Rosario, Argentina, 1951. Su libro más reciente es La idea natural (Acantilado, 2024).
Steven Millhauser es una felicidad, una de las pocas, a mi entender, en la narrativa norteamericana contemporánea. Su escritura es compleja e inesperada, como la de todo marginal. Para un escritor que afirma, contra las aburridas nociones que suelen impartirse hoy en los programas de Creative Writing de las universidades, que «un libro no está hecho de temas», no hay, digamos, muchos compañeros de ruta. (Si acaso, podría verse una afinidad con el artista Joseph Cornell, con quien Millhauser comparte un imaginario sutilmente inspirado en el siglo XIX europeo y un apuro por ceder a la encantación del kitsch.)
Podría afirmarse que su obra es de una belleza díscola. En ella se dan cita personajes que suelen ser, a la vez, exiliados de la infancia y cazadores de objetos. Hay que verlos moverse por los laberintos de una modernidad apenas incipiente y ya en ruinas, encontrar todo en sus «máquinas de soñar» porque la tristeza, se sabe, es un escudo pero también una astucia.
La nostalgia en Millhauser —puesto que de eso se trata— tiene múltiples rostros. A veces, toma la forma de un museo o de un palacio de las maravillas donde pueden verse las representaciones del Contorsionista, el Niño de la Cara Perruna, la Muñeca sin Brazos o el Eslabón Perdido. O bien, halla su casa en un teatro de autómatas que se animan de noche, entre caballos de calesita y túneles de la risa. Se trata de una nostalgia rara, que extraña incluso cosas que aún no se perdieron, y que se vuelve un ácido capaz de empujar, con furia y con sed, la escritura misma. De ahí, tal vez, la sensación de estar, al mismo tiempo, ante una obra audaz y anticuada, donde un aire infantil, por cierto enrarecido, se vuelve antídoto contra la solemnidad.
No es casual por eso que, en muchos de sus relatos, los personajes centrales sean artistas. Los hay apócrifos, solitarios, lúcidos, obsesivos, ingenuos, desmesurados, un poco crueles y vulnerables. Pero todos ellos acarrean consigo una batería inagotable de preguntas, todos buscan alguna claridad que los evade, todos son alter egos, más o menos disimulados, del autor. Casi siempre, detestan imitar la Naturaleza, a la que consideran un lugar común y una barrera para revelar ese otro orden del ser que corresponde a su estructura más profunda. De ahí que empiecen pronto a borronear la identidad y a dejarse contagiar por una energía que pareciera irrumpir desde el interior del lienzo o el papel.
El relato «Catálogo de una exposición» (sobre el arte del pintor apócrifo Edmund Moorash, 1810-1846) es, en este sentido, paradigmático: lo que el narrador-crítico de arte exclama ante los cuadros de Moorash puede leerse, en realidad, como una poética. «He aquí una obra maestra de opacidad, todo induce al ojo a evocar formas que tal vez no existan». O bien: «Es como si Moorash hubiera alcanzado la libertad para pintar el misterio humano después de romper aquello que una vez llamó las cadenas de la mímesis».
También John Franklin Payne, el dibujante de «Pequeños reinos» —tan parecido a Winsor McKay, el famoso inventor de Little Nemo in Slumberland— sube todas las noches al altillo donde concibe sus tiras cómicas, como quien se dirige a un «lugar necesario». Allí reclama para sí, en la «negación de lo real», la poesía de lo imposible. Esa riqueza es fabulosa. El niño de la tira avanza dibujando su propio mundo con una pluma y se lanza a felices aventuras, y cuando las cosas se le vuelven amenazadoras, él mismo delinea una salida. Todo artista que se precie lo sabe: el arte es esa miniatura donde el abismo se vuelve real y, tal vez, habitable. Si ha de llegar a algún sitio, deberá enfrentar, como dijo el cineasta ruso Alexander Sokurov, «el trabajo más arduo del alma».
La parábola que traza su novela Martin Dressler, por la que recibió el Premio Pulitzer en 1997, prueba estos postulados y los explaya, si cabe, sobre un tapiz más amplio. En un Manhattan en ciernes (a fines del siglo XIX, todavía pastaban cabras en el Upper West Side), Dressler se lanza a la conquista del «sueño americano». El vértigo lo lleva a construir hoteles cada vez más desaforados. De hecho, no cesará de construir su cadena de hoteles (el Dressler, el Nuevo Dressler, el Gran Cosmos o Cosmorarium) hasta que consiga, como el megalómano Citizen Kane, saturar el vacío y dar vida a su propia muerte.
No sé de otra novela donde el crescendo se desfigure de modo tan nervioso. Los planos, los subsuelos, las terrazas, se multiplican de la noche a la mañana. El hotel, los hoteles, se volverán ciudades a la vanguardia de otra ciudad, comunidades verticales y oníricas, experimentales y torcidas, como las que imaginó el arquitecto futurista italiano Virgilio Marchi a comienzos del siglo XX.
