La señal de que el mundo alrededor había cambiado sin que nos diésemos cuenta nos llegó con la unánime revelación de un dígito. Uno más: de tres a cuatro. La misma clase de dígito, el crematístico, que hace que en los bancos te saluden diferente, te ofrezcan caramelos, te inviten a sentarte.
Los amigos que llegaban a Madrid por primera vez con la ilusión de instalarse en el centro de la ciudad, los que volvían del exilio o de las becas, los que se iban cada vez más lejos con sus mudanzas a cuestas, todos ellos, que no eran pocos, se estaban dando de bruces contra la nueva realidad de los alquileres de cuatro dígitos. Los precios se han disparado, nos decían. ¿Cuánto pagan ustedes? ¡Hala, qué barato, qué lujo, qué suerte! ¿Y en este barrio? ¡Qué suerte, qué lujo, qué barato!
A nosotros nuestro alquiler nunca nos pareció barato. Cuando la crisis financiera hizo bum y la burbuja inmobiliaria repitió bum y los alquileres bum comenzaron a caer en picado, los mensajes que nos hacían llegar eran otros: están locos, por menos precio fulanita o fulanito acaba de mudarse a, están pagando demasiado, pidan una rebaja, esto no es Londres, sus caseros son unos agiotistas, etcétera. Mi chica, por suerte, no cree en el libre mercado. Mejor dicho: cree que una sardina tiene poco que negociar con los tiburones en el libre mercado. Visto con perspectiva, si entonces hubiésemos pedido una rebaja en el alquiler es casi seguro que la habríamos conseguido. Pero hoy, bajo esa misma lógica y con los precios disparados, es casi seguro también que hace tiempo nos habríamos tenido que marchar de aquí.
De modo que, recibida la señal, y como un conejo de mago que ahora está pero sabe que más temprano que tarde dejará de estar, me dispongo a salir de casa. Como cada día.
El edificio del que nuestro departamento forma parte es de esos que en Madrid se conocen como fincas señoriales. Construido a inicios del siglo xx, aún luce, Guerra Civil de por medio, la gastada solemnidad de sus escaleras de mármol, barandas de hierro forjado, paredes blancas, madera oscura y viviendas de techos altísimos, muchas alumbradas todavía con lámparas modelo candelabro que necesitan hasta doce bombillas para demostrar su ineficiencia energética.
La finca está ubicada en una pequeña calle semipeatonal por la que da gusto dar un paseo: «para alegrar el espíritu y levantar los corazones», como quería un publicista de los años cincuenta.
Hay más bares, tabernas y terrazas que niños en todo el vecindario y, a dos números de nuestro portal, una estupenda librería-café. Con todo, lo mejor está justo enfrente: veintidós salas para ver cine en versión original, la mayor concentración jamás imaginada en un país en que la mayoría prefiere que las actrices de Hollywood exclamen en castellano castizo «¡Joder, tía, jooo-deeer!», tanto si les va mal o muy bien en la vida, o que un actor japonés suelte un «gilipollas» y, acto seguido, se quede con la misma cara de actor japonés sin que a nadie le sorprenda.
El contacto social, como en todo Madrid, sigue un movimiento centrífugo: se practica en la calle, en los bares, tabernas y cafés. Casi siempre afuera, aunque toque hablar de los ronquidos de tu marido en la pescadería. Sólo que, en nuestro caso, con los vecinos de nuestro edificio, ni eso.
Mientras no ocurra un accidente de gravedad, como esa vez en que a una vecina se le rompió una cañería y nos tocó la puerta llorando a mitad de la noche para pedir ayuda, tenemos la impresión de que todos hemos optado por saber lo mínimo del que vive al lado, arriba o abajo. Buenos cercos hacen buenos vecinos, dicen los manuales de geopolítica. Sobre todo si son cercos emocionales.
En nuestra finca resulta fácil abrazar esa creencia.
