En 1968, los mayores de mi generación y de mi cofradía, todos devotísimos de san Oscar Wilde, hablaban, ya con un deje melancólico, de bares como Baglioni, La Bubu y otros antros por el estilo. Yo acababa de llegar a Madrid con veinte años, después de cumplir con la Patria en un servicio militar todavía obligatorio e interminable, pero hecho con la astuta intención de no tener que interrumpir ya mis libidinosos planes madrileños, y apenas tuve ocasión de conocer alguno de esos refugios de mis mayores de gustos griegos o más polivalentes. Yo era un provinciano tímido que había leído con fervor Travesía de Madrid, la primera novela de Francisco Umbral, un escritor al que por entonces yo adoraba. Aquella novela de iniciación madrileña, entre desgarrada y chic, sólo tenía, para mi gusto, un inconveniente: allí todo el mundo era monotemáticamente heterosexual.
Llevo cincuenta años viviendo en Madrid y los antros especializados de las primeras décadas del franquismo se fueron transformando, de manera sucesiva y desordenada, en lugares como —cito con mi pésima memoria— el Nuevo Oliver, Bocaccio, el Drugstore de Velázquez, la cervecería Santa Bárbara, La Cueva, el Dickens, unos sitios que se pusieron de moda durante la Movida y que sólo pisé alguna vez por mera curiosidad; la discoteca O’Clock, el maravilloso primer Griffin’s, una madriguera para camastrones felices que había —alguien me ha dicho hace poco que ahí sigue— a espaldas de las Congreso y que no recuerdo cómo se llamaba o se sigue llamando, la añoradísima discoteca Refugio y de ahí en adelante, lugares muchos de ellos que aún se pueden encontrar en una guía Spartacus más o menos actualizada. Hasta que abrió el Black & White, una especie de casa gay de contratación que acaba de cerrar. Cuando se cumplieron los veinte años del Black & White, la revista Shangay le dedicó un homenaje y me pidieron un artículo; Luis Antonio de Villena, que está escribiendo, y quizás esté a punto de publicar, su segundo o tercer volumen de memorias, me recordó hace poco que aquel artículo lo titulé muy adecuadamente «Mi casa». Si el Black & White hubiera tenido un puesto de comida rápida, yo habría salido de allí, durante años, sólo para dormitar en alguno de los apartamentos madrileños que he alquilado a lo largo de mi vida, y luego, ducha rápida mediante, irme a trabajar, según la época, ocho, seis, cinco, tres horas diarias.
Naturalmente, durante estos últimos cincuenta años han pasado muchas más cosas y uno lo ha ido viviendo, padeciendo y disfrutando todo: la enrevesada Transición, el intento de golpe de Estado del 23-F de 1981, la zigzagueante Democracia, la agotadora Movida —agotadora, no sólo entonces sino hasta ahora mismo, incluso para quienes participamos apenas en aquel barullo, porque preferíamos otros entretenimientos y pasar los veranos alegres en California con un novio de allí—, el sida, la librería Berkana, la Chueca nocturna y diurna, la revista gay zero —en la que colaboré como modesta estrella invitada en todos y cada uno de sus números, hasta su desdichado cierre—, las benditas organizaciones militantes lgtb, las benditas organizaciones militantes lgtbi, las benditas organizaciones militantes lgtbiq —ya no sé cuál es la última letra del abecedario fogosamente incluida—, las protestas políticas de izquierdas —a favor del aborto, de la sanidad pública y gratuita, de la educación pública y gratuita, del matrimonio igualitario—, la repudiada guerra de Irak, los días del Orgullo —en uno de los primeros leí el pregón, con la periodista y escritora Maruja Torres, medio encaramado en una furgoneta, ante unas mil personas en la Puerta del Sol—, los nuevos movimientos ciudadanos y los nuevos partidos de color más o menos definido, y, desde luego, el recién celebrado y multitudinario World Pride, tan mundial y tan madrileño él. Todo ese jolgorio y todo ese compromiso, vividos, padecidos y disfrutados en mi ciudad adoptiva, ahora que ya no tengo obligaciones laborales regladas, han hecho, hacen que me cueste tanto decidirme a pasear la tercera edad, los desafíos de la salud, los buenos y los malos recuerdos, un amor enloquecido y tardío y gozoso, las ganas de vivir, a pesar de todo, fuera de Madrid.
Mi estructura olfativa a lo mejor es muy similar a la de Victoria Beckham, la posh de las Spice Girls, la señora entablillada del exfutbolista David Beckham —para mi gusto, el tipo más guapo del mundo si no fuera por esa profusión de tatuajes que le hacen parecer un esbelto sillón tapizado con tela de cretona—, la precoz Dama del Imperio Británico a quien Madrid, en la época madridista de su marido, le pareció maloliente por, según ella, su insoportable olor a ajo. Recién llegado a Madrid, habituado al olor atlántico de la costa de Cádiz, a mí también me pareció que Madrid olía fatal. Ahora, al cabo de tantos años en Madrid, esta ciudad a lo que de verdad me huele es a casa intensamente habitada.