María Memoria / Débora Quiroga

En el sanatorio mental Nuestros Pobres Hijos de Dios creyeron que María Memoria aparecería precedida por grandes señales; como un rayo de luz en plena tempestad. Sin embargo, llegó una tarde de verano seca y somnolienta. El portero avisó que una mujer vestida con una falda de colores se acercaba por la vereda y ni tan siquiera los grillos interrumpieron su canto.

Doña Úrsula, la madre superiora, abandonó el frescor de su despacho para dar la bienvenida a la mujer que, por tanto tiempo, estuvieron esperando. No sabía qué aspecto tendría María Memoria, pero nunca la imaginó así: pequeña, delgada y llena de polvo. Una figura solitaria a la que parecía faltar algo.
     María Memoria era una almacenadora de historias. Recorría pueblos y aldeas con su gato gris encaramado al hombro. Se sentaba en el mejor sillón de la casa o en el suelo arenoso, eso no importaba. Inclinaba la cabeza y, con sus grandes ojos verdes clavados en el narrador, escuchaba pacientemente todo aquello que quisieran contar. A veces durante días y noches. Y el mundo quedaba reducido a palabras y al constante ronroneo del gato.
     María guardaba en su cabeza cada sílaba pronunciada, para no olvidar, porque para muchas de aquellas personas era lo único que poseían. Algún día, si su vida era lo suficientemente larga, María Memoria regresaría a la aldea y les rememoraría cómo conocieron a su primer amor, o aquel otoño en el que la cosecha fue tan buena que bailaron en los campos hasta el amanecer. También les recordaría afrentas sufridas y dolores irreparables, porque María no juzgaba, simplemente hablaba con aquel tono plácido y suave.
     «No olvidéis, nunca olvidéis», y a su paso dejaba lágrimas, odio o risas, no importaba. Cogía a su gato y continuaba su camino para volver a llenarse de historias, y ahora, ese mismo camino le había conducido hasta aquel antiguo convento reconvertido en hospital para casos especiales.
     Parecía demasiado joven para poder recordar todo un siglo, pensó doña Úrsula, refugiada a la sombra del porche. No era más que una chiquilla pelirroja que viajaba con un hatillo y las manos desnudas.
     —Bienvenida —estrechó la mano con fuerza y seguridad, un viejo hábito para demostrar quién mandaba entre aquellas paredes—. Llevamos mucho tiempo esperando su llegada.
     A doña Úrsula le costaba evitar caer en el desdeñoso tuteo. Al fin y al cabo, su único deudor era Dios, y su fe no reconocía a las llamadas almacenadoras de historias, una especie de juglares modernos a los que se les atribuían poderes.
     La chica se encogió de hombros.
     —Parece ser que a su mensajero le costó algún tiempo encontrarme, pero no importa, ya estoy aquí. ¿Qué desea contarme?
     La madre superiora negó con la cabeza.
     —No es por mí, es por un paciente. Apareció hace ya cinco años en un campo cercano, desnudo y desorientado. No sabía quién era y no paraba de repetir su nombre, María Memoria, una y otra vez.
     Sin añadir una palabra más, doña Úrsula comenzó a andar. Juntas recorrieron un pasillo de piedra, el gris de sus muros veteado por las puertas de madera. El lugar era fresco, deprimente y carcelario.
     Se detuvieron ante una de las antiguas celdas de las novicias, idéntica al resto. Doña Úrsula rebuscó entre sus ropajes hasta dar con la llave. Había un catre, olor a enfermedad y la respiración agónica de un hombre.
     Se aproximaron a la cama, en la que un bulto se movía entre espasmos. Justo cuando llegaron al borde la figura pareció revivir. Se incorporó con violencia y clavando sus ojos desquiciados en María dijo:
     —Tú, tú eres lo único que recuerdo, una almacenadora de historias de ojos verdes y un gato sobre los hombros. Tú debes saber quién soy.
     El aliento le apestaba, su rostro no era más que piel pegada a una calavera. Diez años y un cuerpo ajado y, sin embargo, María le reconoció. Fue tal la impresión, que la chica tuvo que aferrarse al brazo de la madre superiora para no caer. Era él, consumido por la locura de no saber quién era, pero era él.

