Me olvidaste, mi amor / Autar Krishen Rahbar

Aquello sucedió: el mismo hecho, relacionado con tradiciones antiguas, del que le habían hablado los ancianos de su familia. Su alma fue llevada por los mensajeros de la muerte, quienes la presentaron ante Dharmaraj. Su cuerpo o su carcasa, como quiera que se le llame, quedó tendido en el lugar del accidente. Su esposa iba junto a él y ahora estaba fría como la muerte. Después de ella, él soltó también su último aliento.

      La policía intervino. Entregaron los cuerpos a los parientes más cercanos, quienes los llevaron al crematorio.
      Dharmaraj pidió que le fuera entregado el archivo del profesor: el archivo que contenía el balance de sus pecados y sus méritos. Dharmaraj debía revisar el documento y decidir cuál sería la forma que habría de tomar el alma del profesor.
      Se dice que la mayoría de los mortales llega a renacer. Este hecho mantiene en su curso el ciclo de vida y renacimiento. Sólo unos cuantos son liberados del vórtice de la vida y la muerte, una salvación que se concede nada más que a aquellos que llevaron una vida intachable, que realizaron actos absolutamente desinteresados y cuya naturaleza fue ejemplar en sí misma. En el caso de los que han de renacer, debe establecerse, entre otras cosas, cuál será la nueva forma que habrán de adoptar. ¿Habrán de ser humanos, o tomarán la forma de otra especie? Las criaturas vivas que pueblan el universo son incontables y de una variedad infinita. En ellas, se incluye un sinfín de animales, insectos y criaturas voladoras. Dharmaraj pondera y estima cada caso. Luego, emite su sentencia.
      «No tengo idea de cuál será la orden que llegue», pensaba el profesor Suraj Prakash. «¿Me convertiré en un alce o en un búho? ¿En un perro o en un oso? ¿En un murciélago o en un halcón? ¿León o chacal, o acaso una serpiente o un pez?».
      Se sentía, alternadamente, exaltado y abatido, después de caminar más de cien pasos, esperando impaciente la decisión de Dharmaraj. «¿Cómo hacerle saber las vicisitudes crueles y los laberintos que debe atravesar un pobre ser humano? Cada segundo es un martirio. Desearía que él mismo se instalara en la Tierra y llevara una vida normal. Seguramente entonces entendería lo que cuesta hacerlo», siguió el profesor con sus reflexiones y sus cavilaciones. Justo entonces una sonrisa, con un trazo de ironía, se dibujó en las facciones de Dharmaraj.
      «¡Maldita suerte! Tal vez él entienda todo…», comenzó a preocuparse el profesor y, en su tumulto interno, se imaginó a sí mismo, mientras desgarraba a mordidas la carne de sus propias muñecas.
      El aura y la conducta de Dharmaraj, grandiosas y solemnes, eran incomparables. La mesa en la que trabajaba estaba impecable. Sobre ella, en un costado, había un vaso de agua cristalina, con una tapa sobre él. Del lado opuesto, estaba el archivo del profesor y nada más.
      Lucía apuesto y soberbio en su túnica, más elevado que el resto. Detrás de él estaban plantados dos guardias. ¡En verdad, Dharmaraj tenía toda la apariencia de un juez!
      Mucho más abajo de Dharmaraj se hallaba sentada una persona que extraía, de cada lote, el archivo que se requería. Era el encargado del registro que, según se decía, era llamado Inderjeet. Sus dos brazos se proyectaban hacia atrás. Mientras trabajaba, su vista no recaía en sus manos. Por lo tanto, gracias a esto, no era capaz de hacer trampa o cometer fraude. El profesor, entonces, miró sobre su hombro para contemplar, erguidos sobre sus pies, a los emisarios de la muerte, que habían transportado su alma hasta la morada de Dharmaraj. Sus lenguas eran púrpura y sus rostros del color de la brea, cual si se hubiera untado alquitrán sobre ellas.
      «¡Astutos, pillos! No sueltan ni un chillido, como si no supieran nada. ¿Acaso me trajeron a estos lares, a través de leguas y leguas de senderos peligrosos? Supieron que habría de tener un accidente y de inmediato me raptaron, como a una gallina, para traerme aquí. Mi esposa estaba a mi lado. Me pregunto si su alma fue transportada hacia acá. Mi vida estaba por expirar, pero la suya se había extinguido ya. Un costado entero de su cabeza, hasta la mejilla, estaba empapado en sangre. Está bien que haya muerto. Shaama simplemente no habría sido capaz de vivir sin mí. ¡Cuánto me quería! Ella vivía por su esposo. Era un referente para todas las esposas. ¡Una diosa, de hecho! ¿No debería preguntar dónde está? Debe estar buscándome, a su amado, su satyawan».
