Guadalajara, Jalisco, 1973. Es autora de Cien voces de Iberoamérica. FIL Guadalajara 35 años (con fotografías de Maj Lindström, Universidad de Guadalajara, 2021).
Donald, como lo llamo con la confianza que me inspira haberlo leído, escuchado y visto tanto estos meses, promete que en el territorio de Gaza, en el Oriente Medio, se abrirán las puertas del infierno. «Yo diría: Que se desate el infierno». Está mascando las palabras, al parecer frente a un grupo de periodistas que pocas veces son enfocados por el objetivo de las cámaras de televisión, quizás para hacer más realista el hecho de que Donald nos habla a todos los seres del mundo.
Cuando leo a Donald me lo imagino como a un ser bestial de ojos saltones e inyectados en sangre, de cuyas fauces escurren torrentes de baba espesa. Con esa imagen tan firme en mi cerebro, me decepciona bastante encontrarlo en ese estado de tranquilidad soberbia en el que siempre parece estar y que sólo se traiciona por el encogimiento perpetuo del ojo derecho.
Con una expresión mustia; con el único signo de su tensión, el ojo derecho a medio cerrar, en un guiño permanente; con un guión envidiable —«Yo diría que todo el infierno va a estallar»—, el idioma que Donald habla se parece mucho al de un cantante de metal o al de un matón de películas del far west. O tal vez al capitán Beatty, el villano creado por Ray Bradbury para la novela Fahrenheit 451. Sin embargo, hay un error de tiempo en sus palabras; el infierno en el Oriente Medio estalló hace miles de años, azuzado a veces por unos y a veces por otros. Supongo que cuando ocurra lo que él dice, el infierno del que habla arderá contra todas las personas que se crucen en el camino, de manera intencionada o no, en el intento de exterminar a los integrantes del grupo radical Hamás, quienes deben estar escondidos en lugares donde no está la población civil.
Pero a Donald las bajas no le importan, es imparable. Hace seis días, cuando estaba al lado del primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, dijo que Estados Unidos poseerá la Franja de Gaza para transformarla en una Riviera.
Poseer es una palabra que conocí, con doblaje netamente mexicano, en muchas películas de mi infancia en la que el diablo o un espíritu maligno —hasta donde sé a ningún espíritu benigno se le ha ocurrido tal cosa— ocupa almas frágiles y las vuelven homicidas. En mi subconsciente, que no siempre escucha a la Real Academia, poseer significa someter, dominar, ocupar sin permiso, violar. En mi subconsciente, poseer significa desatar todas las atrocidades de la guerra, incluyendo las de la guerra interior, como cuando en las películas de miedo el asesino ni se imaginaba que se iba a volver malo, hasta que ¡zas!, era poseído. Consciente de la fragilidad de mi espíritu, desde que era pequeña le temo a la posesión tanto como a los asesinos. Y es justo eso lo que está vociferando Donald para la televisión, encuadrado en un plano medio: vamos a poseer el territorio gazatí, cueste lo que cueste.
Si en este mismo instante un auto me chocara y pudiera escoger al auto que me va a chocar, elegiría un Chevrolet. No cualquiera; un Chevy, me inclino por uno destartalado. Ojalá fuera nada más un impacto laminero, de esos que no lastiman a nadie.
Un choque, dios no lo quiera, sería algo ordinario en mi vida. De lunes a viernes, cada día recorro diez u once kilómetros a bordo de mi sedán clasemediero, con el que dejo una huella ambiental indeleble y desde el cual convivo con otros dos millones de coches, jamás con sus conductores. Como si se tratara de una competencia macabra, mis conocidos de la Ciudad de México no se resignan al hecho de que Guadalajara tiene más automóviles por cabeza que la capital. Aun así, me gusta la ciudad. Cuando me preguntan si campo o playa, siempre respondo que ciudad.
Es mi hábitat artificial. Soy la dueña de sus calles y avenidas, que recorro bajo un sol calcinante a sesenta kilómetros por hora cuando tengo mucha suerte. Lo malo son los otros; es decir los otros dos millones de vehículos, cuyos conductores reclaman el mismo territorio, casi siempre al mismo tiempo que yo. Me hacen sentir menos dueña, sobre todo cuando son mejores o más recientes que mi sedán clasemediero. Cuando eso me pasa, y me pasa seguido, olvido todas las lecciones de civismo que yo misma imparto en la universidad y los desgraciados choferes me conocen, me conocen.
