Materia oscura

Carlos Romero

Xalapa, Veracruz, 2003. Esta es su primera publicación literaria.  

El acto de matar se diferencia del de torturar
en que uno sólo deja un cadáver, mientras que el 
otro deja un cadáver y un alma atormentada

Jean Genet

La muerte llega a confundirme al igual que la memoria y el tiempo. Las paredes de la habitación que alguna vez fueron amarillas, con el paso de los años y los cientos de manos y ojos y voces, han tomado tonalidades ocres. Los marcos de las puertas, que habían sido blancos, se han convertido en troncos grises. Desde la ventana aún puedo ver la avenida y el parque con su espejo de agua donde se refleja, a veces, un poco del firmamento. Enfrente está la sala de música. A un lado, existió un café de chinos donde frecuentemente cenaba un bísquet y un chocolate. En esta habitación vivíamos Jesús y yo, éramos estudiantes y, como todos los seres humanos de esa edad, fuimos sólo un lapso, un balbuceo, un error.

Espacio y tiempo. Después de hacer rechinar la escalera y el piso, llego a la puerta y al abrirla me lo topo. Me lleno de alegría, aunque un arroyo acidulado baja de mi garganta al estómago. Ahí está, llena la habitación con su cuerpo, ignorante de que destruye todo a su alrededor. Hermoso y distante, guerrero del firmamento, incitador de trusa nívea y barba de dos días. Hola, nos decimos y sé que me mira, me mira más de lo que yo lo miro. Me mira desconfiado y cínico, con cierto apetito que muestra la punta de su lengua. Conoce perfectamente la forma de mis hombros, de mis nalgas, la cicatriz en mi antebrazo. Tan hombre se cree, tan seguro de todo y de nada que me deja inmóvil. Yo soy más joven, pero me siento más viejo por tantas vergüenzas metidas en la cabeza. En cambio, él es libertad, juventud y quisiera que me valiera madre sonreírle en esta extraña noche llena de ruido, cuando como un espía, me entrometo en su pasado. 

Caminar hacia atrás es peligroso; retroceder en el tiempo, un suicidio. El piso huele a macho, las cabeceras, las almohadas. Nuestros tufos conviven por semanas, por meses, por años con los tufos de los que se fueron hace tanto tiempo. Hay una vil competencia entre los dos, una competencia silenciosa de saber quién despide más testosterona, quién mancha más las sábanas y amanece con la verga más tiesa. Un metro de distancia, a veces menos, siempre ese camino que podríamos transitar en un segundo, pero que nos es imposible cruzar. ¿Existen las distancias? Mi cuerpo alargado se desvanece en la ropa, no puedo pasar de quitarme la camisa, de quedar cubierto por un short holgado. El suyo, el cuerpo, es demasiado perfecto, celeste, intacto como la Vía Láctea. Viene la noche y somos dos muertos que dejan libres sus ardores, nuestras sombras empiezan a acecharse, dos fieras que luchan en la negrura de las paredes, en la lobreguez de la ciudad.

Whitman. ¿Lo has leído? Acércate, escucha. Y el colchón gime al sentarme, se hunde ofreciéndome, rompiendo la distancia porque la gravedad no hace concesiones. Nuestras piernas se rozan, desnudas y frescas. Nuestros vellos se abrazan y danzan, su abdomen que se infla y desinfla, hace difícil encontrar el camino que mis ojos buscan, un camino hacia el sur espinoso y deseado. La trusa se estira y se humedece. La memoria cambia el recuerdo, la memoria es tan eficaz como el destino, la memoria borra, crea ese abrazo que nunca fue. ¿O sí? Por la ventana sólo está la luminosa oscuridad de los deseos, navegar en la noche marina, guiándose por Orión, el ciego cazador. Hay un momento en que el cielo se cuela en la boca de Jesús y sólo se escucha la maquinaria de nuestros cuerpos. Sobre las piernas, que no dejan de sudar, el libro queda abierto y sufre una extraña simbiosis. El hilo se rompe por el tintineo de una moneda, de un botón quizá, ínfimo planeta que al chocar con la duela invade el espacio. También la música lo invade, pero ese es un futuro lejano, distinto.  

