La veo correr delante de mí y su sombra se estira hasta mis zapatos negros que todavía lucen resquicios de brillo en una esquina de focos a medio cerrar. El Montgomery que la acompaña en el paseo súbito de compras es rojo y obliga a verla como un trapecio irregular cuando salta y se detiene inclinada por la inercia. A veces pienso que esa fuerza va a reunirse en las esquinas de sus párpados, por culpa de un tropiezo, y hasta escucho en el aire la ausencia de los llantos contraídos nunca a pesar de las maniobras que realizan sus tobillos tan pequeños. Pero la lágrima no viene con nosotros y es el miedo quien provoca dirigirla encartonada por su nombre, porque espere y caminemos plano, porque doblemos con los pies en tierra y digamos que ella está blanca, llena y parece que nos sigue: la Luna. Se imanta en mi palma e incluso se atreve a bailar mientras la única constelación que reconozco dobla lentamente sus rodillas en la bajada de cama del cielo para buscar una pantufla perdida. Comienza el otoño. Las cáscaras ponen su música a secar. Una alegría mira sus pies y canta bajito. Dejamos la rotación de sus tendones, ya no hay vueltas únicamente adelante o atrás y el semáforo interroga a tu asombro. «La Luna es un ojo». Rojo, y Violeta abre sus ojos enormes y azules, se detiene y me señala que la Luna es un punto. Yo trato de convencerla de que ella puede ser a fin de cuentas una flor, si pensamos que los pétalos son la luz blanca que la noche corta, o bien una palabra sola escrita en un cuaderno, una letra. Pero ella cambia levemente su opinión, pone su índice en mi palma y me enseña que es un círculo quizá sorteando en ese instante el precipicio imaginario que el pasado impone a las ideas nuevas de este mundo.