Mal de la cabeza / Juan Gerardo Aguilar
Tiempo después, cuando las balaceras menguaron, se volvió frecuente ver a Raudel corriendo desnudo por las azoteas, mientras su hermana lo perseguía a lo largo de la calle. Amelia le gritaba que bajara, pero, en la cabeza de Raudel, la voz de su hermana no era distinta de aquellas que escuchaba siempre. De hecho, parecía disfrutar la molestia que provocaba su carrera nudista sobre los techos.
No era que Amelia temiera una caída. Su miedo era a que la patrulla se llevara otra vez a Raudel, porque, luego de que pagaba la multa, se lo entregaban machacado a golpes. La última vez fue porque los vecinos lo reportaron por mear dentro de los tinacos del agua. Pero eso no le interesaba a su hermano. En realidad, no le interesaba nada de lo que ocurriera fuera de su universo de antenas de televisión, trebejos y tanques de gas.
Cuando sentía los efectos de la fatiga debido a la carrera, Raudel se tumbaba boca arriba para que le pegara el sol en el rostro. Le gustaba sentir cómo aumentaban el calor y el rojo de sus mejillas. Cuando se sentía muy caliente, aliviaba el ardor metiendo la cabeza en algún tinaco y buscaba una sombra para descansar hasta que los ladridos de los perros anunciaban el atardecer.
Aunque Amelia no hablaba del mal de su hermano, toda la gente sabía que Raudel estaba así por culpa de una bala perdida que se encontró con su cabeza en el lugar incorrecto, a la hora incorrecta y la vida incorrecta.
El tiro tuvo más tino que el de un francotirador, porque también hirió de muerte a Amelia. Cada vez que piensa en eso, cada vez que la aplasta el peso de sus cuarenta y siete años, siente un amasijo intragable de tristeza y rabia, como cuando la abuela decía que «el destino malmodea a las personas por puro gusto».
Le dijeron que Raudel no sobreviviría, y ella, cobijada por la sensación de complicidad que le daba saberse sola, le rezó a Dios para que se lo llevara. Si su hermano vive —dijo con esa facilidad que tienen los médicos para travestir las malas noticias— tendrá daños irreversibles.
Loco…
La palabra le zumbó en la cabeza como panal de avispas. ¿Qué iba a decirle al Poncho? ¿Cómo sería todo ahora? Amelia era la única hermana de Raudel. Sólo estaba de visita, feliz por contarle los planes de su boda y pedirle que fuera su brazo el que la entregara en el altar, porque crecieron juntos con la abuela, luego de que sus padres murieran en el desierto, tratando de buscar mejor vida del otro lado de la frontera.
Cuando eran niños y la abuela cocinaba caldo, siempre decía algo así como que la vida nos preparaba pa’ todo, menos pa’ vivir. Luego, le arrancaba la cabeza a las gallinas ante la complacencia de Raudel, cuya mirada y risas seguían la carrera despavorida de los cuerpos descabezados. Reía cuando chocaban, sin rumbo, contra los objetos a su paso. Después traía los cuerpos de regreso, listos para el desplume, para recostarse más tarde en un rincón o sobre los costales de frijol a observar las manos diestras de la abuela arrancando los manojos de plumas.
Ahora, lo que más horrorizaba a Amelia era aceptar que su porvenir se había largado en un autobús junto con su novio. En más de una ocasión pensó en poner raticida en la papilla de Raudel, sobre todo cuando los días consistían en ir tras él por toda la casa, limpiando caca, orines y escupitajos.
Pero Amelia no era tan dura como su abuela. Lo tuvo claro desde aquella ocasión, cuando Raudel no regresó de cortar leña en el monte. La abuela insistió en que lo dejara allá, pero Amelia salió a buscarlo en medio de la noche y lo encontró horas después, agazapado en el tronco hueco de un árbol. Le limpió los mocos, las lágrimas, y lo llevó de regreso.
Las dudas y las emociones se revuelcan cuando trata de culpar a su hermano por su futuro maltrecho. Pudo haberlo dejado así, sin más, en algún hospital y fingir que el mal de su hermano le era tan ajeno como la felicidad. También sentía ganas de abordar el siguiente camión, pero su intentona se quebraba en el último instante y volvía a esa realidad que le restregaba en la cara los pañales llenos de mierda.
Por eso, a estas alturas, Amelia sabe que no importan ni los vecinos ni el resto de la gente. Ellos también viven su locura. La única diferencia es que Raudel no sabe de su mal. Cuando sale a perseguirlo, Amelia también se desconecta del mundo y deja todos los recuerdos en casa, ocultos bajo la cama, junto a todas esas veces que han aliviado el ardor de sus cuerpos el uno con el otro.
Acompañar la carrera de su hermano desde la calle es lo único que le queda a Amelia, porque desde hace mucho, el único rostro de la felicidad que conoce es el de un loco que corre como gallina sin cabeza por las azoteas.