Una vez, cuando nuestro hijo todavía era un bebé, se malogró el ascensor. El edificio tiene seis plantas y nosotros vivimos en la tercera, así que durante varios años nos dedicamos a ignorarlo y subir y bajar por las escaleras. Hasta que un día el cochecito del bebé entró en nuestras vidas y —ya lo pronosticaban The Fixx, one thing leads to another— fue así como me tocó conocer a La Vecina de la Primera Planta. Una experiencia parecida a cuando eres pequeño y, para asustarte, te llevan con engaños a la casa más alta y abandonada de una montaña boscosa, sin saber que dentro te está esperando tu tía hippie disfrazada de bruja.
La escena fue como sigue: mi chica, que entra a trabajar cuando para los gallos todavía es medianoche, ya se había ido y esa mañana yo tenía que llevar al niño muy temprano a la guardería, con el tiempo justo para coger un taxi y volar al alejado campus donde doy clases. Pero con el ascensor malogrado, ¿qué hacía? Se me ocurrió bajar con el niño en brazos y tocar puerta por puerta a los cuatro departamentos de la primera planta.
En cuanto aparezca alguien, me dije, le pediré que me sostenga al bebé lo que tardo en subir y bajar otra vez con el cochecito a pulso. Unos segundos. Y la única que abrió, o al menos la que abrió primero, fue La Vecina.
No la pienso describir. Sólo diré que olía fuertemente a humo de tabaco, como si se hubiese pasado la noche entera fumando, y que la misma impresión daban su pelo, su cara y sus dientes.
Sin tiempo para arrepentirme, le solté el discurso que tenía preparado e hice mi mejor esfuerzo por imitar la expresión de mi hijo que, cosas de la puericia, la miraba sonriente y desplegaba el catálogo de sus mejores gorgoritos.
—¿Y cómo sé yo que es tu hijo? —me dijo con esa brusca facilidad para tutear que tienen los madrileños y que al final todos acabamos imitando.
—Perdone… Soy su vecino. Del tercero A.
—Sí, sí. Mi vecino. Pero ¿cómo sé que no te lo has robado?
—Pero, pero, pero, ¡¿no ve que tiene mi cara?!
Frente a la solidez de su razonamiento, mi apelación a la genética le debió de sonar tan abstracta que, sin darme tiempo para ofrecerle mi alma a cambio, zanjó toda posibilidad de diálogo con un portazo. Por suerte, para ese momento, alguien había abierto otra puerta.
Era mi vecino sirio, también de la primera planta. Ya lo conocía por los negocios de comida que tiene en nuestra calle, pero he de admitir que, a partir de ese día, ahí mismo, en el umbral de su puerta —él en piyama cargando a mi hijo aturdido, sin asomo ya de sus festivos gorgoritos; su novia colombiana oyéndolo todo entre sueños desde su habitación y yo hecho una huaraca de trompo a cada minuto que pasaba—, empezamos a forjar una amistad o al menos una consistente camaradería a prueba del resto de cohabitantes. La única relación que estamos decididos a mantener después de que nos hayamos ido de aquí.
En Madrid nadie es de Madrid, dice el lugar común. Y no sólo nuestro barrio, sino en particular nuestro edificio, vale como ilustración de esta tesis.
Además del camarada sirio y su novia colombiana, estamos por supuesto mi chica y yo, ella andaluza nacida en Alemania y yo peruano nacido en el Perú, con perdón de Vallejo. Y están los hermanos de Valladolid, chica y chico, bonachones y pícnicamente rosaditos ambos, que en cuanto llega la tarde del viernes desaparecen y no vuelven hasta el domingo por la noche, tan pulcramente vestidos y peinados que dan la impresión de venir de misa o de que la abuela pasó a despedirlos con una plancha caliente en una mano y un peine de caparazón de tortuga en la otra. En Madrid estudian pero allá en el pueblo se lo pasan mejor y, por supuesto, comen mejor, me explicó una vez el chico. ¡Es que Valladolid…!, le dije. ¿Conoces?, me preguntó rosadamente emocionado. No, pero conozco su comida. Y sus vinos. ¡Es que Valladolid…!, dijimos entonces al unísono.
