1. «¿Cómo se llama la luna?
La luna se llama Luna»
Hace ya muchísimos años, vivía en un lugar por la carretera al Desierto de los Leones, con vista a la ciudad, formado por un conjunto de cuartos distribuidos, aquí y allá, a lo largo de un jardín alargado y enorme. Tenía mi dormitorio al final, y mi estudio al principio del mismo. Una noche iba hacia este último cuando a mitad del jardín me encontré a una vecina con una niña de la mano, hija de una amiga, y que, perpendiculares a mi paso, estaban viendo una luna blanca muy grande: «¿Cómo se llama la luna?», preguntó la niña, y mi vecina sin pensar le contestó: «La luna se llama Luna». Después siguieron en silencio, y yo mi camino, sin atreverme a decir las buenas noches.
Entre las dos hicieron un poema: dos octosílabos y una verdad poética; la niña preguntaba por el nombre propio de la luna que, además de ser luna —una mujer, como ella—, pensaba que debía de llamarse Isabel, Laura o María, y la muchacha contestándole: «La luna se llama Luna». La muchacha, en otra ocasión —estudiaba ciencias políticas—, le hubiera propinado toda una clase, pero esa noche, ante la luna, vino la poesía, y de su boca brotó un sencillo octosílabo que le dio la mano al de la niña: la niña supo al momento que en ese caso correspondían el nombre familiar y el cósmico. Este breve poema, que recogió mi oído como un notario, está lleno de repeticiones, como redonda y repetitiva es la Luna, que no se deja nombrar con otro nombre.
2. «Las islas más viejas son las más verdes»
Oigo en un programa televisivo algo que me llena de júbilo: «Las islas más viejas son las más verdes». Ésta fue la hipótesis que, después de comprobarse, estableció la edad relativa de las islas hawaianas: en medio del océano Pacífico surgieron desde el fondo del mar volcanes que poco a poco se fueron poblando de flora y de fauna traídas de los continentes lejanos por la fuerza de ciclones y tsunamis. Después me doy cuenta de que es un verso que se extiende por el mar: en él también la lava se va cubriendo de hierbas, poniendo su lomo inhóspito como base de la vida. Lo siento como una salvación; une lo viejo a lo verde en lo superlativo, me da un sentido esmeralda que se recorta sobre el mar y, de manera sucesiva, el descubrimiento de la verdad simétrica del verso, que dice, de alguna manera, que después de una erupción todo mejora con el tiempo: las islas más despobladas y estériles son las más recientes.
«Las islas más viejas son las más verdes» es una traducción del inglés en un programa de divulgación científica; es un endecasílabo con acento en quinta y me pone en contacto con una verdad: «Las islas más viejas son las más verdes», a condición —agrego yo— de que sean de origen volcánico, para que el viento y las olas las colonicen de semillas traídas de muy lejos.
3. «Los heraldos de las nubes, las cabras del monzón»
Esto también lo oí en un programa televisivo. Se refería, claro, a la India y a los Himalayas, pero anidó en mi oído de tal manera que nunca he intentado saber a qué se refería eso de «las cabras del monzón»: ¿nubes que aparecían como cabras por las cumbres?