Se atribuye a Tertuliano la consignación de una práctica preventiva en la antigua Roma. Cuando los héroes de una victoria militar desfilaban por las calles de la metrópoli, coronados de laureles y envueltos en la euforia, propia y colectiva, del triunfo, solía designarse a alguien —generalmente de toda la confianza del héroe pero de mayor edad— para que lo acompañara durante los fastos con la única misión de recordarle en todo momento que su condición sobre la tierra no era la de un dios, sino la de un mortal.
Una variante de este ejercicio moral pasará más tarde a la religión cristiana de diversas formas: una de las más practicadas es la costumbre de marcar la frente con polvo al final de las fiestas de Carnaval, con lo que se señala también el inicio de la Cuaresma. Me refiero al Miércoles de Ceniza, sencillo bautismo de tierra que se acompaña de la sentencia bíblica «Polvo eres y en polvo te convertirás».
El tópico ha sido abordado también por el arte a través de un sinnúmero de variantes. De los epitafios griegos al Cementerio marino de Paul Valéry, o de las danzas de la muerte de la Edad Media a los grabados de calaveras catrinas de José Guadalupe Posada, el imaginario de este tópico se renueva, pero el tema no. La finitud de la vida y sus obras suele ser evocada mediante una de sus más concluyentes manifestaciones: la osamenta. A esta meditación en torno a la muerte se le conoce como memento mori.
Un memento mori no pretende ser explicación ni consuelo, no celebra ni lamenta tampoco: reconviene y aconseja la mesura, la reflexión a tiempo acerca de la materia sobre la que se erigen la vida y sus trabajos. Involucra una pausa, un alto en el camino para reconocer aquello que separa a lo banal de lo verdadero; pero, sobre todo, supone un recordatorio de la medida de lo humano frente a sus —con frecuencia— delirantes aspiraciones.
La literatura en lengua española es quizás una de las más incesantes creadoras de este tipo de meditaciones, cuya lista, por extensa, sería imprudente citar aquí. Pero, sin duda, uno de los ejemplos más contundentes de un memento mori entre nosotros es la Prosa de la calavera, de José Emilio Pacheco.
Publicado originalmente en 1981 en Nueva York, en una reservada edición con grabados de Miguel Cervantes, este texto fue más tarde incorporado al libro Los trabajos del mar (1983) y, como buena parte de la obra escrita de este autor, en sucesivas reediciones ha experimentado la metamorfosis de la corrección. No obstante, en su versión actual 1 el texto ha enmagrecido estilísticamente y no sólo ha conservado su estremecedora fuerza original, sino que la ha concentrado.
Se trata de un monólogo presentado en 28 párrafos cortos o versículos. Efectivamente, el texto está resuelto bajo los preceptos de una sobria prosa; si bien esta Prosa de la calavera siempre ha sido compilada por su autor como parte de su obra poética. Esta particularidad tiene poca relevancia si consideramos que, en general, la escritura de José Emilio Pacheco es un permanente desafío a las fronteras entre géneros literarios. No hay, pues, por qué sorprenderse de que uno de sus mejores poemas se presente como una prosa.
El cráneo, la parte del esqueleto llamada cráneo, el conjunto de huesos que, unidos, reconocemos como tal, es el protagonista del poema que nos ocupa. Precisamente esta voz ósea, esta voz desde la calavera —es decir, el recurso literario de transmitir la primera persona del discurso a un cráneo humano— es posiblemente el gran acierto dramático del texto.
Luego del epígrafe que, a manera de advertencia, cita el conocido pasaje del profeta Isaías: «toda carne es hierba, y toda su gloria como flor del campo», la Prosa de la calavera comienza presentándose como una entidad anónima y múltiple. Su voz es Nadie y es Legión. Su naturaleza es indistinta porque forma parte de todo individuo y a la vez es la negación de cada uno:
Como Ulises me llamo Nadie. Como el demonio de los Evangelios mi nombre es Legión.
Soy tú porque eres yo. O serás porque fui.