Cuatro departamentos en cada una de las seis plantas dan para mucho, pero tampoco hay que abusar, así que me centraré en los que más conversaciones de cama nos han regalado a mi chica y a mí en todos estos años. Por ejemplo, hablando de camas, el que queda justo arriba del nuestro, el cuarto A.
Ahora vive una chica muy alta y de pelo alborotado cuyo origen no sabríamos precisar y con la que de vez en cuando nos cruzamos en las escaleras sacando a pasear a su perro de setenta centímetros de altura o en el ascensor con su novio de metro noventa. Lo que no sabemos es si ella, es decir ellos, los tres, ya andaban por aquí cuando llegamos a vivir a la finca y empezamos a oír ruidos extraños provenientes del techo.
Había dos tipos de ruidos: los sexualmente obvios, compuestos a su vez por gemidos, camas que rechinan, cabeceros que golpean rítmicamente la pared, gritos ahogados, gritos no ahogados y alaridos abiertamente tarzanescos, y los otros. Y los otros sí que eran extraños.
A cualquier hora, pero sobre todo por la noche y a lo largo de la madrugada, oíamos una especie de rodamiento o bola de metal que caía al suelo, plinc, y a continuación rodaba de un lado a otro de la estancia. No es que fuera un ruido estridente ni especialmente incómodo; lo inquietante era no saber qué era, ni quién lo provocaba, ni con qué intención. A veces, el plinc y posterior plinc-plinc-plinc se alternaba con un trjjj-trjjj-trjjj, y esto sí que era molesto, o sea: el arrastrar de camas, armarios, sillones, baúles, o lo que fuera aquella cosa infernal, sobre el suelo de parqué sin ningún respeto ni misericordia por el descanso ajeno.
De hecho, una noche me enfadé y subí en piyama a pedirles que dejaran de arrastrar los muebles. Y digo pedirles, en plural, para remarcar que nunca supimos si la chica alta del perro alto y el novio alto era la misma persona ruidosa de esas primeras noches en nuestro edificio. La cuestión es que les toqué varias veces el timbre, la última de manera un poco grosera, en plan: ¿querían ruido?, ¡tomen tres tazas! Pero ni así, nadie me abrió ni dijo nada. No satisfecho con eso, bajé y salí a la calle para ver si desde los cines lograba atisbar algo, una sombra, alguien que se moviera con sigilo. Nada, la luz apagada y todas las cortinas cerradas.
En cualquier caso, la historia nos sirvió [a] para disfrutar de unos meses de solaz y macabro esparcimiento imaginando que el departamento de arriba estaba desocupado y que los ruidos eran de una pareja de fantasmas cuyo amor les había sido prohibido en vida y, como era de esperarse, una vez muertos se cobraban la revancha intercalando noches de sexo con su triste deambular de almas en pena, y [b] para que los ruidos desapareciesen por siempre jamás. Recuerdo que nos dio pena: en el fondo lo sentimos como una pérdida. Los plinc y trjjj eran un incordio, pero los ruidos del primer tipo tenían su gracia. Tarzán siempre nos había gustado.
Pero, oh, caprichos de la diosa coincidencia, resulta que en nuestra finca hay otro misterio y está relacionado con otro departamento colindante con el nuestro. En serio. Me refiero al que se ubica justo debajo de nuestros pies, el segundo A.
Allí vive desde hace poco un conglomerado de familias chinas cuyo más recóndito arcano es que sus miembros se han ido multiplicando a un ritmo que desafía los algoritmos de cualquier censo de población.