Mis hijos piensan que me transformo en un guarro en cuanto quito el freno de mano. Qué curioso, nunca han dicho que me transformo en una guarra. Están equivocados, pero me da vergüenza decirles la verdad, por miedo a perder su respeto para siempre. La verdad es que padezco un tipo de humillación motorizada; empiezo a putear en cuanto veo un coche mucho mejor que el mío, y eso ocurre en la esquina de la casa, antes de dar la primera vuelta, pues el engreído de mi vecino acaba de comprarse una Hummer de modelo reciente; eso decía su esposa el otro día. A partir de la esquina de la casa ya no paro en mentadas de madre y otros improperios que no puedo escribir aquí. Odio los automóviles de lujo. Detesto a sus conductores, a quienes a veces —cuando voy sola— alcanzo con sendos arrancones, sólo para buscarles la cara y hacerles gestos muy ridículos, pero muy sentidos. Otras veces me contengo de hacer muecas, pero entonces me saco los mocos con descaro, juego unos segundos con ellos y, antes de que el semáforo nos dé el paso, me los sacudo con violencia por la ventana, mientras miro de reojo sus caras de asco.
En realidad, me caen gordos casi todos los coches —también sus conductores—, de modelos más nuevos que el mío, que son la mayoría de los dos millones que circulan por Guadalajara. Mientras que a las carcachas y a los sedanes clasemedieros, a los Chevys, por ejemplo, les dejo el pase, los comprendo cuando impunes obstruyen un carril de tránsito y los disculpo si me echan el carro sin avisar, en cambio me porto ruin con los deportivos, las camionetas recientes y los jeeps de más de medio millón de pesos. Y soy abiertamente vil con los Mercedes clase A, B, C o sin clase, los Rolls-Royces, los Porsches, Ferraris, Lamborghinis y Maseratis. No se diga con los Teslas, tanto los Model X como los Cybetrucks, a los que puedo detectar a kilómetros de distancia. Lo malo es que nunca he podido mirar la reacción de sus conductores ante mi embestida de mocos, porque tienen los cristales polarizados. Miren nada más, los coches de lujo no tienen vidrios, tienen cristales.
No los soporto. Incluso ya tengo bien ensayado mi discurso cuando un tonto automóvil de lujo y el cretino de su dueño se atrevan a tocarme, aunque sea la placa del sedán clasemediero. «¡Nomás porque traes ese pinche carro te sientes dueño de la ciudad, hijo de tu tal por cual!». Lo malo para mí es que hasta ahora sólo me han chocado vehículos por los que siento gran simpatía. Y que muchos de ellos no tienen seguro contra accidentes.
A diferencia de posesión, territorio es una palabra hermosa. Terra torium, la tierra que pertenece a alguien, un territorio es un fragmento del universo; un lugar, y los seres vivos siempre andamos buscando uno para hacer posible la vida. Quizás por eso no hay hombre más angustiado que aquel que no encuentra su lugar, está fuera de lugar o, peor, que fue expulsado de su lugar.
El territorio es patrimonio, sentido de pertenencia, identidad, apego, memoria. Es una lástima que siempre esté perseguido por un calificativo de mala fama. Es resbaladizo. No hay tarea más difícil que conservarlo. «El territorio es un espacio de competencias, el resultado de una repartición de la superficie terrestre entre un conjunto de sociedades que luchan por su dominio», escribe la especialista argentina en estudios urbanos, Mijal Orihuela.
La lucha por su dominio —a lo que Donald nombra posesión— ha provocado las guerras más sangrientas. Es verdad que las hormigas, los colibríes, los koalas, los lobos y las plantas también matan y mueren en el reclamo de un espacio propio; su diferencia con los seres humanos y quienes nos antecedieron es que nosotros no queremos su dominio sólo por sobrevivencia biológica. Lo deseamos con lascivia porque sabemos que todas las posibilidades de inmortalidad habitan en nuestro territorio soñado, incluso en nuestro territorio corporal, el fragmento del universo que somos.
