Intuiste que Marcia, tú, Marcia, ella, Marcia, estaba del otro lado, del lado de allá, del lado de acá, detrás del monitor, postrada en él, inmersa o poseída por las letras oscuras que te develaron su presencia aquella noche. La intuiste primero por el nombre —siempre un nombre—, el tuyo, el de ella, el de cualquier Marcia Guerrero que habite el mundo, aunque, a decir verdad, tú nunca te habías encontrado con otra, con ese nombre tuyo y de nadie suspendido en negritas sobre dos líneas en un listado del buscador de la red. Suspendido como una hamaca esperando a que caiga la tarde, una ola lejana y furiosa, el doble clic del ratón para desperezarse de ese vaivén de información, de esa brisa que te adormece y esa ola que rompe y se dispersa en miles de burbujas salpicando la brisa casi al ritmo de tus dedos nerviosos sobre el teclado. Buscando sitio. No se trata de una noticia, de un listado universitario o de una página personal, ni siquiera de textos que has enviado a revistas. Descubres tu nombre en un fragmento de frase que intuyes como parte de un relato. Conectando con el sitio… Sitio encontrado. Esperando respuesta…
Aprietas las comisuras de tus labios y frunces el entrecejo, del lado de allá, en Chile, abajo, en ese país esbelto, alguien ha formulado otra Marcia Guerrero, un personaje cuyo nombre recostado en la hamaca de las palabras tal vez ha esperado, quien sabe cuánto tiempo, a que tú descubras esta coincidencia. El resto de las palabras con su vaivén se mece en la habitación y se interna en tu boca, quizá por la lentitud con la que repetiste la frase; cae finalmente en tu estómago como un trozo de roca cuyo aliento mineral te ronda el esófago y la base de la lengua. Será por la hora de la tarde en que los trabajadores golpean con afán casi ritual tuberías lejanas o por el roer de los carros en las avenidas, será por eso que sientes que alguien te ha espiado y muy en el fondo te concibes como una monserga de carne y lamentaciones ocultas bajo una juventud apresurada, la idea pasa con el sigilo de un papalote suspendido en el viento, y vuelves a sentir la roca pesada resbalando por el esófago mientras tu nombre, su nombre, se balancea en la hamaca de las palabras, sientes como si alguien te hubiese descubierto de pronto y estuvieras expuesta a la vista de todos, desnuda y sin poder ocultarte como en un mal sueño. Vuelves los ojos atrás para encontrar la mesita de siempre con el florero, los recibos pendientes, la lámpara, los cojines y todo eso que es nada —una naturaleza muerta—, pero que en este momento te alivia. No encuentras una silueta oculta que te sonría inmóvil ni esos ojos desorbitados que has elaborado con minucia desde niña para dar vida al vigilante de los insomnios, ni el diente que brilla por su filo plateado; exhalas ese aire contenido por tu búsqueda, por el peso de la roca, las olas se alejan, crepitantes burbujas.
Abriendo página … intentas evocar los recuerdos, las historias de una computadora que no los tiene y, en cambio, los que has creído propios martillan tus dudas… por qué alguien inventa un personaje con tu nombre, con ese nombre nuestro, de una Marcia deseada por un hombre de ojos verde olivo durante noches y madrugadas y tardes de morderse las uñas y las ansias, tardes de mirar el horizonte atónito, escondido detrás de las palabras, de sus paseos por las aceras y los parques. Los ojos verde olivo se clavan como un aguijón que pretende detener la caída de la tarde —el incendio de nubes rojas que arden abrazadas en humos dorados y se tienden sobre la ciudad—, por si acaso Marcia Guerrero subiera por las escaleras del metro y emergiera del inframundo citadino. Y, ante la remota posibilidad que brinda la imaginación, los labios se abultan, los latidos ensordecen la tarde, los colores se clarifican, los olores y los anhelos se expanden… Después viene el dolor que deja el remanso de la ausencia de Marcia o la tuya… ese vacío en las escaleras del metro habitadas por otros transeúntes que deambulan lánguidos como en una pintura de El Greco, ese vacío en donde Marcia nunca está, los ojos enrojecidos por el cinismo rabioso de la desesperanza, del desencanto, de ese tiempo mudo y paralizado que cuelga suspendido en el apéndice de la historia personal. El amante se estremece para escapar de esa geografía, para no convertirse en presa de ese estado que escapa a las palabras, al monitor iluminado sereno frente a ti. Retrocedes y llevas el índice a tu labio superior, alejas tus manos del teclado huyendo mientras los otros ojos verde olivo, los que tú has guardado, ésos que te han acosado desde la penumbra del insomnio lapidados por veinte años de imponerles la monotonía, los amaneceres frescos bajo la planta de tus pies descalzos, las verduras que yacen húmedas en el refrigerador, los muebles perennes en la oscuridad de una sala reservada para las visitas, las llamadas por teléfono, un sol que asoma tímido a tu casa por temor a encontrarla deshabitada, tu navegar por calles, pasos a desnivel, reuniones, fiestas infantiles y cenas tan ajenas y apresuradas como una película del cine mudo. Alejas tus manos y tu pecho por temor a que esos ojos verde olivo ahora en tu habitación nocturna se internen por tus poros o por alguna de tantas grietas que duermen en tu interior, repasas incrédula un párrafo mientras aquel aliento tibio de antaño resbala por tu cuello.