Al principio pensábamos que se trataba del clásico trío papá, mamá e hijo de unos diez años. Meses después apareció otra mamá con otro hijo de cuatro. Luego, otro papá. Y así. Una noche, tendiendo la ropa en los cordeles del patio interior, descubrí en qué radicaba el enigma de la multifamilia mágica.
Se me había caído un babero del niño, con tal suerte que en vez de ir a parar al suelo sucio del patio se quedó enganchado a una de las ventanas de su cocina. Como llevaba rato oyéndolos conversar y, sobre todo, salivando por el olor de lo que cocinaban para la cena, bajé y les toqué la puerta. Me abrió Papá Uno, es decir, el hombre adulto del supuesto trío fundacional. Le expliqué el motivo de mi visita. Me dijo que iba a ver y cerró con llave. Al cabo volvió negando con la cabeza. No hay nada, me dijo. Está arriba, insistí, colgando del marco superior de la ventana. Me miró. Me volvió a mirar. Por último, sin dejar de seguirme con la mirada, accedió a que entrase a echar un vistazo.
Y ahí lo vi: el departamento tenía la misma distribución espacial de nuestra sala-comedor-dormitorios, sólo que todo estaba dividido por paredes y puertas de madera basta, sin pintar. Un laberinto de habitaciones conectadas a su vez por un laberinto de pasillos. La cocina seguía la misma lógica: donde a nosotros nos cabían cuatro fogones, un horno, una refrigeradora y una mesa de diario, a ellos les cabía el doble. Ni rastro de una encimera o aparadores que sirvieran de alacena. Sus ollas y sartenes, así como los productos básicos para preparar los alimentos, aceite, sal, arroz, parecían suspendidos en el aire: cogidos por garfios o apiñados cuidadosamente en pequeñas estanterías colgantes.
Juro que miré lo menos posible, aunque era evidente que me sentía observado por al menos media docena de ojos. Saludé, salté para coger el babero, me disculpé por las molestias y me fui por donde había entrado. El cerdo salteado con verduras y langostinos que habían preparado para cenar se veía de concurso.
A donde nunca hemos entrado, ni Dios lo permita jamás, es al departamento de la pareja a la que llamamos los franceses. Viven justo frente a nuestra puerta, cara a cara con nuestro felpudo, y a juzgar por el olor y el humo que esparcen por el pasillo aun manteniendo su puerta cerrada, también dan la impresión de pasarse el día fumando. De lo que no cabe duda es que se la pasan discutiendo, entre ellos en la lengua de Flaubert y con quien puedan en madrileño. O sea, en castellano a gritos.
Tampoco, aunque nos cae bien, nos atrae el piso del punkie de la bicicleta, a quien mi hijo antes rehuía presintiendo que de buenas a primeras le podía soltar una letra de hardcore llamando a incendiar el Palacio Real. Ahora sabemos que es un muchacho jovial y respetuoso, que les hace morisquetas a los niños y le sube las bolsas de la compra a la anciana de noventa años que vive en su planta. Y que de tanto en tanto se gana la vida como repartidor de pizzas en su bici.
Salgo de casa y no deja de sorprenderme la cantidad de bares y tabernas que nos rodean.
Sin ir más lejos, en la planta baja de nuestro edificio hay dos. Uno es de comida libanesa, el más antiguo de la calle, regentado por dos españoles que se llaman igual, Juan, mejor conocidos como los Juanes, y otro que, desde que está en manos de nuestro vecino sirio, ha incrementado el valor de su enorme terraza ofreciendo comida mediterránea en su variante oriental. La que empieza en Grecia por el norte y en Libia por el sur, y acaba precisamente en las costas de Siria.
Da la casualidad de que estos dos modestos establecimientos, que, como otros de su carácter, parecen arrinconados por los afanes imperialistas de los gastrobares y las franquicias del comer y beber en serie, son de los sitios favoritos de los actuales reyes de España cuando pueden zafarse de los protocolos y darse una vuelta por el centro de Madrid. O sea, cada vez menos.
