Madison, los puentes de

Clara Obligado

Buenos Aires, Argentina, 1950. Su libro más reciente es Tres maneras de decir adiós (Páginas de Espuma, 2024).

En lugar de quedarse sentada junto a su marido conteniendo el deseo, como cuenta la película, en ese instante tenso bajo la lluvia, detenida ante el semáforo, la mujer baja de la camioneta familiar, corre cubriéndose del agua y sube al coche de su amante. No da explicaciones a su esposo, ni tiene tiempo de dejar una carta. Tampoco puede despedirse de sus hijos, que aún son pequeños, pero todo el mundo sabe lo que es la fuerza del deseo. Ha hecho bien. En la platea, los espectadores, que angustiados aguantaban la respiración, lanzan un suspiro de alivio. Les gusta el nuevo final de Los puentes de Madison y, con su dosis de romanticismo intacta, salen del cine.

Más allá de las cámaras, alejada por fin de los focos, la mujer está sentada en el asiento del copiloto. Deja que el fotógrafo le pase la mano sobre el hombro y así comienza su viaje. Conoce a su amante desde hace días, pero son suficientes para desear una vida juntos, ha sabido despertar en su cuerpo la certeza de la pasión y el eco de una juventud aletargada. Tampoco se trata de una mujer cualquiera. Hace años, empujada por este fuego incontenible, dejó Italia y siguió a un soldado para casarse con él. Era un héroe norteamericano, y ella, sin dilación, aceptó ser la esposa de un hombre bueno y acompañarlo a una granja en los Estados Unidos, donde le nacieron dos hijos.

Vuelve la cabeza y observa cómo se pierde en la distancia ese soldado, que ya no lleva uniforme y que ahora es un granjero sin el barniz de la aventura. Se siente culpable, aunque no demasiado, ¿quién habría podido resistirse al llamado de la pasión? El amante apoya ahora la mano en su rodilla.

No lleva maletas, así que, antes de coger el avión en Nueva York, él le regala ropa para el viaje. Es una ropa bonita, diferente, y la mujer siente que ha cambiado de piel. Ahora es otra: más joven, más elegante, más ágil. Mientras conoce la ciudad, él saca fotos para National Geographic, visita bibliotecas, le hace conocer en dos días más gente que la que le ha presentado su marido en años de convivencia. Como si la fama se contagiara, se siente satisfecha de haberse unido a ese fotógrafo de fama internacional. Es la amante de un artista, de un bohemio y, cuando él la abraza en la habitación del hotel en Tanzania, se siente flotar. Dormir velada por el tul del mosquitero, despertarse con el rugir del león, ser una hembra que espera la brama, asomarse a la tienda para descubrir amaneceres como brasas, vadear ríos que revientan en cascadas, cobijarse de tormentas pavorosas, repasar las imágenes de las fotografías una y otra vez, hasta encontrar el mejor encuadre, preparar con manjares desconocidos una cena para dos, viajar sin dirección fija.

Al cabo de un tiempo ha visto veinte países, cientos de atardeceres, miles de caras. Y su amante, como un homenaje al momento en el que se encontraron, ha fotografiado los puentes de cada ciudad. Uno se clava en su memoria. La escena se sitúa en un parque de Buenos Aires, donde un matrimonio de ancianos mira cada uno en la dirección opuesta, como si no se conocieran. También la abruma la fotografía de un antiguo parque abandonado a los pavos reales. En los raros momentos de descanso, en algún hotel perdido, escribe a sus hijos. No recibe respuesta y lo achaca a los constantes cambios de domicilio. Esto la hace sufrir, pero su amante le recomienda que no piense en ello.

Una mañana se despierta con una corazonada. Están ahora en el norte de Rusia, entrevistando a un pastor de renos que ha descubierto, entre las nieves eternas, el cuerpo de un mamut. Es una cría, y permanece, en su estado de congelación, en la misma postura en la que se encontró con la muerte, plegado sobre sí mismo, como un niño con miedo. Vuelve al hotel enferma, siente que en lugar del antiguo animal se ha topado con su propio dolor. Es una sensación helada que la hace encerrarse en el baño y vomitar, parece que tuviera que arrancarse de las entrañas cubitos de hielo. Por la tarde, aprovechando que su amante no está, pide una comunicación con su antigua casa y, mientras el teléfono suena, lo imagina sobre la mesa de siempre con la carpeta de ganchillo que ella tejió, junto a los sillones de flores, la chimenea encendida y los visillos descorridos. Lo imagina en esa vida donde nada cambia. Desea, cómo desea, hablar con sus hijos. Desea también conversar con su marido, preguntarle cómo está. Pero nadie lo coge. Esa noche duerme mal.

