Marzo, 1989

Maribel Arteaga Garibay

(Coalcomán de Vázquez Pallares, Michoacán, 1960). Es directora del Museo de las Artes de la UdeG. Fue amiga y colaboradora de Raúl Padilla López durante treinta y cuatro años.

Hay encuentros que propician un cambio en el destino de las personas, el mío transmutó el día que conocí a Raúl Padilla López.

Este acontecimiento tan representativo en mi vida ocurrió en 1989, un mes antes de que él tomara posesión como rector de la Universidad de Guadalajara. Nuestras primeras interacciones se fundamentaron en el respeto y la sinceridad, valores que prevalecieron a lo largo de los treinta y cuatro años en los que, tanto en el aspecto profesional como en el personal, pudimos ayudarnos en nuestro crecimiento. Con orgullo, puedo decir que desde entonces tuve la oportunidad de acompañarlo y apoyarlo en el camino que recorrió. Y mucho de lo que he logrado es gracias a su impulso y aliento.

Destaco y recuerdo su gran sensibilidad para trabajar con mujeres. Siempre procuró darnos un entorno seguro, un ambiente en el que pudieramos sobresalir por nuestras ideas para convertirnos en lideresas. Este atributo fue revolucionario en una época en que nuestra voz buscaba ser escuchada y él la escuchó.

Hablar de él sin duda conlleva implícito el reconocimiento a su dedicación y a su capacidad de liderazgo, pero también es reconocer entrañables cualidades que lo hicieron destacar como un ser humano cálido y comprensivo que compartía momentos de cercanía y de amistad con quienes lo rodeábamos y  tuvimos la fortuna de convivir de cerca con él; recordaremos su firmeza y determinación, pero también está latente su naturaleza bromista y alegre que lo hacía un ser sumamente carismático y magnético, era imposible no reír a su lado.

Quiero, además, hacer énfasis en su esencia sensible que le permitía escuchar, apoyar y resolver los problemas de quienes se acercaban a él, era realmente generoso. En ese sentido y, personalmente, agradezco los grandes momentos de empatía y de cariño que tuvo conmigo. Más allá de que se convirtió en un mentor, siempre lo sentí como un hermano mayor; su complicidad, su guía y su amistad serán sin duda los grandes tesoros que acompañarán su recuerdo en mi memoria.

Siempre valoró el conocimiento y tuvo muy presente la importancia de las relaciones humanas. El cuidado del protocolo y la cortesía en el trato hacia las personas son, quizá, las más grandes lecciones que le pude aprender y que, hoy, continúan siendo factores que determinan mi vocación como trabajadora de la Universidad de Guadalajara. Gracias a la confianza que depositó en mí y al amor que me transmitió por esta institución, he podido desempeñar diversas labores dentro de esta comunidad a lo largo de casi cuatro décadas.

Sin duda, la ausencia de su figura es difícil de llevar, se echa en falta su afecto; pero su memoria será eterna en mi historia. Si el cruce de nuestros caminos cambió el rumbo de mi vida, su partida vuelve a hacerlo de nuevo.

La determinación que se requiere para convertir un sueño en realidad es inherente a los grandes espíritus humanos. Raúl Padilla López fue, sin duda alguna, un ejemplo de ello.

—Marigüel… Ayúdame con eso.

—Con gusto, Jefe

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