eternamente de haber dicho que su madre era italiana. Pero en esos tiempos, cuando apenas tenía veintitantos y todavía le costaba trabajo destacar, decirle a los demás que su madre era italiana le daba un poco de libertad de acción y lo hacía un poco más exótico en vez de simplemente temido. Pero ¿por qué se daba esta fascinación por nuestra supuesta ascendencia italiana? Por muchos años, me enfurecía cada que alguien me preguntaba si mi madre era italiana. «¡No, maldita sea!», quería gritar cada vez, aunque realmente no entendiera la fuente de mi furia. Tomó mucho tiempo y lectura entender de dónde venían los insidiosos efectos subconscientes del chauvinismo cultural antes de entenderlo. Tener una madre italiana le explicaba a muchos el genio de Reza. Era imposible aceptar que un iraní, de menos de treinta años de edad, hubiese reescrito las reglas del teatro internacional y colocado de cabeza el arte teatral. Tenía que ser esa mitad italiana la que lograba esto, esa especial sangre europea que corría por sus venas —la sangre de Dante, Verdi, Pirandello y Fellini. Era un tipo de condescendencia que he encontrado en mi propia vida varias veces desde entonces. No pasa un año sin que alguien se sorprenda de que formo parte del departamento de literatura inglesa de un sistema universitario importante en Estados Unidos, y en Nueva York, el colmo. No es comprensible para los extraños que justo como un americano, un británico, un francés, un hombre o una mujer pueda ser experto en lo persa y lo árabe; también puede ocurrir lo opuesto. Con esto, recuerdo una entrevista donde el fallecido Edward Said narra la sorpresa expresada por alguien de que él, un árabe, fuera capaz de tocar el piano y tocarlo bien.
Las mentiras blancas y las exageraciones ocasionales de Reza me persiguieron por mucho tiempo. En particular la de que había sufrido abuso físico por parte de nuestro padre. Nuestro padre era un duro hombre del Medio Oriente, con tendencias violentas hacia cualquiera, con ancestros de la región iraní de Lorestán, donde la lealtad y la violencia definen a la gente. Para Reza, que había sufrido infinitamente para definir una franca identidad homosexual desde este contexto de extremo machismo, la noción del abuso, para la que están tan prestos los oídos occidentales, era simplemente parte de un mito mucho mayor —tal como lo era haber estudiado Kathakali en India o haber sido un niño actor para Robert Wilson en Irán. Funcionaba. Le daba una complejidad a su identidad que complementaba bien su obra teatral.
Eventualmente, sin embargo, guardé esas mentiras blancas y traté de olvidarlas. La muerte de Reza me había sofocado. Habíamos estado trabajando en la siguiente obra, Historia de la infamia. En algún punto, viendo nuestra biblioteca en el departamento de Times Square que habíamos compartido, encontré una copia de Historia universal de la infamia, un libro delgado que, inmediatamente entendí, fue de donde Reza obtuvo el título. Era un gran título, aunque el mismo Borges haya pensado siempre que los cuentos de su trabajo temprano eran esfuerzos juveniles.
En este punto, Reza y yo habíamos encontrado nuestro ritmo. Me daba una visión o un tema y me permitía llevarla a fruición. Mi trabajo era construir bloques de texto, de prosa completamente libre —sumamente distintos de mi inclinación natural por escribir novelas y ensayos estrechamente estructurados. Trabajar con Reza me liberaba; era poesía, algo que nunca he podido hacer. La idea principal de Historia de la infamia hablaba de dos personas condenadas a muerte, una literal y otra figurativamente. Uno de los hombres, como Reza, estaba muriendo de una enfermedad terminal. El otro estaba encarcelado, esperando su ejecución. Recuerdo que durante ese periodo nuestro departamento estaba lleno de libros que hablaban de dos temas: la pena capital y la lucha de los hombres negros en Estados Unidos. A pesar de la obra Tight, Right, White, un ataque feroz a Estados Unidos, plagado de racismo, todavía no acababa con el tema y buscaba regresar a él por la puerta trasera. Las estadísticas hablan por sí solas. La población de negros en Estados Unidos es alrededor de doce por ciento, mientras que entre las personas condenadas a muerte en Estados Unidos los negros representan un tremendo cuarenta y dos por ciento.
