Un feto no necesita ser ginecólogo para conocer a la perfección el vientre de su madre. Lo mismo sucede con los legos en arquitectura: no podemos aducir razones técnicas para elogiar o detestar un edificio, pero el íntimo conocimiento de sus entrañas nos permite saber si en ellas hace calor o frío. Cuando una maravilla arquitectónica hostiga y maltrata a sus inquilinos en lugar de ser una acogedora matriz, el público siente que se le ha utilizado como elemento decorativo de una escultura suntuosa. Desde los tiempos de Ramsés II hasta hoy, la erección de obras monumentales ha servido para apuntalar el poder político, económico o espiritual, pero los mejores arquitectos anteponen la comodidad del usuario al relumbrón espectacular buscado por sus patrocinadores. En cambio, los aduladores incondicionales del poder ignoran las necesidades del público y le dan la espalda con tal de lograr una apabullante ostentación de riqueza. Sentimos entonces que el poderoso ávido de incienso quiere vanagloriarse a nuestras costillas, exhibiendo su largueza presupuestal con la vulgaridad de los nuevos ricos.
Así ocurre, por ejemplo, en la faraónica terminal T4 del aeropuerto de Barajas, construida durante el gobierno de José María Aznar. No puedo negar que su altísimo techo ondulante de irisados colores (inspirado en la estética del feng shui, según los folletos promocionales del aeropuerto) dejauna impresión de grandiosidad, de pujanza económica y de vértigo ascendente. Desde mediados del siglo xix, cuando el positivismo era la ideología dominante y la fe en el progreso había cobrado tintes religiosos, los arquitectos de estaciones ferroviarias trasladaron al ámbito del transporte público la magnificencia que en otras épocas estaba reservada a las catedrales. Ahora ese culto religioso se practica en las terminales aéreas, y es natural que un país como España, recién llegado al club de las naciones ricas, haya querido pararse el cuello con un aeropuerto espectacular. Pero al estilo de Gastón Billetes, el ricachón de los cartones de Abel Quezada, que salía a la calle con un anillo de diamantes en la nariz, Aznar no se conformó con acoger cálidamente a sus visitantes: quiso impresionarlos con un gran despliegue de poderío. El resultado de esta ambición enfermiza es un vasto laberinto futurista que entorpece y dificulta el movimiento de los pasajeros.
Se supone que en un aeropuerto la amplitud del espacio debe traducirse en comodidad para el público, pero en el de Barajas sucede al revés: el exceso de espacio obliga al viajero a caminar enormes distancias, a subir y bajar escaleras eléctricas, rampas, elevadores, a elegir entre numerosas bifurcaciones sin auxilio de ningún empleado, como si uno estuviera obligado a conocer de memoria los planos del mastodonte. Quienes tengan la fortuna de llegar a la sala de migración sin haberse extraviado (yo nunca la he tenido), todavía tienen que tomar un tren subterráneo para llegar al opulento pabellón donde se recogen las maletas, cuya lejanía de la terminal es inexplicable y absurda. ¿Creen los arquitectos de la T4 que un turista apabullado por el jet-lag se detendrá a contemplar el fastuoso techo de la terminal? ¿Era necesario martirizar así a los pobres viajeros? ¿No había una solución más humana para simplificarles el recorrido? Sin duda, pero entonces Aznar hubiera tenido que sacrificar el boato imperial de su aeropuerto, y él necesitaba derrochar espacio para elevar a su país al rango de superpotencia, como un enano que se pone zancos frente al espejo. La derecha española siempre ha sentido nostalgia por las glorias de Carlos V, y Aznar llevó esa pasión al extremo de causar la derrota de su partido. Símbolo del franquismo tardío, la T4 deja entrever el mismo delirio megalómano que lo llevó a secundar a Bush en la desastrosa invasión a Irak.
Si el viajero perdido en la T4 puede llegar a sentirse un personaje de Metrópolis (la película muda de Fritz Lang, en donde el habitante de una ciudad futurista queda aplastado por un entorno deshumanizado y hostil), el lector recién llegado a la Biblioteca Mitterrand de París experimenta una perplejidad similar a la de Monsieur Hulot, el provinciano cómico y botarate, desconcertado por la remodelación de los suburbios parisinos, que vive la modernidad como una pesadilla en las películas de Jacques Tati. Crítico feroz de la arquitectura deshumanizada, Tati denunció en dos comedias memorables, Mi tío y Playtime, la opresiva uniformidad del urbanismo funcionalista que a finales de los años cincuenta amenazaba con desfigurar el paisaje de París. Pero las burlas de un comediante no pueden frenar a las vanguardias arquitectónicas en un país donde se rinde un culto ciego a la innovación en todas las artes. En los años ochenta, so pretexto de construir una nueva biblioteca nacional, Mitterrand quiso erigir un monumento al poder cultural de Francia y encargó el proyecto al joven arquitecto Dominique Perrault, uno de esos genios narcisistas que no desperdician el menor recoveco de un edificio para hacer notar su voluntad de estilo.
Como los cineastas que abusan de la cámara al hombro para hacerse presentes en todas las escenas de sus películas, Perrault llevó su protagonismo al extremo de ponerle mallas de alambre a los arbustos que rodean la biblioteca, sugiriendo quizá que la función del saber libresco es encarcelar a la naturaleza. El resultado de este maridaje entre el engreimiento estético y la munificencia estatal es un mausoleo desolado, inhóspito, racionalista y cruel que hubiera desquiciado a Monsieur Hulot. Sus cuatro torres en forma de libro abierto no me parecen un hallazgo demasiado feliz (pudo haberlas diseñado un niño de cinco años), pero en ellas Perrault cuando menos supo aprovechar el espacio. En el interior de la biblioteca, en cambio, predomina la misma amplitud inoperante de la T4. Pero en vez de hacer alardes de preciosismo, como los diseñadores del aeropuerto madrileño, Perrault derrocha el espacio con el fin de crear una atmósfera de pesadez y solemnidad academicista. La enorme separación entre las salas de lectura y el vestíbulo, donde están los únicos baños de la biblioteca, impone un severo castigo a los lectores que osen tener necesidades fisiológicas. Sin embargo, Perrault no se conformó con torturar nuestras vejigas: también quiso penalizar el hambre, y separó la cafetería del sanctasantórum donde yacen los libros con una pesadísima puerta que sólo se puede abrir empujando con gran esfuerzo, como si quisiera advertirnos con voz admonitoria de prefecto escolar: «¡Aquí no se viene a comer!». No hay un solo detalle de alegría y calidez en este recinto penitenciario, donde se advierte por doquier el ceño adusto de la autoridad cultural. En vez de acercar los libros a la gente, Perrault parece haber obedecido refrendar la supremacía de quien los posee.
Quizá influya en mi crítica de la T4 y la Biblioteca Mitterrand el hecho de ser un tercermundista resentido que mira con envidia la opulencia de los países ricos. Alguien dirá quizá que, viniendo de una megalópolis horrible, no tengo derecho a ver el pelo en la sopa de la gran arquitectura europea. Pero creo que el rencor y la envidia aguzan mi sensibilidad para detectar maravillas fraudulentas, porque la ostentación grosera siempre saca ronchas en la piel de un pobre. La mala arquitectura de relumbrón nos enseña que en ninguna de las artes existe la belleza disfuncional. Cuando el autor de una obra pública ningunea o mortifica al ocupante de su matriz para halagar la vanidad de los poderosos, su claudicación siempre desemboca en el aborto creativo.