Las luces no bajan la colina
Yo sé que me esperas, que calentaste la cena tres veces y que no llego. Yo sé que no llego. Sé que caminas alrededor de la ventana atisbando las luces del carro bajando la colina. Sé que las luces no bajan la colina. Quizá bajen otras luces para que tu corazón se alivie con las promesas rodantes entre el plato reluciente de la mesa y el plato reluciente de la luna. Pero las luces que bajan la colina no son las mías. Has de comprender que estos años son hostiles. Que sigo trabajando en esta larga noche con hambre y con sueño, necesitando el calor de tu alegría y evocando los platos relucientes de la luna, pero te olvido rellenando otra vez la taza de café para que una certeza de acero me sostenga en la madrugada: tendrás una vejez tranquila. Te voy a comprar una casa pequeña pero elegante, con un jardín y muchas estrellas.
Has de comprender el miedo (que nunca nombro porque somos personas de carácter), el miedo que me mantiene de pie en la distancia. El miedo de que sufras privaciones en la vejez. El cálculo de que cuando tú estés viejo yo también lo estaré y que quizá no haya entonces con qué rellenar los platos de la luna. Mientras trabajo, imagino la ilusión que vas a tener con las alegres macetas de geranios que te voy a comprar para que tú las riegues, para que tú las cuides. A mí me duelen las vidas de los poetas jóvenes sin protección del gobierno al que no sirven, pero también me deja perpleja el misterio entre el frío y los pies. El misterio de las medias y los zapatos. El misterio por el que los hijos de los poetas maduros sirven al gobierno que no quieren para cubrirles los pies a sus padres, los poetas mayores que se inician en el camino de la vejez.
Por esto es que no llego, por esto es que estoy siempre ausente, por eso es que no ves mi rostro reflejado en el plato reluciente, por eso es que mi atención no se acomoda en la butaca junto a ti. Pensando en el mañana, padre. Sacando cuentas venideras, calculando todos los gastos que el mañana traerá cuando seamos viejos los dos y nuestros pies confronten los misterios. Ese día llegará. Así es que me ves con el ceño fruncido, porque es mucho lo que tengo que calcular entre el pie y el misterio. Sabrás comprenderme al fondo de la colina oscura, tú que manejas la mecánica celeste y yo que no alcanzo a contarme los dedos. Eso de tener una mente metafórica es una gran dificultad a la hora del cálculo progresivo.
Yo voy viendo tus sienes platearse, yo voy viendo tu paso más lento, yo voy escuchando tu voz bajar de tono, pero no puedo percibir que vas envejeciendo. Los emblemas no cambian y la luz enceguece. Hay otra gente como yo, con la mente metafórica, que tampoco se da cuenta de que sus padres se van marchando poco a poco, y no hacen nada como para valorar esos detalles que van cambiando la vida de aquellos que a su vez tal vez también tengan la mente metafórica puesto que de alguna parte salió, pero que la han educado a la fuerza para poder resolver el misterio entre el zapato y el pie.
Un puro madrugar ha sido su agobio, un puro madrugar para alegrar a sus hijos bajo un cielo elegante con estrellas. Yo, que no he podido educar a mi mente para dilucidar la relación entre la luz y la sombra y cuanto menos los misterios entre los signos y el tiempo, no le expliqué a tu cabello ni a tu paso ni a tu voz el sinsabor de mi silencio, ni el porqué de mi carácter que se había agriado. Así que todas las dudas han quedado terriblemente de pie, entre tú, acostado ahí muy quieto, y yo, sentada detrás de tu ataúd, organizando aún en mi memoria venidera los detalles por ajustar para tu mejor porvenir, por si acaso levantara alguien la tapa que cerré y no pudiera yo contestar a las muchas preguntas de tu mirada. La mente metafórica es la más insuficiente de todas.
El invernadero
Y también fue triste, como tantas otras, la historia del invernadero. Los años inmediatos a tu muerte los dediqué en silencio a cuidar las plantas. No eran tus plantas, no eran mis plantas, eran unas plantas nuevas, casuales, de nadie. Unas de aromas, otras de colores, otras muy frágiles y otras de formas muy diversas que con el azar del tiempo fueron creciendo entre las tablas de madera del jardín. Mucho luché para que vivieran pues ya conocía yo el yermo que deja la muerte. Entonces cuidé las plantas adentro de la casa en el invierno y las defendí de las ardillas en el verano. Las ardillas les desenterraban las raíces y cada día amanecía un reguero de tierra triste y una pequeña devastación que me hacía estremecer de angustia. Vuelta a enterrar los delgados hilos sorprendidos, vuelta a apretar la tierra alrededor para que se sostuvieran otra vez sus maltratadas vidas. Algunas de ellas volvían a levantarse hasta colgar como racimos de luces verdes, otras se desparramaban en forma horizontal abriendo sus diminutas campanas y entrelazándose con las vecinas.
Pero lo más hermoso era verlas renacer en cada primavera. Yo sabía que la primavera vendría pronto porque escuchaba cercano el antes lejano canto de los pájaros, pero lo sabía principalmente porque empezaban a aparecer unas gotitas de color verde transparente sobre la madera oscura. Esas gotitas eran mis pájaras quietas, mis pajaritas que no volaban, mi cajita de joyas, mis niñas que no se iban, mis poemas, la memoria de otras manos amadas regando la vida. Cuánto significaba su presencia para mí. Mirándolas se me salían lágrimas de amor, lágrimas de risa, lágrimas de paz. Entonces me mudé a otra ciudad y las plantas viajaron en la parte del camión donde deben viajar las princesas. En la casa nueva había un vivero. La casa vino con casa para mis hijas. Toda la familia tuvo casa con arcabuz para la luz, con sofisticados irrigaderos, con estantes y transparencias de cristal protegiéndolas de las ardillas. No más heridas, no más entierros y desentierros, no más violencia. El sol ofrecía la temperatura adecuada para la vida delicada: y aquí tienes tu casita, chirinchinchinchín, que Dios nos dio para el silencio y la dulzura de estarnos solas así sin peligro, así sin dolor.
Las plantas llegaron conmigo a inaugurar la casa de la soledad, a mantener vivo el hogar, el cuido, la estufa, el suave fuego de cada mañana. Ellas eran mis hijas, mis pequeñitas, mis panes en el horno, mis lunas calientes, mis bombillos. Ellas eran la prueba de la vida, ellas eran las cartas de la ausencia, ellas eran el agüita saltando de sus esquinas: y vuelta y vuelta, sólo un poquito más, violeta de tu color espantado sin querer, sólo un poquito, despacito, para que te entre este chorrito de humedad, para que vivas, para que crezcas, para que siempre florezcas. Y ahora me esperan todas muy quietas, mis pequeñitas siempre jugando a la estatua, porque tengo que viajar a causa del trabajo para nuestra manutención, para la manutención de este pequeño vivero protector, chirinchinchinchín, que Dios nos dio para la belleza de cada mañana y el temblor de las lucecitas en sus primeros colores. Pero esa noche de ausencia cayó una nevada repentina y cuando regresé encontré a mis hijas muertas en un desorden seco y marrón que no tenía ningún color sino sólo fin y devastación. Y el invernadero era entonces un cementerio sin deudos porque toda la familia murió junta cuando la calefacción quedó demasiado baja para ahorrar calor. Mijita, mis hijitas, mi chirinchinchinchín, todo ha terminado.