Guadalajara, Jalisco, 1985. Fue ganador del Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 2016 por su novela El predominio ilusorio (Coneculta Chiapas, 2017).
Parece mermelada. Es una gota bonita, redonda, sobre el brazo de Antonio que, fijando la mirada en su pequeña obra de arte, aprieta con cuidado por los bordes intentando extraer un poco más del néctar sin romper la esfera. Los vellos incoloros contrastan con la piel dorada y el sol, que acentúa la profundidad de sus ojos pardos. Está fascinado, quiere destruir la escultura y al mismo tiempo mantenerla por siempre.
—Me gusta chuparme la sangre —susurra.
—A mí también —Dany se distrae con el sudor que baja por atrás del oído de Antonio, que recorre su cuello y desaparece en la camisa del uniforme, en los huesos de la clavícula que apenas asoman, donde los dos tramos de tela se juntan—, cuando me rasco un piquete lo chupo y lo chupo hasta que se cura.
Del otro lado de la ventana viene y se va algún árbol seco, como una pata de pollo que crece a media calle. El sol sube del asfalto tan enojado como baja del cielo. Por la ventana de los asientos de adelante apenas llega un poco de aire que mueve los rizos de Antonio.
—¿Y te gusta cómo sabe?
Dany asiente, su amigo ahora lo ve sin descuidar el equilibrio que mantiene la gota.
—Es como dulce y saladita.
—Sabe a mueble.
La maestra les recuerda que deben tener colgado el gafete con su nombre todo el tiempo y nadie debe quedarse atrás. Dany se estira con la esperanza de que el aire le dé en la cara; importa poco si viene fresco o no, quiere sentirlo para que le seque un poco el rostro y le despegue el cabello de la frente.
—¿Has probado sangre de alguien más? —pregunta Antonio sonriendo. Con la luz dándole de lado se puede apreciar mejor la redondez de sus orejas, el afilado contorno de su cara. La resequedad de sus labios.
—No, sólo la mía.
—¿Quieres? —Antonio le acerca el brazo.
Dany asoma al pasillo del autobús, primero a donde está la maestra y después hacia atrás. —No, sólo la mía —repite sin voltear a verlo. Las niñas que están del otro lado del pasillo juegan a algo en una libreta. Atrás, otros se ríen. Edwin, uno de los mayores, lo alcanza a ver. Dany se incorpora.
Frente a él sigue la gota, su amigo insiste. Con cuidado, Dany toca la superficie ya seca, con su otra mano lo sostiene del codo. La piel interior del brazo es más suave.
—¿Qué hacen? —interrumpe una de las niñas.
Bruscamente los dos se alejan y voltean a ver las caras intrigadas. La que preguntó es Marce, la otra es una niña gorda de lentes.
—¡Lo arruinaron! —les grita Antonio, quien se limpia la gota aplastada y se voltea dándoles la espalda, no sólo a ellas sino también a Daniel. Este las ve con enojo, pero las chicas vuelven a su libreta ignorando su crimen.
En su dedo, Dany descubre una mancha rojiza, la quiere llevar a su boca pero la limpia en el asiento.
Después de un largo rato, el camión se estaciona afuera de la fábrica de azúcar. El Ingenio Piñeros es la visita obligada en septiembre, así como el pequeño zoológico regional en enero y el polideportivo durante la semana cultural del colegio. El año que viene serán lo suficientemente grandes para anotarse a alguno de los campamentos: la mitad se va al bosque y la otra mitad, a la playa. Antonio dice que primero quiere ir al bosque porque sus papás lo llevan seguido y le gusta más que el mar; además tiene una casa de campaña chica donde podrían quedarse los dos, sólo tiene que conseguir un eslipin.
Las maestras los hacen formarse afuera de la entrada principal, por estaturas, sin importar de qué grado sean. Luego, toman distancia estirando la mano. Antonio es de los bajitos y queda dos lugares adelante; Daniel, en medio y los grandes como Edwin, al final. A su izquierda, Marcela y la gordita de lentes están juntas, irán en paralelo todo el recorrido como en el camión. El aire sopla fuerte en la explanada, pero la cabellera comienza a hormiguear por el sol, algunos se ponen una mano de visera, los demás casi cierran los ojos. Cuando se lleva una mano a la cabeza, Dany comprueba que su cabello arde. Comienzan a avanzar y todos van desapareciendo por ese rectángulo negro que promete estar fresco.
Mentira. La sombra del interior esconde la ausencia de viento, el techo de láminas de aluminio es un sol oscuro, mucho más cercano. Mientras sus ojos se acostumbran a la oscuridad, se quitan el suéter del uniforme en una coreografía ordenada.