Los Homo neanderthalensis lo intuían hace cientos de miles de años. Dueños de un planeta inmenso para habitar y enterrar a sus muertos, habitaron la tierra tres veces más tiempo del que los humanos hemos estado sobre ella. Estaban dotados de deseo, conciencia, memoria, estrategia, instrumentos de caza, rituales, dioses, armas de guerra. Según algunas teorías, sus luchas territoriales, cuerpo a cuerpo o con garrotes y lanzas, contra los Homo sapiens habrían durado unos cien mil años. Unos y otros reclamaban el mismo mundo. Algunos estudiosos afirman que al principio los neandertales ganaron todas las batallas, en Asia central y el Oriente Medio —desde entonces tan vulnerable a ser poseído—. Un día los sapiens les arrebatamos la eternidad. Vencimos a su especie, olvidamos a sus deidades y alzamos las manos de reyes y reinas hambrientos de expandir sus linderos. Casi desde el principio la guerra se tornó contra nosotros mismos. E, igual que los neandertales, los emperadores y emperatrices del mundo insisten en que están aquí por órdenes del más allá.
Los dioses han sido grandes instigadores de las batallas que ha librado la humanidad por el dominio del orbe. No por nada dios es una de las palabras favoritas de Donald. Son numerosas las veces que se ha recomendado a los rebaños hacerse de un cacho de superficie ajena. El Jehová del Antiguo Testamento es implacable cuando se trata de correr a la gente o de premiarla con un terreno. Esa costumbre empezó el día que Eva y Adán fueron expulsados de su lugar, el paraíso. «Levántate, recorre la tierra a lo largo y a lo ancho de ella, porque a ti te la daré», le dijo después a Abraham, en el Génesis 13:17. O, tal vez, sólo dijo Abraham que eso le dijo Jehová. Antes y después también se lo dijo a muchos otros, casi a ninguna mujer, por cierto; dios podrá ser muchas cosas, pero no es un woke.
Omitiendo todas las batallas de la Antigüedad, las guerras santas que salpicaron el mundo de sangre durante siglos y las que se han librado en los países de Asia y África, se me ocurren tres ejemplos locales y vulgares de ocupaciones basadas en designios sobrehumanos. Los mexicas habrían hallado su tierra prometida en 1325, tras obedecer, convenientemente, la orden de Huitzilopochtli de fundar Tenochtitlan donde vieran un águila agitando sus alas, parada sobre un nopal y desgarrando una serpiente; los desplazados por aquella misión celestial se tuvieron que callar la boca. Sin embargo, el imperio azteca pudo conservar su capital apenas 196 años, hasta que Hernán Cortés y los suyos, ungidos por un dios que entendía más de tecnología armamentista, les arrebataron el paraíso sin necesidad de desplazarlos, bastó con poseerlos. Salvando las dimensiones históricas y simbólicas, mi vecino, el taquero que vive a espaldas de la casa, «poseyó» ocho metros de mi lote el día que, por sus pistolas, decidió ampliar tu terraza con un nicho para la Virgen de Guadalupe. Atea como soy, no hallé cómo reclamarle, pues las historias del Antiguo Testamento y de la ira de dios siguen enquistadas en mi subconsciente. La tierra es de quien la trabaja, pensé para consolarme.
A mi hija y a mi yerno se les ocurrió que sería buena idea que yo pasara un fin de semana en familia; es decir, con la familia extensa que incluía a mi consuegra Tencha.
Mi hija y mi yerno pensaron que a las viejas nos pondría de buen ánimo compartir las tardes junto a la alberca, los recuerdos de la juventud, las recetas del bacalao, el dulce amor de nuestra nieta. Les parecía muy natural que sus madres respectivas desearan un asueto así, siendo ambas consuegras, siendo viudas, siendo casi de la edad. Casi. Es importante decirlo, porque yo tengo 88 y Tencha, 93 años, que a nuestra edad se notan o deberían notarse mucho; no es así, para mi desgracia.
Desde hace tiempo arrastro un poco los pies, pero mis hijas piensan que los arrastro mucho y me compraron una andadera. Aunque al principio la andadera me pareció una extensión humillante del cuerpo, pronto se transformó en una tercera pierna de mucha utilidad. Tencha, en cambio, no usa ni un bastón. Tencha camina con la coquetería erguida de una mujer que ganó el aplomo el mismo día que perdió la juventud. Parece que lo hace para presumir; para echarme en cara que yo soy menor que ella y no puedo sostenerme. Hablando de sostener ella sabe que a mí me sostuvo mi marido con una vida modesta, mientras yo me dedicaba a la crianza de mis hijas, seguro mi yerno se lo contó. En cambio Tencha, aristócrata de nacimiento, pudo sostener su vida, a su marido, sus viajes a Europa y a sus nodrizas, mi hija me lo contó.