Historia de la infamia era del tipo de «furia contra la muerte de la luz» que ya habíamos visitado en nuestra pieza anterior, Quotations from a Ruined City, una obra que enfrentaba la enfermedad, la muerte y el genocidio que en ese momento ocurría en la antigua Yugoslavia. Yo buscaba libros para que Reza los viera para la nueva obra, y uno que parecía bastante apto en ese momento, que encontré por casualidad en la librería Strand, era Intoxicated by my Illness, de Anatole Broyard; un pequeño y apasionado volumen que el crítico del New York Times había escrito antes de, finalmente, sucumbir ante el cáncer. La salud de Reza empeoraba cada día. Aun así, se inspiraba en las oraciones de Broyard y parecía elevarse con ellas. Mientras, hablábamos, y yo seguía escribiendo para él. No recuerdo el contexto, pero un día le di una línea específica para nuestra obra: ¿Qué si el desembarco es una palabra solitaria? Inmediatamente tomó raíz en él esta noción de desembarcar, que implica tanto una llegada como el fin de un viaje. Un desembarco tiene doble filo, en el hecho de que es al mismo tiempo un principio y un final. Es dejar una embarcación, como un barco, para dirigirse a la tierra de algún puerto. Pero el énfasis de esta línea era específicamente la intrínseca soledad de la ocasión —¿qué si el lugar a donde se llega, la muerte, es una soledad final e irrevocable? Por días, Reza nadó en esta idea. Me preguntaba cómo y por qué había llegado a esa oración. No le dije «Porque mi mente necesita llegar a algo antes de que mueras, Reza. Ambas, mi mente y tu muerte, no me dejan en paz».
De aquí en adelante, la memoria se me pone borrosa. No sé si faltan días o semanas o meses antes de que Reza muera. Lo que se vuelve claro es que no habrá otra obra. Aquí terminamos. Entonces, ¿qué ocurrió con el guion de Historia de la infamia? El paso del tiempo me convence de que nunca lo terminamos. De hecho, me hago creer que realmente nunca empezamos. Quizá escribimos algún renglón por ahí, o algunos bloques de texto sin sentido, y nada más. Es una idea con la que puedo vivir, porque disminuye el tormento de haber estado en la cúspide de otra obra, y después simplemente no poder hacerla. Y luego, en algún punto de 2012, diecisiete años después de la muerte de Reza, me encontré con una reimpresión de una entrevista que tuve en 1998 con el escritor Daniel Mufson. Una porción de nuestro intercambio era así:
dm: Tu colaboración con él era más intensa en Quotations from a Ruined City, ¿cierto?
sa: Sí. Empezaba a parecer que desde ahí iba a escribir todas sus obras. Yo escribí la última obra, y hasta la terminé, pero luego se enfermó.
dm:¿Historia de la infamia?
sa: Sí.
¿Cuál es verdad? ¿Mi memoria, mi recuerdo quizá fallido, de 2012 y después, de que nunca terminamos Historia de la infamia? ¿O mi aseveración, en 1998, una fecha mucho más cercana a la muerte de Reza, de que habíamos terminado el guion?
¿Por qué esta discrepancia? ¿Mentía entonces, como Reza estuvo inclinado a hacerlo de vez en cuando? ¿O es la ruina del tiempo que me ha ayudado a borrar algo precioso de uno de los periodos más dolorosos de mi vida? Puede incluso ser un arranque de furia autodirigida —furia por la muerte de Reza— que me haya obligado a echar al excusado todo lo que había escrito para esa obra. Ya no sé lo que es verdad. Y me hace sentir incómodo, incluso humillado, no saberlo. Se dice que el olvido es un mecanismo de defensa. ¿Qué tan importante fue para mí olvidar Historia de la infamia? Nunca sabré. De nuestro guion inconcluso, lo que he cargado por tanto tiempo es esa única línea —¿Qué si el desembarco es una palabra solitaria?— y solamente porque Reza quedó tan cautivado por sus implicaciones que no dejaba de repetirla.
En una de tantas conmemoraciones y memoriales que se llevaron a cabo en varias ciudades del mundo para Reza, poco después de su muerte, en Los Ángeles alguien se acercó a nuestra madre y de repente comenzó a hablarle en italiano, obviamente tratando de hablar con la madre de Reza en su lengua nativa. Mortificada, pero sin chistar, nuestra madre, que hablaba francés e inglés fluidamente (pero no italiano), y que por fin había obtenido una visa para venir a los Estados Unidos para estar con Reza en sus últimos días, asumió un aspecto absolutamente teatral de agonía, como una actriz veterana, y exclamó: «¡Por favor! ¡Este idioma sólo me trae malos recuerdos y me niego a hablarlo!». La persona le creyó, o fingió hacerlo, y no hablaron más en italiano, en su lengua nativa.
