La ciudad me mira de vuelta. Nada me dicen del amor las calles. Una brújula de lluvia me indica adónde deben ir mis pasos. Crezco. Como un instante de intriga, mi cuerpo crece de dolor y sospechas. Madrid me lee al recorrerla, se sabe de memoria mi insignificancia y, aun así, lee mi pasos, cada uno como si fuera un verso.
¿Quién me busca estando en mí?, me preguntan el verde menta y el azul índigo de la añoranza. Mi hostal, al que ahora llamo casa, tiene una fachada reluciente de ladrillos anaranjados. Si vivo en una escenografía de ayeres es porque el detalle más banal me devuelve al recuerdo.
Colores como inútiles adjetivos y una nube de errores que ensombrece el río Manzanares. La montaña boscosa dirige mis ojos a un letrero al que ya estoy acostumbrado. Bienvenidos a la Ciudad de México. Siempre vuelvo a la Ciudad de México. Letras navideñas y un suspiro que alivia el miedo a morirme en un país sin caos.
Conduzco recordando viejas lágrimas. No me dejo importunar por el automóvil deportivo que me pisa los talones, o bien, los neumáticos. Comienzan las curvas peligrosas de la carretera a Cuernavaca. Veo el primer horizonte de casas a medio construir, el obelisco de la Escuela Militar y el logotipo angustiante de Petróleos Mexicanos. Acelero y sustituyo, ayudado por mi miopía, las nubes contaminadas que se extienden a lo largo del valle por las nubes con forma de fruta que señalé en Madrid.
No hablo el idioma de Odiseo y tengo miedo a improvisar en vano. En la caseta saco el brazo por la ventanilla y ofrezco un billete de diez euros. Un hombre parecido a mí me devuelve veintiocho pesos de cambio. Me detengo en la intersección de Avenida Insurgentes y Tlalpan y saco el mapa para averiguar cómo llegaré al barrio de La Latina.
En el mapa, al abstraerme, encuentro el rostro de ella. Arrugo sus ojos al apretar el plano entre mis dedos, lo compacto con el propósito de devorarlo, pero apenas me cabe en la boca. Mastico el mapa y respiro con dificultades. Enciendo el motor otra vez y vuelvo a casa. Pero casa es una palabra mutilada por la costumbre, una cortesía insincera, como gracias, por favor, perdón, disculpe, salud, de nada, ¿cómo estás?, te quiero.
Dos años antes, casa era una habitación que compartía con otras once personas y con ella. Dormíamos en un mismo colchón individual y el otro lo usábamos para ver maratones de cine mudo. En un colchón soñábamos y en el otro nos entreteníamos. Hacíamos el amor en los baños, a las cuatro de la mañana, en las cabinas de la ducha. También lo hacíamos en la cocina, sobre todo en temporada baja, cuando en el hostal sólo había dos empleados y algún viejo nórdico que había tomado la irreversible decisión de morirse de poesía en Madrid.
En la cocina, el amor, lo hacíamos de pie. Nos duchábamos e íbamos a la cama. Dormíamos abrazados. Las noches, además de oníricas, eran bélicas porque yo roncaba. Ella me golpeaba las costillas hasta que me daba la vuelta. Era tan pequeña, tan infantil, la cama. Y recuerdo cuando una mañana de marzo me dijo, o no sé si me lo dijo o sólo me mostró, o hizo ambas cosas, pero es que recuerdo el gesto acompañado por su voz, cuando elevó a la altura de sus labios, como si se tratara de un mechero, la prueba de embarazo, y me dijo, o yo pensé que me dijo que la prueba era positiva. En mi rostro, aunque no creí que eso fuera a pasar, se dibujó una sonrisa.
Conduzco de manera robótica e ignoro el nombre de las calles, pero me reconozco en ellas hace muchos años. La intuición es una estrella titilante entre las sombras de mi memoria mexicana. La Cuesta de San Vicente reemplaza la avenida caótica en la que conduzco. Todo destino al que me dirija será una geografía sonámbula, con excepción de este Madrid portátil que, más que ciudad, es el discurso que me mantiene vivo.
Dos hombres venden bolsos de piel por diez euros. Los dos son de Marruecos y hablan mexicano. Me detengo frente a la casa en la que nací, crecí y vi el mundo transformarse, y no me atrevo a entrar porque en el jardín me encuentro a un niño que juega a señalar el cielo.
Vuelven, como un calambre, las preguntas que le hice poco antes de que nos anunciaran que el niño se había estrangulado con el cordón umbilical. En nuestra casa de adultos, en el suburbio de Parla, le pregunté si soñaban. Le dije: ¿Los embriones sueñan? Y de ser así, ¿sus sueños se combinan con los sueños de la madre? O, más bien le dije: ¿Puede la madre saber, sea dormida o despierta, aquello que sueña la criatura que le crece en el vientre?
Ella me dio un beso para cerrarme la boca y me contó que sus sueños, en vez de duplicarse o lo que fuera, habían perdido el brillo. Sueño en escala de grises, me dijo. Me imaginé que el niño se estaba robando los colores y quería jugar a iluminar las sombras de una memoria que no era suya. También este niño, el de la casa mexicana, quiere jugar a los recuerdos, o yo quiero jugar a los recuerdos y el niño será mi primera víctima.
Me fatiga pensar en la energía que desperdicié imaginando un futuro que no habría de suceder. ¿Qué hago ahora?, pensé sin dejar de abrazar su cuerpo desposeído. No hay niño, no hay nada y Madrid es la última mentira que me queda. Y es que a veces, sólo a veces, me gustaría mirar por la ventana y no ver el río Manzanares ni las terrazas ni, a lo lejos, la silueta del Palacio Real.
Me gustaría buscarme a mí mismo, llamar mi atención y que, en el mismo instante en que las miradas, la mía y la de ese yo que no existe, convergieran, éste, que no soy yo pero cuya voz pronuncian mis labios, se mudara de mí y de la única ciudad donde las cosas pudieron tener sentido.