Abres más los ojos para absorber esas palabras destiladas por el monitor luminoso, para mecerte con horror en los hilos de palabras que han revivido por un instante diminuto el olor y la tersura de aquella piel. Parpadeas para ahuyentar esa presencia que no se va, el anhelo se estanca en tu garganta y la cierra.
Te sacudes, Marcia, te sacudes esa nostalgia de saber que no eres dueña de todos los fantasmas que duermen en tus escondrijos, te sacudes como cada vez que te ha visitado el miedo, o una idea o un recuerdo que pueda alterar tu vida con Pablo o la armonía de tus verduras frescas, los compromisos a los que asistes como en sueños y cuelgas esos temores en los escasos rayos de luz que se filtran por las ventanas… porque ya no quieres saber nada de ojos verde olivo, llevas el ratón a la esquina superior derecha de la pantalla, le das clic para anular esas historias, para ver durante un segundo tu nombre en negritas como un cuerpo suspendido en la hamaca de las frases incompletas, presionas el ratón para dar un zarpazo a esa otra Marcia Guerrero venerada por un amante preso en la desesperanza, para desconectarte de internet, apagar la computadora, ponerte de pie, avanzar hasta la puerta, abrirla, respirar ese aire viciado y dirigirte a la cocina. Mañana pollo o carne, brócoli o calabacita, este pescado ya tiene una semana, en media hora me voy por los niños, paso a la tintorería primero…
Ya tendida en tu cama contemplas los contornos guardados por la oscuridad, el velo de la cortina que se eleva por el viento, la antena que prende y apaga en el cerro lejano, chicharras en la noche sin luna, y te vuelves para descubrir a Pablo profundamente dormido, un silencio rodea su cuerpo, acercas tu rostro hasta él y apenas percibes la respiración, sus párpados como un lienzo en donde los sueños más distantes desfilan, tocas su cabello con tu nariz y percibes el calor de su cuerpo, te retiras y vuelves a tenderte en tu espacio, te acomodas sobre tu lado izquierdo…
Unos ojos verde olivo muy abiertos hurgan en los pliegues de tu vestido, del tuyo, Marcia, del de ella, Marcia, ¿recuerdas?, ¿recuerdas ese vestido, Marcia? unos ojos que siempre te beben sedientos a la distancia, te sonríen y se pierden entre multitudes por las que desfilan tu abuelo de Sonora, su madre en Valparaíso, tus compañeros en el patio interior de la primaria, las fachadas coloridas de su ciudad de infancia, geografías inhabitadas por tu recuerdo o el de ella, centros de ciudades de sillar derruido y monumentos del mundo antiguo, canaletas de agua y enredaderas colgantes, arcos de piedra por los que pasean los habitantes de una ciudad lejana que pretendes conocer, el oleaje del océano Pacífico Sur que llega hasta tu patria y humedece las playas, un hombre contempla su rostro en un espejo, descubres la escena con el azoro de comprender que no teme a la muerte, te aterra presenciar esa escena porque en el fondo esa aceptación es también tuya, te estremeces, un carrusel girando alrededor de un árbol oscuro en cuyas ramas habitan familias. Detrás de todas las voces, imágenes y cuerpos, intuyes su presencia —la de él—, vigilas atenta movimientos entre muecas, trajes y palabras, una silueta que deambula a lo lejos y arrastra consigo tu centro, desplaza tu origen, te divide, te fragmenta en pequeñas partículas sumidas en el desconcierto, el silencio y un profundo anhelo que te deslinda de la escena por estar cerca de él. Has esperado años este momento, él conserva el mismo rostro, el cuerpo delgado y terso, las manos tibias, te observa de la misma manera que antes, has esperado con paciencia de veinte años y con la meticulosidad de censurar y ocultar tus deseos cotidianos, el momento en que ese marasmo de parientes y desconocidos los acerque accidentalmente para poder decirle unas palabras, para escuchar su voz y volcar en dos frases la confesión que los libere y los vincule para siempre. El marasmo los acerca, la resaca los aleja. Al caer la tarde coinciden frente a frente, le sonríes con la certeza de pertenecerse y de mirarse para develar lo oculto, pronuncias con seguridad las dos frases ensayadas y su mirada te sonríe.