Sólo menciono esto porque habría sido un final apropiado, el lugar donde podría dejar las falsedades y los malos recuerdos. Pero la vida nunca es así de limpia. No fue sino hasta la primavera de 2018, mientras el neoyorquino Museo de Arte Moderno en ps1 y la revista Bidoun hacían preparaciones finales para una temporada completa de retrospectiva de la obra de Reza, que regresó a mí el deseo de conocer la verdad —y había estado en contacto continuo con los curadores sobre la cronología de la vida de Reza y sus recuerdos.
Los archivos de Reza Abdoh se encuentran en la Biblioteca Pública de las Artes Teatrales del Lincoln Center, en Nueva York —un notorio acervo de riqueza para los investigadores, que yo nunca he visitado, aunque llevo años pasando por ahí varias veces a la semana. ¿Por qué nunca había ido a saber más sobre Historia de la infamia? Ésa fue la primera pregunta que me hice a mí mismo. Respuesta: «Porque has tenido miedo de lo que encontrarías. Porque no has estado listo»
Una medianoche de mayo, de un día brillante y cálido en el que los graduados de universidad habían llegado al Lincoln Center de birrete y toga para fotografiarse, yo finalmente hice el viaje. Frente a la biblioteca hay una gran escultura metálica de Alexander Calder, detrás del extenso complejo que también aloja la Filarmónica de Nueva York, la Ópera Metropolitana, Julliard School y el Teatro Americano del Ballet —varios de los bienes raíces más preciados del planeta. Mientras esperaba que el bibliotecario me trajera la «caja 6» de los archivos de Reza Abdoh (la caja específica que aloja los proyectos en los que habíamos trabajado juntos), exploré el lugar y vi en estantes de cristal objetos preciosos para cualquier coleccionista: los zapatos de Arturo Toscanini, los lápices de Clara Schumann, el pañuelo de Franz Liszt…
Este lugar era un monumento a la organización y al acceso, y nada que yo conociera de mi tierra se parecía. Y yo, que nunca he podido aguantar mucho en bibliotecas o museos, más de cinco minutos antes de sufrir de aburrimiento y sueño, estaba hipnotizado, completamente despierto. Éste era el tributo que el mundo occidental se hacía a sí mismo, y a su habilidad de preservar las cosas, de no dejar desaparecer el pasado a la ligera, de mantener un sentido de continuidad y, por lo tanto, de respeto. Cuando llegó la caja, lo primero que me llamó la atención fue el guion de ciento cincuenta y una páginas de una obra que había escrito para Reza basado en el Shahmnameh, el Libro de los Reyes, la gran épica nacional de Persia, que Reza había querido montar para el festival de Los Ángeles, y que me había pedido convertir en una historia autocontenida basada en la gran épica. Pero, por alguna razón, el proyecto del Shahmnameh se había abandonado, y tuvimos que inventar otra cosa deprisa —y esa otra cosa resultó ser Quotations. En ese momento Reza me dijo que el patrocinio para el Shahmnameh se había negado y necesitábamos hacer algo menos costoso. Es cierto que el presupuesto de escenarios y vestuarios para Quotations sería efectivamente una fracción de lo que habría sido el del Shahmnameh, pero en retrospectiva creo, aunque no puedo estar seguro, que la verdadera razón por la que Reza cambió de proyecto fue que en ese punto ya estaba demasiado enfermo y débil para lidiar con el Shahmnameh. Habría necesitado un nivel de esfuerzo y cansancio que simplemente no tenía en ese punto. Pero además, más que eso, también imagino que Quotations tenía una urgencia especial en la vida personal de Reza, en su historia actual, y que era mucho más apto.