Un verdadero rosebud, un minicosmos rival del cosmos (o agregado borgeanamente a él) serán el fruto del operativo Dressler. Lo anuncian con orgullo las propagandas. El pasajero podrá gozar de exquisitos parques de placer, con ruiseñores mecánicos y linternas mágicas. Y también, por qué no, de un sombrío sanatorio mental con doscientos actores que encarnan doscientas variantes de la melancolía. Y de una réplica de la costanera de Atlantic City, con sus paseos en triciclo, su prostíbulo laberíntico y su media docena de calles. E, incluso, de un Museo de Lugares Exóticos, donde pueden verse panoramas de Viena, jardines chinos, figuras de cera vivientes, balnearios termales con géiseres, glaciares y cavernas, y hasta un zoológico con infinitas colecciones de cangrejos y cisnes.
Como la isla barroca que imaginó Peter Greenaway para Próspero, también el Cosmosarium es, a la vez, refugio y barricada, territorio desafiante desde el cual Dressler lanza su diatriba contra la inexistencia.
A este alborozo imaginario (sin duda, la marca inconfundible de la obra de Millhauser), se suma, en lo formal, una variada gama de registros. Hay relatos que parecen firmados por los Hermanos Grimm. Otros que semejan cuadernos de infancia. Nouvelles que constituyen verdaderos tributos a Poe, Borges o Kafka. Historias donde se narra, a la vez, la vida de los personajes que juegan a un juego de mesa y la vida de los personajes de ese juego. O donde se reescribe, parodia o glosa un texto consagrado, inventando sus alrededores o prolegómenos («El octavo viaje de Simbad» o «Alicia, cayendo»). En todos los casos, lo que se busca es encontrar, a la manera de Calvino, las metáforas más resbaladizas de la literatura y la vida.
Las formas cambian; las obsesiones, no. Minuciosamente fiel al desacato, lo ambiguo y lo paradójico (que ensanchan y desacostumbran la percepción), como si quisiera llevar al lector al borde una revelación abrumadora y abandonarlo allí para siempre (porque cualquier final sería tacaño o falso), Millhauser apuesta a su ignorancia más docta. «Toda narración», escribió en Retrato de un Romántico, «es un acto absoluto de imaginación, cuyo único fin es suplantar al mundo. A fin de lograr ese objetivo, el escritor no debe dudar un instante, incluso si debe usar, como recurso, el mismo mundo que se propone aniquilar».
No se trata, en suma, de cerrar un relato sino de afilar sus andamios oníricos, sumando interpretaciones que se bifurcan, multiplicando los puntos de vista, las recámaras donde privan lo conjetural y la poesía de los objetos.
Ya vimos que los hoteles pueden inducir fantasías. No menos potencialidad tienen los museos. Sin duda porque se prestan inmejorablemente a la enumeración, los anacronismos y las inversiones, Millhauser los utiliza con frecuencia. A veces, incluso, le sirven para defender a la literatura («Algunos han dicho», escribe en El Museo Barnum, «que nuestro museo es una forma de escapismo. Yo me atrevería a afirmar que nuestra conciencia de la ciudad que habitamos se intensifica cuando la dejamos para entrar en el museo: sin él, pasaríamos la vida como en un sueño».)
He mencionado el hotel, el museo, la ciudad. A esa lista de edificios su libro Dangerous Laughter (Knopf, 2008) agrega otros. Precedido de un texto inicial titulado «Dibujo animado» que es una verdadera joya del virtuosismo (en ella, un gato y un ratón reflexionan sobre sus pesadillas recíprocas, en medio de dinamitas que explotan y maldades que se multiplican), el libro se presenta como un verdadero muestrario de seudoarquitecturas. Está, por ejemplo, la Torre, por la que transitan, entre el hastío y el olvido de lo que buscaban, inútiles «generaciones de esperanza» que se parecen a los bibliotecarios de Babel. Está también el palacio de seiscientos cuartos, en uno de los cuales un miniaturista famoso, contratado por el Emperador, ha construido un palacio de juguete con seiscientos cuartos, en uno de los cuales, a su vez, figura otro palacio de juguete aún más pequeño, y así ad infinitum porque el miniaturista de la Corte, de pronto, se ha sentido vencido por el deseo de un arte invisible. Y está también la estructura de la Bóveda o Campana de cristal, con la que el propietario de una casa de suburbio americano decide «protegerse», y que acaba propagándose a la totalidad del país, dadas las evidentes ventajas de vivir al margen de la Naturaleza (y de la muerte). El relato no descarta que todo el globo terráqueo termine transformándose en un astrilunio, algo así como un diorama de mundo, recubierto y safe, ¡al estilo de un shopping mall celestial!
La lista podría ampliarse y, aun así, la magia de Millhauser seguiría eludiéndonos. Porque en su ficción hay, como en la poesía, un más allá de lo dicho, que busca el bosque con los ojos completos.
En un momento de fatiga y desesperación, viendo que el público prefiere la vulgaridad comercial de los autómatas de la competencia, el codicioso empresario de August Eschenburg le recrimina a su artista: «Estás equivocado. Eres como un poeta que escribe un poema del siglo XIX en alemán medieval». Tiene razón. August Eschenburg sueña con formas obsoletas, acaso en la confianza de que lo conducirán más pronto a eso que no tiene nombre. Por eso y para eso, trabaja como un loco y construye cada noche un juguete cruel y maravilloso y después lo ubica, como una flor peligrosa, en el centro de un kinderszenen. A August Eschenburg no le importa soñar «sueños errados». A Steven Millhauser tampoco. Y la literatura, y la inquieta prosa del mundo, lo agradecen y se alumbran, por un instante, como vidrieras.