Es el 22 de junio de 1986. Transcurre el mediodía, y en un estadio de México, un hombre llamado Diego juega un partido de futbol como parte del seleccionado que representa a su país. Lo entusiasma e impulsa su deseo de lucir ante quienes, dispersos en el mundo, aplauden y gritan al intuir que es él la prueba de una colusión maravillosa: lo intrascendente que alcanza una instantánea eternidad, el héroe sin tragedia, la emoción que lo reinstala en la vaguedad de una fe rutinaria. Por eso, el acoso de sus frustrados rivales y el rumor de un estadio lleno producen en el jugador reflejos y arrebatos que le permiten anotar dos goles legendarios. En el primero, frente al marco rival, acciona sus músculos al máximo y se suspende por un momento en el aire, ocultándole al juez del encuentro parte de su acción, pues en desacato de una regla impulsa con una mano la pelota que era inalcanzable para su frente. Aquélla roza luego la red del marco rival y produce un sonido que es apagado de inmediato por un atronar de voces y aplausos. El árbitro da por bueno el tanto sin atender reclamos ni protestas de los otros jugadores. Y, minutos después, Diego realiza la maniobra que lo fijará en la perpetuidad de los hombres: tras recibir el balón algunos diez metros atrás de la media cancha, cerca de la banda derecha del ataque de su equipo, corre con el esférico pegado a los pies; así burla a uno,
rebasa a otro y se cuela entre dos rivales más hasta penetrar en el área chica inglesa, donde aún le quedan gracia y equilibrio como para burlar la salida del portero, anotando lo que muchos calificarán como «el gol del siglo». En ese momento el jugador argentino entiende haber alcanzado la inmortalidad y siente el sabor de la gloria: un dulce que lo embriaga y habrá de ensimismarlo para siempre.
Dieciséis años antes, el 17 de junio de 1970, durante otro campeonato mundial también celebrado en México, en el estadio Jalisco, de Guadalajara, se realizó un juego entre Uruguay y el inolvidable equipo brasileño donde alineaba un jugador que, igual que el argentino llamado Diego, lucía como el pontífice del encuentro, tal cual si su habilidad y energía correspondieran a seres mitológicos que irrumpen en la vida del hombre. Y Edson, el brasileño, en algún momento del partido descubrió que la pelota rodaba hacia él, impulsada por un compañero y con trayectoria hacia la esquina izquierda del área chica vigilada por el portero uruguayo al que se tenía como «el mejor del mundo». En un instante el jugador calculó lo que ninguna máquina, artilugio o estratega hubieran completado. Evocó durante una milésima de segundo su propia figura; trazó en ese lapso diagramas y un golpe de intuición le indicó qué hacer: confrontarse a sí mismo. Por eso, viendo que el portero se aproximaba veloz, a unos centímetros del roce entre ambos, tocó la pelota con su pie izquierdo, impulsándola en la misma dirección que ésta viajaba. Y él, por su parte, prosiguió con la suya, en sentido contrario a la esférica. De este modo, burlado el portero rival, Edson dobló a su derecha y dio alcance al balón para completar el famoso autopase. El marco oponente quedaba frente a él, a su izquierda, con un forzado ángulo de entrada. Eso complicaba la intención del jugador que, no obstante, apegado a ella, reguló la fuerza de su botín derecho y el ladeo de su empeine. Luego soltó su golpe y observó gratificado que la pelota correspondía a su destreza y pasaba rozando el lado externo del poste derecho. Hubiera sido un gran gol, pensó Edson, apodado Pelé, mientras reconocía su acierto y probaba el sabor de su gloria: una miel que no era para otros.