El caso es que el fin de semana pasado estábamos ambas en una casa de campo y desde el viernes Tencha quiso pasarme por delante todo el día, con ese estilo de caminar tan empeñado y petulante que tiene. Apenas desempacamos, me pasó por enfrente fingiendo que olvidó dónde habían puesto su maleta de viaje; más tarde me pasó por enfrente persiguiendo al perro, como una niña pequeña; detrás de mi propia hija, a la que le preguntaba tonterías, como si no había visto su traje de baño amarillo; luego, con una copa de vino blanco en la mano y, cuando estaba oscureciendo, con unos bocadillos de pan con queso ahumado, que se atrevió a ofrecerme, con la intención velada de sojuzgar mi dignidad, pues mi yerno debe haberle contado sobre mi intestino irritable.
Sin buscarlo, mi momento llegó a la hora de repartirnos en las habitaciones donde dormiríamos. Como necesito ayuda para moverme, mi nieta se ofreció a dormir en mi cuarto. Pude leer la cara ardorosa de Tencha, escuché el rechinido de su dentadura perfecta; así que el sábado decidí hacerme la consentida. Cada que pasaba frente a mí con su andanza ligera, yo les pedía algo a mi yerno, a mi hija, a mi nieta o a los tres: agua; un pan dulce; una aspirina, no mejor leche de magnesia, más ensalada; un pedazo de pastel, un poco más grande, por favor; un tequila; otro poquito de leche de magnesia; compañía para ir al baño, uy no alcancé a llegar. Tencha insistió todo el sábado con sus caminatas. Yo, con mis antojos y con mis achaques.
Al anochecer se tiró al pasto para jugar con el perro y fingió ser muy feliz. Su risa había perdido su aristocracia para volverse estruendosa y lastimera. Ya era demasiado tarde. Mi hijo, mi nuera y mi nieta se turnaban mi cuidado sin descanso y a Tencha nadie la volvió a mirar. Me parece que por eso se hizo la enferma. Hasta tuvieron que llamar a una ambulancia. Dice el médico que no tiene nada grave, sólo agotamiento por su sesión excesiva de ejercicio. Sólo así logró Tencha hacerse de la atención de mi hijo, mi hija y mi nieta, que ahora se turnan, macilentos, para cuidarla en el hospital. Más les vale que reúnan fuerzas; mi andadera puede extraviarse en cualquier momento.
Ha pasado casi un mes desde que Donald prometió desatar toda la furia del infierno sobre el territorio gazatí. Hasta ahora nadie da noticias sobre ese nuevo báratro prometido para la región, aunque sí de la tendencia lenguaraz que diseminó el presidente de Estados Unidos. «Vamos a desatar el infierno sobre los cárteles mexicanos […] Están sobre aviso», amenazó a finales de febrero el asesor en seguridad nacional Mike Waltz, ante los gritos jubilosos de los asistentes a la Conferencia Política de Acción Conservadora.
Por supuesto, nada ha impedido que Donald atice otros infiernitos perniciosos, muchos de ellos con la palabra dios como telón de fondo. Ya violó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, al imponer 25 por ciento de aranceles a productos de origen mexicano y canadiense; ya aplazó la imposición de los aranceles para el caso de la importación de automóviles para sus conciudadanos. Ya se enfrascó en una guerra comercial con China y logró que este país aumente su gasto militar. Ya humilló en la Oficina Oval al presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, y le congeló el suministro de información de inteligencia, ante la guerra que libra contra Rusia. Ya puso a Europa en alerta. Ya soltó que se apropiará del Canal de Panamá y de Groenlandia. Ya declaró, ante el congreso estadounidense, que esto apenas comienza…
Todos los días la intuición me susurra que debajo de la piel blanquecina, Donald es un ser bestial de ojos saltones e inyectados en sangre. La razón me dice que con él al frente del mundo podríamos acabar como los neandertales, extintos por ese afán «donaldiano» de poseerlo todo. La esperanza me susurra que él y todos los de su especie son una broma negra de un periodo que la historia se empeñará en olvidar.
Eso es lo que me susurra en un oído. Pero en el otro me grita que los conflictos entre sapiens seguirán y que siempre habrá territorios por poseer, ya sean países, diferencias entre carros o disputas por afecto y atención.
Quizás los sapiens no seamos tan sapiens después de todo.