—Lo hubiera dejado en el camión —comienza una voz.
—Sí, yo también.
—¿Qué dice? —otro que apenas entra.
—Que hubiéramos dejado los suéteres en el camión.
—Sí.
—¿Qué? —pregunta otro. Así se van revelando las axilas transparentes, los óvalos de piel en los omóplatos. Algunos llevan la indeseable prenda en las manos y otros, como Antonio, se lo amarran a la cintura aunque esté prohibido. Dany sigue el ejemplo de su amigo. Edwin y los grandes se desfajan además la camisa.
Algunas niñas se quedan con el uniforme completo. A Dany le llama la atención la niña gorda de lentes. Quiere patearla, más cuando ve que Marce le da la mano.
Cada año, unos cascos amarillos del mismo plástico que los juguetes del tianguis van llegando a sus cabezas. Deben abrocharlos con un seguro de otro tipo de plástico lleno de rebaba que les ciñe por debajo de la mandíbula.
Las filas dejan de tener importancia, Daniel se adelanta hasta donde va su amigo, caminan muy juntos por un pasillo que sale hasta los cañaverales y sus manos chocan todo el tiempo, pero no lo suficiente.
—Me dijeron que en el bosque a veces cae nieve.
Antonio frunce los labios rojos hacia un lado mientras piensa. Parecen un solo punto perfectamente redondo en su cara.
—No en la parte de los campamentos. Una vez me llevaron mis papás hasta el volcán y ahí sí caía.
—¿Pudiste jugar? ¿Hacer figuras? —Dany imaginó la escena de una película americana en la que un pueblito parecía estar enterrado por el espíritu blanco de la Navidad.
—No, era muy poquita. Pero los charcos estaban congelados y nos resbalábamos.
—Podríamos hacer figuras de hielo, ¿no?
Antonio tiene la costumbre de no contestar, sólo sonreír. Tampoco llora, no puede, cuando algo malo le pasa es como si fuera un sonámbulo. A Dany le da miedo cuando se queda mudo. En una ocasión se cayó de la bicicleta y aún con las rodillas raspadas y el dolor evidente del golpe, Antonio quedó ahí tirado como un muerto. Sin embargo es obediente, cuando le ayudó a levantarse y le dijo que lo llevaba a su casa, él lo siguió sin limpiarse la tierra del rostro.
De vuelta al exterior quedan cegados a pesar de los cascos. Un rugido proveniente del vaivén de las cañas trae el filo de las hojas hasta sus oídos.
—Aquí está lleno de mosquitos.
A Dany casi no lo molestan. Alguna vez le dijeron que era porque su sangre era muy buena y los mosquitos no la querían, pero ¿por qué no la querrían? Eso no tenía ningún sentido. Era más probable que su sangre fuera defectuosa. Una lástima, porque le gustaba ver caricaturas en la tarde junto al ventilador y hacer cruces con la uña sobre los piquetes. Parecido a las costras, que exigen más destreza, pues retirarlas de las rodillas sin que vuelva a salir sangre requiere control absoluto de los nervios y la mente.
Antonio se sigue quejando junto con otros. Intentan matar a los insectos traslúcidos que salen de entre las hierbas. Se palmean los brazos y el cuello en aplausos involuntarios como si fuera una celebración fracasada.
Un hombre con olor avinagrado les recita el mismo discurso de años anteriores sobre el crecimiento de la caña, la zafra y la cosecha. Las maestras se echan aire con los folletos fotocopiados, con caras llenas de hartazgo dirigen las desordenadas filas de chicos y chistan cuando alguno se aleja del grupo.
Ellas huelen a limón, pero no comparten el repelente porque advirtieron que trajeran el suyo. Cuando vayan a los campamentos, deben recordar llevar una botella.
Pasan el camino lleno de charcos calientes que lleva a las calderas. Toma de la mano a Antonio.
—Deja de rascarte, se te van a infectar.
Su amigo sólo baja la mirada, caminan así un poco más hasta que pueden percibir la mirada de Edwin y lo suelta.
—A mí también me pican.
—Pero no se te hacen ronchas, mira.
En lo que antes era una piel lisa sobresalen unas ronchas incoloras de formas irregulares. Tres en los brazos.
—Acá también tienes una —Dany le roza el cuello. Los ojos de Antonio apenas se ven por la sombra del casco y el brillo del sol. Con cuidado, Dany presiona su uña contra el piquete, luego repite haciendo la cruz.
—Con eso se cura.
—¿En serio?