Tú y yo. Nosotros dos. Vosotros, los otros, los innumerables ustedes que se resuelven en mí.
Entidad poderosa por fantasmal, que atraviesa la Historia con la gravedad de un símbolo más directo que cualquier lenguaje, esta voz parece provenir no de un tiempo y lugar determinados, sino desde una zona íntima y ancestral de la conciencia.
Mi imagen omnipresente en Tenochtitlan recordaba a todos y a toda hora la conciencia del fin, el fin de cada azteca y del mundo azteca.
Después me volví lugar común para simbolizar la sabiduría. Lo más sabio suele ser lo más obvio. Y como nadie quiere verlo de frente, nunca estará de sobra repetirlo:
No somos ciudadanos de este mundo sino pasajeros en tránsito por la tierra prodigiosa e intolerable.
El cráneo descarnado, como tal, no vence a la muerte. Sólo la evidencia y la anuncia. Impone una anticipación. No se confiere tampoco al cráneo la victoria sobre el tiempo, sino apenas un vestigio de más lenta desintegración. A partir de aquí, como si se tratara de una demostración bajo el protocolo de la lógica, la voz ósea argumenta su significado:
Si la carne es hierba y nace para ser cortada, soy a tu cuerpo lo que el árbol a la pradera. Ni invulnerable ni perdurable, resisto un poco más y eso es todo.
Cuando tú y los nacidos en el hueco del tiempo que te fue dado en préstamo acaben de representar su papel en el drama, la farsa, la comedia y la tragedia, permaneceré por algunos años desencarnada.
Serena máscara, secreto rostro que te niegas a ver —aunque lo sabes íntimo y tuyo y siempre va contigo—, yo soy tu cara auténtica, la que más te aproxima a tus semejantes.
En fugaces células que a cada instante mueren por millones tengo adentro cuanto eres: tu pensamiento, tu memoria, tus palabras, tus ambiciones, tus deseos, tus miedos, tus miradas que a golpes de luz erigen la apariencia del mundo, tu entendimiento de lo que llamamos realidad.
E incluso esta argumentación ontológica se permite, de paso, una consideración de índole moral:
Lo que te eleva por encima de tus hermanos martirizados, los animales, y lo que te sitúa por debajo de ellos, la señal de Caín, el odio a tu propia especie, tu capacidad bicéfala de hacer y destruir, hormiga y carcoma.
La voz de la calavera parece, por lo tanto, no sólo tener raciocinio, pues demuestra también algo parecido a un código de ética. Sin embargo, un giro hasta cierto punto inesperado en esta meditación fúnebre convierte el discurso de la desintegración en recomienzo y la fatalidad en liberación:
En vez de temerme o ridiculizarme por obra de tu miedo deberías darme las gracias. Sin mí, qué cárcel sería la vida en la tierra. Qué tormento si nada cambiara ni envejeciera y durante siglos de desesperación sin salida la misma gente diera vueltas a la misma noria.
Gracias a mí todo es valioso porque todo es irrepetible y efímero.
Único es todo instante y cada rostro que florece un segundo en su camino hacia mí.
Acudiendo a uno de los tropos tradicionales del memento mori —la danza macabra o el desfile de las glorias mundanas hacia la fosa—, Pacheco restituye con breves sentencias la alegoría de la Muerte Victoriosa:
Porque voy con ustedes a todas partes. Siempre con él, con ella, contigo, esperando sin impaciencia ni protestar.
Los ejércitos de mis huesos han forjado la historia. De la pulverización de mis añicos está amasada la tierra. Reino en el pudridero y en el osario, en el campo de batalla y en los nichos en donde por breve tiempo se venera a las víctimas de lo que ustedes llaman la gloria.
Y no es sino la maligna voluntad de negarme, el afán estúpido de creer que hay escape y por medio de actos y obras alguien puede vencerme.
Actos y obras cargan también su sentencia de muerte, su calavera invisible: último precio de haber sido.