Como el hielo bajo el que se ocultaba el mamut, algo se ha quebrado dentro del corazón de la mujer. Ya no le gustan tanto los viajes y se siente sola cuando su amante, a veces durante semanas, tiene que dejarla en el hotel ordenando fotografías, repasando su contabilidad, organizando las entrevistas. Hace tiempo que es además su secretaria, todos admiran la inteligencia de esta unión apasionada. «¡Qué romántico!», exclaman, cuando él cuenta en público su historia, y la miran con envidia, como si fuera una heroína.

Un día él le comunica que tiene que hacer un reportaje en Roma. La mujer se conmueve. Piensa ahora que volverá a casa de su madre y por fin podrá hablar con alguien de su pasado. Está nerviosa durante todo el viaje que, a causa de los compromisos de él, dura semanas.

Aprovecha que él tiene una reunión importante para tomar un autobús hasta su pueblo. Todo ha cambiado. Donde el tiempo había sembrado pobreza y la guerra destrucción, hay ahora villas hermosas, campos de vides, hoteles. Casi no la reconoce su madre, pero se abrazan hasta hacerse daño. «Cómo has cambiado», le dice. «Estás muy guapa», le dice también. Prefiere no responder, su madre es ahora una anciana. Luego, cuando se calman, la invita a entrar en casa, se sientan frente a frente, se cogen las manos, se miran sin saber qué decirse. Por fin la madre suelta: «Hija, lo siento mucho». Ella se sorprende y le pregunta por qué. «Por lo de tu esposo, dice. Era un buen hombre». Así se entera de que es viuda, aunque su madre no sabe qué tipo de enfermedad fue la que terminó con esa vida. Le cuenta, sí, que los hijos escriben a su abuela muy de tanto en tanto, que parece que están bien. Le muestra una foto. La mujer siente que su vida, su vida verdadera, está desplegada sobre esa mesa con su mantel de hule, en esa casa que dejó hace siglos para seguir a un hombre. Piensa qué hubiera pasado con ella si hubiera elegido un marido del pueblo, si se hubiera afincado allí. Piensa en las infinitas posibilidades de una vida. Piensa también en esos hijos suyos, que le parecen extraños. No dice nada de lo que siente y regresa a tiempo al hotel, para que su amante no le pregunte dónde ha estado.

Aunque se quedan varios meses en Roma, no vuelve a visitar a su madre. Ha adelgazado y le sienta bien, cada vez asiste a recepciones más lujosas y la fama de su amante la precede. Él es ya un hombre casi viejo, ella una mujer casi joven, ahora se notan los años que los separan. No obstante, el cuerpo de él sigue despertándole ternura, aunque no sería reticente con alguien más joven. Tiene alguna oportunidad y la aprovecha, pero sale de la aventura sintiéndose mal. «En realidad —piensa—, ese muchacho que ahora duerme a mi lado debe de tener la edad de mi hijo».

A veces recuerda los abrazos del amante bajo los puentes de Madison. Otras, la cría de mamut. Otras, los dos ancianos del puente desgajados por la vida. Un día recibe una carta, es de sus hijos. «Querida mamá —le dicen—, ya somos mayores, nos gustaría verte. No te guardamos rencor, sólo queremos hablarte de nuestro padre. Mi hermano y yo nos preguntamos cómo, en un hombre tan sencillo, podía caber tanta pasión. Tú, que lo conociste bien, podrás darnos una respuesta. Ordenando sus papeles, encontramos este sobre con tu nombre, te lo enviamos». La mujer despliega el papel, donde navega una sola frase: «Te querré hasta la muerte», dice. A partir de entonces sueña con él. A veces se pregunta si ha acertado al bajarse del coche en aquella mañana lluviosa. Cuando el dilema la punza, trata de espantarlo, como si fuera una mosca.

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