Se llama Jesús y son sus labios, habla tan poco, sí, seguro que tendría que llamarse Jesús y ser del Norte. Estudia teatro y por eso se cuida tanto el cuerpo y el cabello que es negro y brillante, que le cae hasta los hombros cuando lo seca con la toalla para luego meter el cepillo sin dejar de mirarse en el espejo. Es tan hermoso y tan hombre ese Jesús. Y mientras se acomoda el cabello, sus manos grandes, toscas, blancas se mueven sin parar, sus brazos de marino también se mueven y su espalda y sus nalgas que apenas esconde el calzón blanco, siempre blanco. Voltea con brusquedad, sus ojos acusadores y mis ojos delatados se encuentran, se ciegan. Mis secretos más oscuros están frente a él, los suyos también. Somos tan jóvenes, tenemos la edad para lograr las más grandes hazañas y para cometer los más terribles crímenes, como dos niños, como dos viejos desesperados por vivir un poco más. Me tomo el tequila de un trago y pido otro.

Subimos borrachos la escalera, entramos a una habitación láctea, el deslumbramiento, el rechinido de nuestros pasos sobre la duela, las risas veladas, todo se presta para que por fin se quiebre el universo y se nos caiga encima ese pasado que parecía imposible. Pero no, aún es posible. Cada uno se tira sobre su cama medio vestido y se deja llevar por sus sueños. Casi puedo asegurar que esa noche fue la primera vez que pensé en la muerte como una solución a ese dolor tan absurdo. Según las leyes del hombre y de las religiones, si uno mata en defensa propia o por accidente, la pena será menor a si lo hace uno con premeditación. Y esas noches, tantas noches en que abría el ojo un instante, sólo para mirar aquella cordillera oscura y dormida, estaba premeditando lo que ya sabía que debería suceder, pero que nunca sucedería. 

Llega con un viento que hace doblarse las ramas de los árboles. Desde la ventana, veo con espanto cómo los nidos y las hojas vuelan lejos. El amor por fin se presenta convertido en ráfagas de lluvia, aniquilación de las cosas más pequeñas, pero no menos importantes, y eso me llena de tristeza. Cuando escucho la puerta no me seco las lágrimas, sino que volteo a verlo. En cuanto atrapo su mirada camino hacia él, decidido a dejarme caer tan profundamente como el instante me lo permita. Y así nos precipitamos sobre su cama. Y toda su experiencia y mi ignorancia parecen fundirse en una larga historia llena de fuerza y de ansias, en una necesidad de alcanzar la cima sin importar nadie ni nada. Dos cuerpos hundiéndose en un colchón sin fondo, que cada vez se expande más y más. El uno es el otro para poder subsistir. Nos abrazamos tan fuerte que nos falta el aire. Hundo mi nariz en la piel granulosa y el olor se condensa, se solidifica y presiona mi cráneo. Muero en un parpadeo, pero sus manos sobre mi pecho hacen presión, me empujan, me levantan. Dice algo que no entiendo, pero que suena igual que el cuchillo sobre la tabla de picar. Su cuerpo se escabulle en silencio y me quedo solo. 

La habitación está vacía, Jesús no soporta ser y se eleva rompiendo el techo, no soporta mirar mis ojos, ni siquiera una palabra. Recorro el espacio, busco una huella en ese armario, un papel, un pañuelo. Todo está impecablemente vacío. No hubo fotografías, no hubo cartas. Todo se ha convertido en luces, mesas, gente. El sonido ensordece mi memoria, sólo quedan las grandes ventanas, la madera rejuvenecida. Doy unos pasos hacia la derecha, tratando de mantener la orientación. La última ventana debe ser. Por suerte no hay nadie, puedo caminar con libertad y puedo detenerme en ese instante. Brilla, es un botón blanco, pequeño, incrustado en la madera. Jesús se inclina, por fin sonríe, su rostro me busca. Aquí, dice. Lo veo, el botón refulge entre sus dedos como un pequeño planeta.

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