—Me lo dijo mi mamá. Al menos te dará menos comezón.
El viento que corre por el campo se acompaña de olor a estanque, las tormentas apenas comienzan y en lugar de refrescar echan todo a perder. Respirar no es fácil. La luz del sol se compone de alfileres que atraviesan los brazos.
La fábrica de azúcar queda al fondo. Afuera hay una parota gigante junto a la que los empleados acomodan los tractores y camiones. El dulce perfume de los frutos se disuelve en el aire. Dany siempre ha asociado ese aroma al sudor de los vagabundos, como si los pordioseros se bañaran en miel. Al resto parece no molestarles, se frenan para descansar del calor y se bañan de sombra, gimiendo como burros. El guía ya no habla, está harto y espera a que otro trabajador venga a darles el tour del interior.
—¡Ay, mi amor, me das un beso! —dice Edwin en tono afeminado a uno de sus amigos. Dany escucha las risas burlonas—. Qué jotos —responde otro cuya voz no identifica.
Dany teme voltear y encontrarse con él frente a frente. Camina en línea recta hasta la entrada principal, donde las maestras esperan a que lleguen los últimos.
La niña gorda de lentes se ríe de algo también, está a su lado y le dedica una mirada fija. Lleva pulseras de colores, el cabello recogido con una dona de gatitos. Acaba de mudar un diente y trata de cubrirse un poco. Marcela llega y se le queda viendo también, pero sin reír.
—¿Te gusto o qué? —Edwin suena ahora como siempre, lo imagina levantando la cabeza como un rapero de la tele, no sabe a quién se lo dice y mejor no saber. Las niñas se ríen. Marcela es flaca y alta, quizá más que varios niños de secundaria. Lleva el cabello largo y negro peinado con rigor en dos trenzas que salen como chorros desde lo alto de su cabeza. En la punta de cada una lleva unas canicas de colores, rojas, que combinan con el uniforme.
—Ya dilo, ¿te gusto, maricón? —Voltea, pero en la oscuridad Dany no reconoce rostros.
En su espalda se dibuja una línea que baja hasta la cintura. Helada. La camisa se le pega a la piel, aspira sin poder gritar y de un salto se da la vuelta.
La sonrisa de Antonio lo tranquiliza de inmediato. Su amigo aún tiene levantado el dedo índice. También sonríe y chocan puños. La risa de las niñas es tosca, bruta. Los grandes atormentan a otro niño de su propio grupo, uno nuevo.
Conforme van entrando al área de máquinas, varios suspiran un guau por puro compromiso. Dany y Antonio no dicen nada aunque notan que hay máquinas nuevas. Dany sólo quiere que el día termine, además nunca ha sido apasionado de la mecánica. Un nuevo trabajador, más viejo y mórbidamente obeso, se une a las maestras.
—Cambiamos las máquinas viejitas, ¿cómo ven? Ahora tenemos maquinotas grandotas para hacer el azúcar que sus mamis ponen en los pasteles que tanto les gustan. —Dany se imagina a su mamá horneando y se ríe—. ¿Te gustan los dulces, guapurita?
La gorda de lentes sonríe. Marcela no parece cómoda junto al señor sudoroso.
Una de las maestras disimula dándoles la espalda y moviendo con fuerza su abanico. Espera a que el guía deje de explicar cómo deben andar por los pasillos.
—Bueno niños —dice la otra maestra—, quiero que se tomen bien de las manos y no vayan brincando por ahí. Todas estas máquinas son peligrosas. Pobre de aquel que vea metido donde no. ¿Estamos?
Un sí apagado, dicho al unísono, se levanta.
Dany toma de la mano a Antonio y alguien más toma la suya. Ahí adentro, el olor del jugo de caña recién prensado, la melaza hirviendo y el aceite quemado de las máquinas matan el oxígeno. Es mucho más caliente que afuera. Ahora el sol viene en forma de metal, se mueve, se retuerce entre gente de aromas acedos. Dany imagina que por los tubos que zigzaguean corre fuego. Y la gorda de lentes sigue con el suéter puesto.
—El próximo año voy a fingir que estoy enfermo para no venir —le susurra Antonio muy cerca de la oreja—. Sólo iré a los campamentos.
—Yo también me enfermaré. Quizá mi mamá se entera de que estás malo también y me lleva a tu casa antes de irse a trabajar.
—Podríamos jugar videojuegos.
—Sí. O si les decimos nada más que no queremos venir porque es horrible, ¿podría tu mamá llevarnos a la alberca del club?