Una mujer se acerca y se presenta: Soy Marcia Guerrero. Contemplas tu rostro, su rostro, casi idéntico al tuyo, quizás ligeramente distinto, la mirada ambarina que irradia ironía y rasga el entorno, la melena esponjada. Él las mira a las dos y pregunta: ¿Tú eres ella? Murmuras en el oído del amante y te escabulles entre la multitud, tus pasos se apresuran y miras tu silueta reflejada en un cristal lejano, tu cabello como melena. Un escalofrío te paraliza. ¿Eres la otra Marcia? Corres despavorida… Desde la llanura lejana vislumbras una multitud encerrada en burbujas que se elevan hasta perderse en el cielo, jadeas.
Abres tus párpados, aún estás tendida sobre el lado izquierdo. Amanece, el velo de la cortina se ha quedado inmóvil, Pablo sigue ahí. Te diriges al espejo. Suspiras aliviada.
Te sacudirás esas imágenes, los fantasmas y temores que te acechan atentando contra tu monotonía cotidiana, colgarás esos temores en los escasos rayos de luz que se filtran por las ventanas con el sigilo de un papalote. Hoy no abrirás una y otra vez la página de internet donde descubriste tu nombre, hoy quieres olvidarlo, sacudirlo, drenar esa mirada de recuerdos tuyos y ajenos, hoy no te lamentarás que la impresora esté descompuesta desde hace tiempo y que no haya manera de imprimir el relato, no querrás volver a leerlo durante la mañana ni la tarde.
Sólo al caer el día ese rechazo, ese temor, se desvanecerá con la llegada de la noche y la agonía de urracas que gritan desde otra época. No podrás soportar la curiosidad de leer de nuevo esas frases con tu nombre, porque aunque has intentado memorizarlas una y otra vez desde la vigilia y el insomnio, las palabras terminan siempre por huir entre el vaivén de las olas… Antes de partir con Pablo para la fiesta de esa noche, sentada en tu escritorio, con el ratón en la mano, descubrirás incrédula y sin aliento que la página con el relato ha caducado y que ya no habrá manera de evocar, de revivir esas palabras que contienen a la otra Marcia y, en ella, a ti. Intentarás abrirla un par de veces más, en vano…
Esa misma noche, ya en la fiesta, desde tu brazo entrelazado al de Pablo, vislumbras detrás de las voces y los cuerpos una presencia, vigilas atenta esos ojos verde olivo que deambulan lejos y arrastran consigo tu centro, desplazan tu origen, te deslindan de la escena. Has esperado más de veinte años para el encuentro. El marasmo los acerca y coinciden en la mirada cómplice, pronuncias con seguridad las dos frases ensayadas y su mirada te sonríe. ¿Recuerdas?
Y sólo horas después, cuando vuelvan a casa y te contemples en el espejo antes de dormir, sabrás por qué el amante cambió su expresión y apresuró el encuentro que anhelaste la mitad de tu vida. Esa noche, frente al espejo, descubrirás el rostro —casi idéntico al tuyo—, y ahí, bajo la delgadísima piel de tus párpados, el sutil reflejo ambarino que rasgó tu historia, su historia.