Música de ópera y olor a huevos fritos con bacon.
     María Memoria no olvidaba, nunca, y su mente retrocedió años atrás, cuando sus pasos la condujeron a un país en guerra. Llevaba meses escuchando sobre el terror y la injusticia; madres que sobrevivieron a sus hijos, bosques de ahorcados y campos en llamas que conducían al hambre y la miseria. María sólo podía guardar todos aquellos testimonios en su interior. «No juzgues, no tomes partido, no olvides». Con los años María había aprendido que ninguna historia era totalmente cierta, ni totalmente falsa, por ello no debía inmiscuirse, hacer suyo el dolor ajeno.
     A oídos de los soldados debió llegar la noticia de que una almacenadora estaba recorriendo el país. Un día cualquiera los militares irrumpieron en la casa en la que se alojaba. Llegaron al amanecer, cuando el sol anuncia los fusilamientos. Todo botas y rifles. Adolescentes armados con lo que creían una causa por la que matar y morir. El dueño de la vivienda, un granjero al que habían cortado un brazo para que aprendiera la lección de no proporcionar alimento a los rebeldes, se limitó a encogerse en un rincón. Ya habían conquistado su país y su cuerpo, no importaba lo que hicieran con su hogar.
     Unas manos grandes y peludas sacaron a María de su sueño y la arrastraron hacia el exterior. De lo único que tuvo tiempo fue de acunar a su gato entre los brazos, protegiéndolo. Lo último que vio fue a la esposa del granjero despidiéndose, convencida de que no la volvería a ver.
     A empellones la hicieron subir a la parte trasera de la camioneta y arrancaron, dejando tras de sí miedo y una nube de polvo. La luz se filtraba a través de los agujeros de la lona, como si estuvieran en el interior de un tonel. Para conjurar el silencio creado, uno de los soldados que la acompañaban le explicó que estaba siendo invitada a su cuartel general para escuchar su versión de la conquista; porque eso fue siempre lo que los grandes ejércitos buscaron: perdurar, aunque fuera en las inscripciones de las lápidas, o en la memoria de una almacenadora. En realidad era una orden velada por la amabilidad.
     El viaje fueron baches, calor y el acecho incómodo de los soldados. Ella se limitó a mirar sus pies descalzos, tan vulnerables entre las botas militares que la rodeaban.
     El cuartel general no era más que un molino reconvertido en máquina de guerra por medio de alambre de púas y controles de paso. Un soldado le tendió la mano para ayudarla a bajar del vehículo, pero ella se negó, resguardando a su gato sin nombre contra el pecho.
     Hubo una escalera de caracol que produjo una mezcla entre el miedo y el vértigo, y un descansillo que daba lugar a la habitación, en el que la esperaba un coronel.
     Música de ópera, olor a huevos fritos con bacon y un joven militar desayunando con educación exquisita, como si en vez de en un almacén en desuso se encontrara comiendo en un salón con los altos mandos.
     El coronel se limpió pulcramente con la servilleta. Era alto y guapo y sus botas de piel crujieron cuando se puso en pie para saludar a María. Ella ignoró la mano tendida, buscando una salida con el mismo pánico de un animal enjaulado. La risa del coronel sonó extrañamente cristalina.
     —Tranquila, no te pasará nada. Nadie asesinaría a una memoria viva y las almacenadoras estáis protegidas por vuestro derecho a la neutralidad. Os he invitado —y aquel «invitado» sonó a burla y soberbia— para hacer uso de vuestros servicios. Os contaré la historia de nuestras batallas y así perdurarán.
     Le ofrecieron una taza de té y, reanudando el desayuno, el coronel comenzó a narrar su historia. María se relajó, clavó sus grandes ojos verdes en su interlocutor y escuchó hablar sobre conquistas y poder. En momentos especialmente emocionantes el coronel hacía grandes aspavientos con el tenedor, manchando el mantel de grasa. Sus ojos brillaban febriles y María trataba de no juzgar.
     —Pero nada de lo que te cuente puede llegar a describir el poderío de nuestro ejército. En este preciso momento están pasando revista. Bajemos un momento y después continuaremos con el desayuno.
     María se levantó con lentitud, el cuerpo le pesaba. Se inclinó para llamar al gato, pero el coronel negó con la cabeza.
     —No importa, déjalo aquí, cerraremos la puerta y no podrá ir a ningún lugar.
     «Como yo», pensó María.
     El campamento no era más que un cementerio de metal y soldados hacinados viviendo en malas condiciones. Un intento para disfrazar de disciplina lo que no eran más que ansias de poder y riqueza. El coronel lo describía todo como si fuera un guía turístico entusiasta, amenizando las explicaciones con detalles técnicos que María recibía con una sonrisa condescendiente.
     Cuando rompieron filas y permitieron a los soldados huir de la explanada ardiente, regresaron al cuartel. El tocadiscos seguía encendido y el gato devoraba los restos del desayuno, agitando la cola en el aire, ajeno a los dos humanos parados frente al umbral. Antes de que María tuviera tiempo para reaccionar, el hombre se abalanzó contra la mesa. La vajilla se estrelló contra el suelo. Los fragmentos crujieron bajo las suelas del coronel. Se entabló una especie de lucha.      Un juego del cazador y la presa en el que el animal constantemente lograba esquivar al inmenso humano, hasta que fue acorralado contra una esquina. Al saberse atrapado, el gato sacó las garras y de un elástico brinco se aferró al cuello del coronel. El hombre gritó, agarró al gato del cuello y con furia lo lanzó contra la pared.
     Se escuchó un sonido hueco cuando el cuerpo rebotó en la alfombra.
     El rostro de María se mantuvo neutro. Ni tan siquiera inició un movimiento para acercarse al cadáver. Se quedó paralizada en el centro de la habitación, observando el último estremecimiento del cuerpo inerte. Música de ópera y la única constante en su vida asesinada por un plato de huevos fritos y bacon.
     —Estúpido gato —dijo el hombre, tocándose con cuidado las heridas.
     Nunca había contado esta historia, María jamás hablaba sobre sí misma. Las almacenadoras nunca juzgaban, nunca olvidaban Sin embargo, el tener a aquel coronel frente a ella removió algo todavía profundo y remoto en su interior.

María se inclinó sobre la cama y al oído del enfermo susurró:
     —Nadie, tú no eres nadie.
     Y sin atender al llamado de la madre superiora se volvió y echó a andar por los pasillos.

 

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