      En un impulso, le preguntó a Dharmaraj mismo:
      —¿Dónde está Shaama? Ella no puede pasar un solo momento sin mí.
      Dharmaraj irguió su espalda y sonrió un poco. Después, hojeó velozmente el archivo del profesor, por última vez. Se preparaba a sí mismo para emitir su juicio. El profesor parecía un niño, esperando la calificación de su examen.
      «¿Qué puedo decir? Me gustaría hacerles saber que fui profesor de Ciencias Políticas. A lo largo de mi vida, relaté a mis alumnos el auge y la caída, los méritos y defectos de distintos sistemas polítcos. Cómo me explayaba acerca del individuo y la sociedad, las responsabilidades y tareas del Parlamento. Los derechos humanos eran uno de mis temas consentidos y escribí extensamente acerca de él, por lo que me otorgaron galardones y fui muy estimado. Siempre me desagradó el silencio en la política y tuve en gran estima el debate. ¿Qué puedo decir? Este silencio del cementerio me roe por dentro. ¡No entiendo cuál es el sistema vigente aquí! Aunque me inclinaría por decir que es una dictadura. ¡Nadie respira siquiera! ¡No hay un solo sonido! La gente, como máquinas, trabaja en un orden estrictamente reglamentado… ¡No sé qué hayan anotado en mi archivo! Que mi dios, Ishwar, sea mi abogado. ¡Cómo quisiera saber, desde ahora, su decisión! Terminarían para mí esta agonía y este suspenso».
      Siguió, indefenso, mirando estúpidamente a Dharmaraj. Se sentía pequeño e inferior. Shaama, su morena amorosa, se paseaba por sus pensamientos. Veía sus aretes flotar frente a él.
      Cerca de ahí, había un salón desde el que llegaba un sonido de risas y júbilo. Se asomó entre los paneles de vidrio. Había muchas mujeres reunidas allí. ¡Se reían! Chismorreaban y se divertían. Alcanzó a notar el sonido con que reía su esposa, que tenía su propio tono y ritmo. Cuando reía, aparecían unos hoyuelos en sus mejillas. Esos hoyuelos habían robado el corazón del profesor. Varias veces le había dicho: «He visto a muchas con hoyuelos en las mejillas, pero ningunos tan encantadores como los tuyos. Seducen mortalmente».
      Entonces, Dharmaraj se irguió aún más y resonó por doquier su voz, profunda y melodiosa:
      —¡Señor profesor! Tenemos ya los resultados. Volverás a nacer en la Tierra: tendrás una nueva vida. Nos complace anunciar que la forma que adoptarás no será otra que la de un hombre.
      El profesor Suraj Prakash se sentía extático. Pensó: «Ni Suraj Prakash abandonará a su querida Tierra, ni la Tierra dejará a Suraj Prakash… pero no tengo idea de qué planes haya para Shaama».
      De inmediato, volvió a alzarse la voz de Dharmaraj:
      —Profesor, queremos darte otra buena noticia: en tu nueva encarnación, habrás de casarte con quien tú desees. Habla ahora: ¿quién es la elegida? Nómbrala, y tu deseo habrá de realizarse este mismo día.
      «Quisiera besar la boca de Dharmaraj», pensó el profesor, abrumado por la dicha.
      —Manifiesta lo que tengas que decir —instó Dharmaraj.
      —Maharaj, sólo ella. ¡Nadie más que ella!
      —¿Quién es ella: el jardín o el monte? —se mofó Dharmaraj.
      El profesor se sintió desconcertado. Le rogó:
      —Maharaj, ella (1), solamente: mi Shaama, mi esposa. ¿Quién más?
      —¿Ése es también el deseo de ella? Debemos verificarlo.
      —Pero, maharaj, ¿hace falta verificarlo siquiera? ¿Cuándo fue ella capaz de negar algo que yo determinara?
      —Necesitamos consultarle el tema. Ella está justo aquí.
      El profesor estaba fascinado. Dharmaraj señaló a uno de sus servidores, quien al instante trajo a Shaama del salón adyacente y la presentó ante su señor.
      —¿Reconoces a esta persona? —preguntó Dharmaraj a Shaama.
      Ella estaba un poco aturdida y miraba en torno suyo, sin hablar. En su pensamiento difuso no atinaba a saber cuál era el tema que les ocupaba.
      —Te hablo a ti… ¡a ti! ¿Sabes quién es este hombre? —Dharmaraj empezaba a rugir.
      —¿Cómo no iba a saberlo, maharaj? ¿Quién no conoce al señor profesor? Es una celebridad —dijo ella.
      —Shaama, ustedes dos volverán a nacer en la Tierra, en la forma humana. Preguntamos al profesor a quién elegiría como su compañera en la nueva vida y nos dio tu nombre. ¿Te parece aceptable? Si nos confirmas que ése es tu deseo, tu voluntad compartida será ejecutada hoy mismo, en este momento.