No recuerdo mucho de la obra, excepto que me había enfocado en la tragedia de padre e hijo de los guerreros Rustam y Sohrab. Ahora veía que el texto era realmente una mezcla confusa de personajes shakespearianos genéricos, como un «tonto», un coro al estilo de las tragedias griegas, y varios personajes del mismo Shahmnameh, ejecutados con un toque posmoderno para presumir las acrobacias literarias de un escritor joven. Esta afectación y el diálogo imparable de mi propio guion de hacía un cuarto de siglo eran realmente dolorosos de leer. No podía soportar su pretensión inmadura, y después de sólo unas cuantas páginas lo dejé de lado. El texto sí mostraba algún potencial, pero una falta de humildad y la inexperiencia con el balance del tiempo en el teatro lo arruinaban. Por supuesto, Reza habría sabido exactamente qué hacer con esos bultos de palabras, y habría cortado y cortado hasta que el manuscrito fuera menos de la mitad, y habría añadido sus propias líneas para darle sabor al trabajo. Para cuando terminara, el guion gigantesco habría sido filoso como una navaja, y habría estado completamente listo.
No podía ignorar la extrañeza de estar sentado frente a un bibliotecario para ver material escrito que yo mismo había puesto en papel hacía tanto tiempo, material que había estado archivado en este edificio desde hacía tantos años. Era como si fuera un ladrón que regresa a una casa que ya no es la suya, buscando los secretos de alguien más. Eran palabras que me parecían familiares pero lejanas. Cerca, pero muy, muy lejos.
Historia de la infamia resultó ser un archivo mucho menor. ¡Además de unas cuantas hojas escritas a mano por Reza, sólo había seis páginas mecanografiadas! No estaba cerca de ser un producto terminado, para nada. A menos que, como lo sospechaba, yo mismo hubiese tirado grandes partes de mi porción de texto en algún punto. Lo que me llamó la atención, aun así, fueron pedazos de mi vida temprana. En la página 1, segmento A, encontré:
El agujero en el espejo se hace cada vez más grande.
Esta oración era de un libro de poesía de una poeta callejera que había conocido cuando era un estudiante universitario en Berkeley. La línea ya no me conmovía ahora, ni la encontraba sofisticada o interesante, pero a los veinte años de edad, cuando la encontré por primera vez, pensaba que era lo suficientemente especial como para recordarla. O quizá, incluirla en una obra de Reza Abdoh había sido mi forma de inmortalizar a una mujer mayor sin hogar que había vendido su poesía de mesa en mesa en los cafés de una famosa ciudad universitaria hacía muchos años.
La página 3 me llevó de regreso, de inmediato, a aquellos tiempos en que Reza se enojaba conmigo a menudo:
Estás ahí sentado, haciendo nada útil una tarde de domingo, y el guardia dice: «¿Eres protestante o católico ?» .
Estaba en el reformatorio, de nuevo. No importa por qué me metieron esta vez. Era, como indica el texto, domingo por la tarde —aunque yo creo que más bien era la mañana— y no tenía nada que hacer en la cárcel. El domingo era, obviamente, día de iglesia, y al guardia no se le ocurría que yo podría no ser ningún tipo de cristiano. Cuando uno está sentado en una celda solitaria todo el día y alguien le da la oportunidad de unirse a los seres humanos por una hora o dos, no importa si lo mandan a un lugar de culto que no es el propio. Respondí rápidamente que era protestante. ¿Por qué protestante? No sé. Fue una decisión arbitraria y repentina. Y en unos minutos estaba haciendo fila con un grupo de rufianes «protestantes» para ir a la iglesia.
Así que el texto del segmento B de Historia de la infamia hacía referencia a mi hora en la iglesia, en la cárcel, en algún lugar de la zona metropolitana de Los Ángeles, California. Recuerdo que nos habían mostrado una de esas viejas películas japonesas de Godzilla, inmediatamente después de la misa. Lo absurdo de ver a Godzilla en la banca de la iglesia de la cárcel era notorio para mi yo de dieciséis años, y no muchos años después incluiría todo esto en el próximo trabajo de Reza. También incluiría mi momento de verdad en esa Casa de Dios: con lágrimas en las mejillas, juré cambiar mi camino de delincuente de ahí en delante. Y realmente empecé a hacerlo.
Luego, justo al principio de la página 4, unos cuantos renglones después de Godzilla y mi expiación, ahí estaba la línea que había venido a buscar. La línea que se había quedado en boca de Reza casi hasta el final:
tp: ¿Qué si el desembarco es una palabra solitaria?
El guion mecanografiado claramente indica cuál de los actores tenía que haber dicho esta línea. tp, Tom Pearl, uno de los actores que eran un pilar de Dar a Luz, su compañía de teatro.
La respuesta —que también es una pregunta, porque realmente no hay respuesta— viene de otro de los actores principales de Reza, Peter Jacobs:
pj: ¿Y qué si lo es?
Traducción del inglés de Héctor Ortiz Partida