La voz ósea se dirige de pronto a su auditorio con inquietante familiaridad («hermana mía, hermano mío») para afirmar que ella, que en cierta forma se considera nuestra «hija», heredará «la nada de tu nombre»; pues «me formé de tu sustancia en el vientre materno». La muerte, entonces, cambia de sitio y deja de presentarse como lo postrero para situarse en lo prenatal. En todo este pasaje hay una reminiscencia de la terrible imagen de Coatlicue, la diosa azteca que, precisamente, está pariendo un cráneo:
Contigo, hermana mía, hermano mío, me formé de tu sustancia en el vientre materno. Volverás a la oscura tierra. Yo, que en cierta forma soy tu hija, heredaré la nada de tu nombre. Seré tus restos, tus despojos, tus residuos, tus sobras: testimonio de que por haber vivido estás muerto.
Así, quién lo diría, yo, máscara de la muerte, soy la más profunda entre tus señales de vida, tu huella final, tu última ofrenda de basura al planeta que ya no cabe en sí mismo de tantos muertos.
Y continúa, cada vez más familiar y humanizadamente, este cráneo sopesando su posible devenir, lo mismo que su curiosa «última voluptuosidad»:
Estaré aquí poco tiempo, de cualquier modo muy superior al que te concedieron.
A menos que me aniquiles junto con tu carroña, aceleres por medios técnicos o por lo imprevisible el proceso que conduce a nuestra última patria: la ceniza de que los dos estamos hechos.
Si desapareciera contigo me privarías de la última voluptuosidad: creerme superior a los gusanos que devoran a los devoradores del mundo y apenas me rozan con sus viscosidades. (Me siento afín a ellos porque también soy innombrable.)
Más allá del objeto (calavera), se alude a lo largo del poema al concepto que lo abisma de significado (muerte). Más allá de este concepto, aparentemente escatológico, se alude a la finitud. La finitud inmanente a cualquier forma orgánica. La certeza de la finitud parte de y regresa a un objeto único, en el cual se deposita toda la fuerza de la primera visión: la imagen de un cráneo humano, la imagen de lo que la carne oculta y que emerge cuando ésta se descompone. Por ello el final concentra de nuevo toda su carga en esa figura que es «el ombligo del mundo, el centro del universo», la imagen que irrumpe tras la máscara de lo viviente y que está dentro de cada uno de nosotros:
Pero mientras la carne me disfraza y las células ocultas me electrifican soy (si bien nada más para ti: cada uno / cada una) el ombligo del mundo, el centro del universo.
Toda belleza y toda inteligencia descansan en mí. Sin embargo me repudias, me ves como señal del miedo a los muertos que se resisten a estar muertos y del terror a la muerte llana y simple: tu muerte.
Porque sólo puedo salir a flote con tu naufragio. Sólo cuando has tocado fondo aparezco, aunque a cierta edad ya me anuncio en los surcos que me dibujan, en las canas que anticipan mi amarilla blancura.
Yo, tu verdadera cara, tu rostro final, tu apariencia última que te hace Nadie y te vuelve Legión, hoy te ofrezco un espejo y te digo:
Contémplate.
Hasta aquí el poema. Como interlocutor, el silencio óseo tiene frente a cualquier discurso una superioridad plástica. Su contundencia termina por disolver el parloteo del raciocinio. Por eso la sola presencia durante todo el poema de aquel cráneo humano y su monólogo parece imponerse progresivamente y, aunque no emitiera palabra alguna, su inmutable forma devuelve con ironía, uno a uno, los posibles rostros de la soberbia. Es un objeto que resume la condición humana.
Así, la Prosa de la calavera finaliza con algo que, de tan obvio, suele dejarse de lado: el texto es un espejo. El cráneo no habla. Esa voz está dentro de nosotros. Pero esa voz es la de la conciencia reconociendo su verdadero lugar de residencia. Por eso la sentencia o consejo final, «Contémplate», equivale al oportuno recordatorio, como en las marchas triunfales de la antigua Roma, de nuestra frágil condición terrestre.