Preparatoria 12
Una, dos, tres. Lágrimas caían sin ningún ruido. Tan tibias y delicadas en mi piel una a una las sentía.
Mis ojos húmedos no me permitían percibir otra cosa más que mi propia tristeza. Mis sollozos aumentaban con el latido de mi corazón, cada vez más rápido. Tanto que sentía al acecho un gran diluvio que nadie detendría.
Las ligeras gotas que resbalaban por mis mejillas contaban aquella historia de dolor que me invadía. Podía sentir su recorrido suave y lento, pero por más que limpiaba estas pequeñas tristezas, viejas se volvían al instante, dejando el camino libre a otras nuevas que empezaban a nacer.
Sentía algo inexplicable, ya que no podía verme en este estado pero sí podía mirar mis manos temblorosas que limpiaban mi rostro una y otra vez sin caso alguno, porque en nada me tranquilizaba ni ahuyentaba aquel grito de desilusión que surgía de mi corazón.
No había forma alguna de consuelo, no había nada ni nadie. Sólo yo enfrentándome a mí misma y a mi lago de llanto. Lago en el que tarde o temprano perecería.
Lo sentía tan inexplicablemente real pero maravillosamente increíble. De ambas sensaciones existía un poco. Llegué a darme por vencida y obligarme a vivir así por el resto de mi vida. Ya no tenía fuerzas y mi lucha estaba perdida.
Cuando por fin me liberé, abrí los ojos. Sentía mojados los párpados y húmedas y delicadamente calientes las mejillas. Una, dos, tres. Lágrimas que de nuevo volvía a ver caer.