En lugar de seguir con su marido, como cuenta la película, en ese instante tenso bajo la lluvia, detenida ante el semáforo, la mujer baja del coche familiar y se sube al de su amante. No da explicaciones, ni tiene tiempo de dejar una carta. Tampoco puede despedirse de sus hijos, pero todo el mundo sabe lo que es la fuerza de la pasión. En la platea, los espectadores lanzan un suspiro de alivio, les gusta el nuevo final de Los puentes de Madison y, con su dosis de romanticismo intacta, salen del cine.
Más allá de las cámaras, sentada en el asiento del copiloto, la mujer comienza el viaje. Conoce a su amante desde hace días, pero son suficientes para desear una vida juntos, ha sabido despertar en ella el eco de una juventud aletargada. No se trata de una mujer cualquiera. Hace años, empujada por un fuego incontenible, dejó Italia y siguió a un soldado para casarse con él. Era un héroe norteamericano, y ella, sin dilación, aceptó ser la esposa de un hombre bueno y acompañarlo a una granja en los Estados Unidos, donde le nacieron dos hijos.
Vuelve la cabeza y observa cómo ese soldado, que ahora es un granjero, se pierde en la distancia. Se siente culpable, pero no demasiado: ¿quién habría podido resistirse al llamado de la pasión? El amante apoya la mano en su rodilla. Como no llevan maletas, antes de coger el avión en Nueva York él le regala ropa para el viaje. La mujer siente que ha cambiado de piel y ahora es otra: más joven, más elegante, más ágil. Mientras conoce la ciudad, él hace entrevistas, visita bibliotecas, le hace conocer en dos días más gente que la que le ha presentado su marido en años de convivencia. Se siente satisfecha de haberse unido a un fotógrafo de fama internacional. Es la amante de un artista, de un bohemio y, cuando él la abraza en la habitación del hotel en Tanzania, ella flota. Dormir velada por el tul del mosquitero, despertarse con el rugir del león, ser una hembra ansiosa que espera la brama, asomarse a la tienda para descubrir amaneceres como brasas, vadear ríos que revientan en cascadas, cobijarse de tormentas pavorosas, repasar las imágenes de las fotografías una y otra vez, hasta encontrar el mejor encuadre, preparar con manjares deconocidos una cena para dos, viajar sin dirección fija. Al cabo de un tiempo ha visto veinte países, cientos de atardeceres, miles de caras. En los raros momentos de descanso, en algún hotel perdido, escribe a sus hijos. No recibe respuesta y lo achaca a los constantes cambios de domicilio. Esto la hace sufrir y su amante le recomienda que no piense en ello.
Una mañana se despierta con una corazonada. Están ahora en el norte de Rusia, entrevistando a un pastor de renos que ha descubierto, entre la nieve eterna, el cuerpo de un mamut. Es una cría, y permanece, en su estado de congelación, en la misma postura en la que se topó con la muerte, plegado sobre sí mismo, como un niño con miedo. Vuelve al hotel enferma, siente que en lugar del antiguo animal se ha topado con su propio dolor. Es una sensación helada que la hace encerrarse en el baño y vomitar, parece que tuviera que arrancarse de las entrañas cubitos de hielo. Por la tarde, aprovechando que su amante no está, pide una comunicación con su antigua casa y, mientras el teléfono suena, lo imagina sobre la mesa de siempre con su carpeta de ganchillo, junto a los sillones de flores, la chimenea encendida y los visillos descorridos. Lo imagina en esa vida donde nada cambia. Desea, cómo desea, hablar con sus hijos. Desea también conversar con su marido, preguntarle cómo está. Pero nadie lo coge. Esa noche duerme mal.
Como el hielo bajo el que se ocultaba el animal, algo se ha quebrado dentro del corazón de la mujer. Ya no le gustan tanto los viajes y se siente sola cuando su amante, a veces durante semanas, tiene que dejarla en el hotel ordenando fotografías, repasando su contabilidad, organizando las entrevistas. Hace tiempo que es además su secretaria, todos admiran la inteligencia de esta unión apasionada. «¡Qué romántico!», exclaman, cuando él cuenta en público su historia, y la miran como si fuera una heroína, alguien capaz de sacrificarlo todo.
Un día él le comunica que tiene que hacer un reportaje en Roma. La mujer se conmueve. Piensa ahora que puede volver a casa de su madre, que podrá hablar con alguien de su pasado. Está nerviosa durante todo el viaje, que, a causa de los compromisos de él, dura varias semanas.
Aprovecha que él tiene una reunión importante para tomar un autobús hasta su pueblo. Todo ha cambiado, donde la guerra había sembrado destrucción hay ahora villas hermosas, campos de vides, aire de riqueza. Casi no la reconoce su madre, pero se abrazan hasta hacerse daño. «Cómo has cambiado», le dice. «Estás muy guapa», le dice también. Prefiere no responder, su madre es ahora una anciana. Luego, cuando por fin se calman, la invita a entrar en casa, se sientan frente a frente, se cogen las manos y se miran sin saber qué decirse. Por fin la madre suelta: «Hija, lo siento mucho». Ella se soprende y le pregunta por qué. «Por lo de tu esposo», dice. «Era un buen hombre». Así se entera de que es viuda, aunque su madre no sabe qué tipo de enfermedad fue la que terminó con esa vida. Le cuenta, sí, que los hijos escriben a su abuela muy de tanto en tanto y que parece que están bien. Le muestra una foto. De pronto la mujer siente que su vida, su vida verdadera, está desplegada sobre esa mesa, en esa casa que dejó hace siglos para seguir a un hombre. Piensa qué hubiera pasado con ella si hubiera elegido un marido del pueblo, si se hubiera afincado allí. Piensa también en esos hijos que le parecen extraños. No dice nada de lo que siente y regresa a tiempo al hotel para que su amante no le pregunte dónde ha estado.
Aunque se quedan varios meses en Roma, no vuelve a visitar a su madre. Ha adelgazado y le sienta bien, cada vez asiste a recepciones más lujosas y la fama de su amante la precede. Él es ya un hombre casi viejo, ella una mujer casi joven. Los separan quince años que ahora se notan. No obstante, el cuerpo de él sigue despertándole ternura, aunque no sería reticente con alguien más joven. Tiene alguna oportunidad y la aprovecha, pero sale de la aventura sintiéndose mal. «En realidad», piensa, «ese muchacho debe de tener la edad de mi hijo».
A veces recuerda los abrazos del amante bajo los puentes de Madison. Otras, la cría de mamut. Un día recibe una carta, es de sus hijos. «Querida mamá», le dicen, «ya somos mayores, nos gustaría verte. No te guardamos rencor, sólo queremos hablarte de nuestro padre. Mi hermano y yo nos preguntamos cómo en un hombre tan sencillo podía caber tanta pasión. Tú, que lo conociste bien, podrás darnos una respuesta. Ordenando sus papeles encontramos este sobre con tu nombre, te lo enviamos». La mujer despliega el papel donde navega una sola frase: «Te querré hasta la muerte», dice. A partir de entonces sueña con él. A veces se pregunta si ha acertado al bajarse del coche en aquella mañana lluviosa. Cuando el dilema la punza trata de espantarlo, como si fuera una mosca.