      Shaama estaba perpleja. Reflexionó un momento.
      —¡Te pido que hables pronto! —el profesor no pudo contenerse—. ¡Tú, mi nueva novia y yo tu nuevo esposo!
      De golpe, Shaama soltó su lengua:
      —No… no… esto no puede ser. No voy a aceptarlo.
      El profesor sintió como si le hubieran apaleado con un bastón. El suelo se movió bajo sus pies, y en completa estupefacción le respondió:
      —¡Querida, mírame! ¡Soy tu Suraj, el profesor Suraj Prakash! Soy Nagraj (2),  tu amor. Soy tu Manjoon y tu Satyawaan.¿Por qué no me reconoces? No podrías ni masticar un solo bocado sin mí.
      —Señor profesor, te conozco enteramente, al derecho y al revés —respondió ella.
      —Tonterías —dijo el profesor, indignado—. Mujer, ¿por qué no recuerdas tu vida recién terminada? Eras incapaz incluso de digerir la comida sin mí.
      —¿Qué más podía hacer? No tenía opción —replicó ella—. Toda mujer, después del matrimonio, es entregada a una casa ajena y hace de ella su único nido. Sólo la abandona con la muerte, en un ataúd. Mientras tanto, se olvida de todo y entrega su vida entera en sacrificio.
      —¿Qué quieres decir? —preguntó el profesor.
      —El asunto es que una mujer, necesitada e indefensa, no puede hacer otra cosa que soportar la indignidad, la esclavitud y el sacrificio.
      —¿Qué clase de fantasía estás tejiendo? ¿Estás fuera de tus cabales? —dijo el profesor.
      —Estoy completamente lúcida —soltó ella—. Toda mi vida estuve confinada en las cuatro paredes de mi hogar, prisionera como un ave enjaulada. Dime dónde pasabas esas horas valiosas, antes de que regresaras a casa por las noches. Harta y exhausta, solía esperarte como si hubieras sido mi exigua ración de alpiste.
      El profesor estaba atónito. Las palabras seguían brotando de Shaama, como una cascada:
      —Un día sí y al otro también, invitabas a tus amigos a casa. Jugaban cartas y se ponían a chismorrear, a hacer bromas tontas y hablar de naderías. Llegabas a beber un trago o dos mientras yo, sin parar, cocinaba y guisaba cada noche para tus invitados, con la desesperación subiendo por cada uno de mis cabellos. Ellos se iban ya avanzada la noche y yo pasaba las siguientes horas lavando los trastes y limpiando la casa, en el frío punzante, hasta que me dolían los ojos. Mi cuerpo entero se congelaba. ¿Y te atreves a preguntarme si te conozco? ¿Qué es la vida de una mujer común?, te pregunto. Es un instrumento cuya piel, rosada y pura, se encoge y desgasta mientras cría niños. La mujer siempre ha sido un juguete en las manos del hombre, que sólo acierta a ser un poco afable con ella de vez en cuando y se dedica a usarla injustamente.
      —¿Quieres decir que te asumí como propia y me despreocupé de ti?
      —¿Dirías que eso es una mentira, que lo estoy inventando? —replicó en voz alta.
      El profesor no pudo hacer más que mirarla fijamente, como mangosta hipnotizada.
      —La mujer siempre ha padecido la tiranía y la opresión. Siempre. Desde tiempos inmemoriales, ¡en casa y fuera de ella! ¡Incluso los cinco pandavas, cuyo valor fue ejemplar, llegaron a apostar a su propia esposa, en un juego! ¿Acaso ha ocurrido algo más detestable y descabellado en este mundo? Recuerda a Ram y a Sita, que fueron personajes ejemplares, un dios y una diosa. Ram tuvo que exiliarse y decidió irse a residir al bosque. Sita lo acompañó, pensando en lo injusto que resultaba todo para él. Y aquí surge una duda: ¿le preguntó a Sita lo que ella pensaba de esa decisión? Al final, Sita tuvo que pasar la prueba del fuego junto a él. ¿Era necesario que ambos compartieran el suplicio? Es cierto que mucho ha cambiado desde entonces. Pero, incluso hoy, ¿acaso una mujer tiene una posición comparable a la del hombre? El nacimiento de una niña hace que se tuerza el gesto de todos los presentes. Para muchos, es preferible un aborto que una hija.
      »Hay una variedad de recursos que se utilizan para evitar que nazca una hija. Tú los entiendes mejor que yo, profesor. ¿Los activistas por los derechos humanos no deberían evitar que se aplasten los derechos de las mujeres? La dote, ese cáncer, sigue carcomiendo nuestro tejido social. Las mujeres se enfrentan a la muerte por inmolación, no al fuego que las cremaría después de la muerte. Se incendian y luego mueren, en vez de que sea a la inversa, como dicta la costumbre. ¿No es algo desalmado? ¡Despiadado! Pueden verse unas cuantas mujeres en ciertas asambleas, tanto como en el Parlamento. Con todo y eso, ustedes, los hombres, hacen lo que les place. Se escriben leyes a su medida».