Antonio se le acerca más, siente el aliento en su oreja —Hay un yacusi en los baños donde se meten los grandes —Dany le aprieta la mano para no alejarse—. Hay que meternos la próxima vez que vayamos, ¿no? —y sin esperar respuesta, agrega—: Hace burbujas.
Asiente, pero ya no dice nada.
Delante de él, Antonio voltea a cada rato para contarle ideas sueltas sobre lo que podrán hacer en el campamento. Su mano húmeda en la suya podría zafarse, Dany hace que entrelacen los dedos. Lo escucha a ratos y después al guía o a las maestras que cada vez se ven más agotadas. Mientras suben una escalera nueva, las voces se pierden. Quien va atrás de Dany lo suelta a ratos para ajustarse el casco o él lo suelta para enjugarse la frente.
El ritmo metálico paralizado en un inacabable inicio, tambores que esperan a otros instrumentos. Máquinas nuevas o viejas son todo movimiento y calor, repletas de fuego, chorreantes de aceite negro más duro que el metal del que sale y, sin embargo, capaz de adherirse a su ropa en un descuido. También hay flautas y hervor. Sólo Antonio es constante, él y la gota que le resbala por la nuca, su boca moviéndose que no siempre puede ver por el sudor en sus ojos.
La vista desde arriba es impresionante, pero nadie dice nada, ningún suspiro o esfuerzo. Los vapores que logran salir de los tubos se acumulan bajo el techo de aluminio, por las pocas ventanas sólo entra el olor de la parota. Alguien dice que caminen con cuidado, que se suelten las manos y se agarren del barandal. No se sueltan, mejor ir juntos. Desde el segundo piso es más fácil apreciar el proceso completo de producción. En las excursiones de años pasados sólo les decían qué estaba pasando sin poder observar nada; ahora todo está ahí en una línea: el lavado de caña, la extracción, las primeras calderas, la centrífuga que ahora mismo hace un ruido infernal y separa los cristales de azúcar y la melaza, contenedores moviéndose casi sin razón alguna y el horno de secado. El área de empaque está en otro edificio al que irán después. Dany espera que no pase mucho tiempo, ya quiere ver y respirar.
Alcanza a distinguir atrás de ellos las caras asqueadas de Edwin y sus amigos, todos en silencio. Los pasillos son estrechos, cabrían dos niños muy justamente. Suelta a Antonio y se sujeta bien a los tubos del pasamanos, su amigo hace lo mismo.
En lo que se desplazan hacia otra área donde les hablarán de la formación de los cristales, Dany observa la espalda de Antonio, hay pocos niños que tengan los hombros tan redondos, casi como los de un jugador de básquetbol. Los rizos que sobresalen de la parte de atrás del casco son imposibles de ignorar. Se pregunta a qué huele, debe ser un dulzor diferente al que contamina sus pulmones. Imagina un aroma seco, frío. Adelante hay un atasco y dejan de avanzar, podría acercarse más.
De repente un grito ahogado, apenas un segundo después la lluvia retumba sobre los cascos. Dany mantiene los ojos cerrados por el susto y contiene la respiración. En su pecho siente la espalda húmeda de Antonio, su mano agarrándose a la suya sobre el barandal. —¡Apaguen la centrífuga!—. Los pasos allá abajo se comienzan a mezclar con los gritos de niños y maestras. Mantiene sus ojos bien cerrados, focalizados en la negrura. Pero debe respirar.
Mueble, huele a metal y a mueble viejo.
Camino a casa el paisaje parece correr justo igual que antes. Él, sentado a su lado. Las dos mamás van enfrente hablando apenas, en la cajuela de la suburban la bolsa con un par de uniformes que no volverán a usar. La idea de llevar ropa limpia fue de la mamá de Antonio, ahora tiene en su pecho un Mickey Mouse de su amigo.
Mientras esperaban a que llegaran por ellos, algunos, con vómito sobre sí mismos, se enteraron del nombre de la gorda de lentes; se había mudado de otra ciudad hace poco. El sudor, repite Marcela, la traté de agarrar con fuerza, pero el sudor…
Alguien dijo que las maestras lloraban porque irían a la cárcel.
Antonio vio todo de cerca. El aire que entra por la ventana mueve su cabello, pero él apenas parpadea. Sus brazos, llenos de manchitas marrones, descansan sobre el regazo, con las palmas arriba como si pidiera limosna. Entonces una hermosa gotita roja y fresca le baja por el izquierdo. La misma herida.
—¿Te rascaste?
Su amigo asiente, viéndolo con sus ojos miel y levantando el codo. Dany toma el brazo con cuidado y lo acerca a su boca.