A los veteranos del barrio les consta que lo hacían más cuando eran príncipes. Un lunes o martes de invierno, por ejemplo, con las calles medio vacías, solían regalarse un programa triple: película en versión original, cena ligera libanesa o mediterránea, y vino y charla y bromas y discusiones políticas hasta la madrugada. Una noche, me contaba el camarada sirio, le dijo al entonces príncipe: «¿Se ha dado cuenta de que en todos estos años de guerra en el Oriente Medio los “daños colaterales” han sido siempre ciudades y poblaciones civiles y jamás una refinería o reserva de petróleo?». ¿Y qué te contestó el príncipe?, le pregunté cuando me lo contó. No mucho, me dijo. Que se lo iba a pensar.
Nosotros, pueblo llano, también hemos dejado de ir a ambos locales. O al menos ya no vamos tanto como quisiéramos. Los Juanes y el sirio abren tarde, pues lógicamente sus horarios están sincronizados con los de los cines, mientras que en nuestra casa el despertador suena a las 6:30. Y no añado «de la mañana» porque en invierno y otoño y buena parte de la primavera esa hora, en Madrid, es aún negra noche cerrada.
En cualquier caso, con nuestros horarios prácticamente avícolas y nuestras respectivas parentelas a prudentes doce mil y seiscientos kilómetros de distancia, más que salir los dos a tomar algo por la noche lo que hacemos hoy es salir los tres al mediodía o a media tarde. Al clásico aperitivo español, por ejemplo. O, dada mi condición de autónomo, vendedor y peor postor de mi propia fuerza de trabajo, al desayuno, aperitivo o almuerzo que me permita poner mi computadora en el sitio de los cubiertos. Lo cual exige bares y tabernas con mejor conexión a wifi que con una variada carta de tapas o gintonics.
Pero el registro sí que lo tenemos hecho. Sólo en nuestros cien metros semipeatonales hay un bar mexicano, un restaurante japonés, uno de crêpes, uno de platos con nombres de películas y directores de cine, una cervecería que prepara arepas venezolanas, un jazz club, una coctelería que escenifica un reenactment espirituoso de la Guerra del Pacífico ofreciendo pisco peruano y chileno según el gusto y el bolsillo, dos libaneses (los Juanes y otro más), una antigua taberna gallega que ya no es gallega ni antigua pero a la que le han puesto un nuevo nombre tan malo que el vecindario la sigue llamando la antigua taberna gallega, otra con decoración y precios y público de gastrobar, un café-librería que sirve comida peruana, la taberna mediterránea oriental de nuestro amigo sirio, un restaurante alemán, uno especializado en tortillas, un bar-discoteca dirigido al mismo tiempo al público lgbt y al gótico-adolescente, una tienda de baklavas y otros dulces de Damasco donde Pedro Almodóvar cae regularmente a reponer sus existencias de nidos de pistachos y, finalmente, nuestro bar «de toda la vida», donde sirven correctamente la cerveza de barril, ofrecen tapas elaboradas y generosas y gratuitas con cada bebida, la gente arroja los palillos y las servilletas al suelo para que se note que por ahí circula harto personal, y que hasta ahora ha sido nuestro lugar ideal para ver fútbol los domingos y las noches de Champions, el único sitio donde puede confluir en armoniosa paz una parte del vecindario, incluidos los dueños de otros bares como los Juanes y el sirio, donde éste conoció a su novia colombiana, y también donde nos saludamos y planeamos nuestras futuras compras con el carnicero, el frutero, el librero y el vendedor de periódicos.
Ya no nos extraña que a los que nunca hayamos visto por ahí, aparte de los Juanes, el sirio y la colombiana, sean los demás cohabitantes de nuestro edificio. Ni siquiera a los chinos, que estadísticamente uno podría suponer que dan para mucho.