      —¡Espera, espera! ¡Escucha, mujer! ¿Por qué me atacas? ¿Soy acaso un emperador o la cabeza del Parlamento? —dijo el profesor, exasperado—. ¿Qué puede hacer una persona ordinaria como yo? ¿Qué?
      —Te lo diré —respondió Shaama—. Es justo el hombre común quien da a luz ese sistema y lo legitima. Si lo rechazaran, podrían levantarse para derrocarlo. ¿Qué clase de enseñanza dabas a tus estudiantes? Transmitir el conocimiento significa despertar a las mentes. ¿Cuántas de ellas lograste elevar, a cuántas iluminaste? Hablas con elocuencia cuando se trata de los derechos humanos. ¿Alguna vez se te ocurrió que podías haber estado impidiendo el ejercicio de esos derechos en tu propia casa?
      El profesor se había quedado mudo. Ni una palabra podía decir. Su Shaama parecía estar sumamente elocuente ese día. ¿Algo había cambiado en ella o se trataba de rabia pura? No dejaba de mirarla.
      Cuando al fin vio Dharmaraj que la tormenta amainaba, volvió a interrogar a esta mujer sagaz y de veloz ingenio:
      —Shaama, todos tus argumentos serán recuperados en la Tierra, cuando renazcas en tu nueva forma humana. Y entonces podrás lograr todo lo que no te fue posible en tu encarnación previa. Es posible que ésa sea la base para tu salvación futura. Tengo una sola pregunta que hacerte: ¿aceptas, para tu siguiente vida, la unión para la que el señor profesor ya tiene el corazón dispuesto?
      —Señor, ¿para qué apresurarnos? Nos será concedido un renacimiento antes de eso y luego, llegado el momento, seremos adultos y nuestro matrimonio será un asunto a considerarse. ¿Cuál es la urgencia? En su curso normal, el tiempo decidirá cuándo será propicia tal unión… pero no con él… nunca… ¡de ninguna forma!
      El profesor Suraj Prakash se quedó incapaz de ver: sus ojos se apagaron ante la imagen del rostro real de Shaama. Perdió el uso de todos sus sentidos. Sintió vértigo y se desmayó, dando un golpe en el suelo como un leño al caer.
      Dharmaraj observaba el triste estado de las cosas. El resto de los presentes esperaban, como pilares de hierro, las órdenes que daría Dharmaraj.
      Al ver todo esto, Shaama perdió el control y se sintió fuera de sí misma. Como una demente, se lanzó hacia su marido y comenzó a sacudirlo. Él parecía haber perdido toda sensación y estaba inerte. Shaama entró en pánico. Sin preocuparse de pedir permiso, tomó el vaso de agua que el señor tenía sobre la mesa y fue a rociar unas gotas sobre el profesor. Luego vertió un poco más sobre sus labios. El profesor abrió los ojos y su cuerpo, hasta entonces estático, cobró vida y se movió. Shaama lo llevó a sentarse en una silla cercana. Luego, volvió la vista hacia Dharmaraj, para saber si había hecho algo incorrecto. Vio una sonrisa contenida en su rostro y respiró, aliviada.
      Dharmaraj les aconsejó ir a la habitación contigua, recomponerse y luego hablar entre sí, libremente, hasta desahogarse.
      —Luego, pronunciaré mi sentencia —dijo.
      El profesor estaba por dirigirse hacia allá, obediente, cuando la lengua de la mujer volvió a agitarse:
      —No… ¡no, maharaj! Pronuncia ahora tu sentencia. La aceptaremos de corazón. Sostengo todo lo que dije. Aunque te ruego, con toda humildad y mis manos dobladas, que su alteza no preste atención a nuestro altercado. En la Tierra, estos intercambios estridentes ocurren continuamente, en la vida de cualquier pareja. ¡Di tu plegaria! Entrega tu sentencia, cualquiera que tú dispongas.
      Todos los presentes miraban atentamente a la mujer de fuerte espíritu, ¡una flor excepcional! Se ocupaban en juzgar su conducta. Dharmaraj concedió su veredicto de la forma que había sido prefigurada y anunciada por la refinada mujer, en su última declaraciónl

Traducción de Atahualpa Espinosa, a partir de la
       versión del kashmiri al inglés de G. L. Labroo.

1   La palabra soy, en hindi, significa tanto «ella » como «ortiga » . El juego de palabras es intraducible. (N. del T.).

2   Nagraj es el protagonista de un relato tradicional cachemir, «Nagraj y Heemal ». (N. del T.).

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