Orizaba, Veracruz, 1961. Su libro más reciente es La necesidad de las cosas de allá (Atípica Editorial, 2023).
Me recuerdan a una historia
que cuenta Camus sobre un hombre en un campo de
concentración.
Había tallado un teclado
con un clavo en un pedazo de madera.
Y allí se quedaba sentado, tocando el piano.
Esa música estaba hecha enteramente de silencio.
Louis Simpson
1
Todos coinciden en que fueron siete los libros blancos y que estaban llenos de música que pocos tuvieron la gracia de escuchar. Dicen que la tinta era violácea y las notas, parecidas a pequeñas y nerviosas patas de insectos. Dicen que se notaba un cambio radical en el tamaño y la cantidad de notas de los primeros libros en comparación con los últimos, los cuales casi no tenían signos, pero ¿quién realmente pudo revisar todas esas partituras? ¿Quién pudo emocionarse con esta música?
Lo que sí es un hecho es que se llamaba Daniel y aún no amanecía cuando abrió los ojos, esos ojos del color del agua donde iban a nadar los niños de esa pequeña ciudad en donde había nacido y a donde estaba a punto de regresar, a la misma casa. Poco a poco fue apareciendo frente a su ventana, sobre la pared gris, una lagartija. Estaba inmóvil. De pronto movió la cabeza, se desplazó unos centímetros y volvió a su fijeza. El animal estaba, solamente; no le podía importar ser o no ser lo que era. Daniel cerró los ojos, podía estar así también, sólo estar, tan inmóvil. Pesaba más de ciento cuarenta kilos y le gustaban los hombres, además estaba a punto de perder el pie izquierdo a la altura del tobillo.
Había vendido todos los muebles del departamento, sólo se había quedado con un colchón, su ropa y el piano de cola; un maravilloso estorbo en aquella sala tan pequeña. Su vecina le había organizado una venta de garaje. La gente lo abrumó. Se encerró en su recámara con una botella de ron y esperó a que Griselda le avisara que estaban de nuevo solos. Silenciosa, la estancia era un prodigio con el piano al centro, solo, tres platos despostillados en una esquina, un viejo paraguas y los siete libros blancos. Sobre la tapa del piano descansaba un vaso de color verde que recibía un rayo de luz de la tarde que luego lanzaba transformado en un río de savia sobre la pared. Su amiga salió de la cocina: ¿Nos vamos? Sí, contestó, no hay más que hacer.
2
Daniel había tenido su momento de fama. Había tocado a dos pianos, a los dieciocho años, «La Valse» de Ravel. Raymundo de la Cruz había sido su compañero. Sus padres y su hermano habían ido desde Orizaba para escucharlo. Aquel prodigio que entonces sólo era un muchacho mofletudo, con sus rizos castaños y sus ojos verdes, se había dejado llevar por sus dedos hacia el silencio más estruendoso, había invadido su estómago una nostalgia futura, un instante vivido por toda la humanidad desde siempre, y todo gracias a Raymundo y a Ravel, la dificultad en la interpretación no existía ya, no había razonamiento. Eran dos seres minúsculos sobre el teclado. Y ese segundo cuando todo se detuvo, ese infinito en el que fácilmente se podría vivir, fue destruido por los aplausos. Se habían levantado para dar las gracias y él, exhausto, había rozado la mano de su amigo. Luego vino el accidente de los De la Cruz, la muerte de Raymundo. Isabel, la joven viuda y también pianista se había roto las dos manos. Daniel dejó el conservatorio y se dedicó a encontrar en el silencio otro tipo de lenguaje y una barrera para estar lejos de los hombres. En aquella soledad empezó a componer con gran dedicación la música que conformaría cada uno de los siete libros blancos.
3
El silencio no es parte de la música, le había dicho su maestro de armonía. Pero él nunca lo creyó. A partir de la muerte de Raymundo había cerrado el piano, pero la música no se iba, seguía ahí, precisamente en el silencio, persiguiéndolo a donde iba, haciéndolo soñar con esas manos enormes que le acariciaban la cintura con la misma fuerza con la que atacaban los acordes de aquel vals que no dejaba de girar. He ahí la necesidad de componer, pero sólo como una fuga, como el placer solitario. Las dos grandes promesas, Isabel y Raymundo de la Cruz, tan enamorados, tan jóvenes, cómo había sucedido esto. Nadie pensó en él, en Daniel Rentería, el joven pianista, el nuevo prodigio que acababa de enmudecer y que no dejaba de subir de peso. Un escritor ciego y loco una vez dijo que lo terrible de quedar ciego no era la oscuridad, sino la luz perpetua. Algo parecido sentía Daniel al no poder encontrar el silencio.
4
Estaba frente a esa casa donde ya no vivía nadie, esperando a que su hermano le trajera las llaves. Levantó la cabeza, volteó a derecha e izquierda. Seguía siendo muy grande, como la recordaba. Había viajado en el autobús, en dos lugares, el tres y el cuatro, para no pasar la vergüenza que lo había hecho no volver a viajar. Señor, yo no quepo ahí, cómo quiere que me siente. Había pasado tres de las cuatro horas odiando a toda esa gente que, a su alrededor y con su respectivo par de audífonos, pegada a ese estúpido aparato, se sentía perfecta y feliz. Hasta que el muchacho del asiento cinco le ofreció un chocolate y le habló de Dios. Carlos había bajado aquellas montañas sin dejar de sonreír. La niebla empezó a descender, sintió la humedad en su rostro. A lo lejos escuchó el triste sonido del carro de camotes, ese mismo sonido de hacía treinta años atrás, cuando era un niño y regresaba de su clase con la señorita Abud. Esa tarde habían ensayado «La Marcha Militar» de Schubert a cuatro manos. A tus papás les va a encantar escucharte en el próximo recital. Y él, feliz, había salido a la calle tarareando la melodía y moviendo sus dedos. Sus compañeros de la escuela tendrían que ir, que vieran lo bueno que era. Había abierto la puerta, buscado el disco. Había esperado pero sus papás no llegaron, nunca llegaron. La melodía se había ido alejando y se había quedado dormido.
5
La secretaria, la misma cara larga y seca que recordaba. Su hermano se disculpaba, pero estaba muy ocupado. Daniel no hizo ni siquiera el esfuerzo de levantarse de los escalones, sólo estiró la mano. Dice el licenciado que sólo tiene que conectar el switch de la entrada para que haya luz, que él tratará de venir a verlo en la noche. Daniel abrió la puerta y se encontró primero con el olor, ese mismo olor que ni el pinol con el que se notaba que habían limpiado la casa lograba ahuyentar. Arrastró las dos maletas y las dejó en el recibidor, cerró la puerta con llave y suspiró. Los muebles de la sala estaban cubiertos con sábanas, también el piano, su piano, como un muerto, como muchos muertos en una enorme sala de velación. Jaló el banco y levantó el lienzo, quiso sentarse, pero se arrepintió. De pie abrió la tapa y puso las manos sobre el teclado, pero sólo de imaginar el sonido áspero se le erizó la piel y se alejó unos pasos… Debe estar desafinado, ya llegará el mío. Este piano había pertenecido a un niño que luchaba con los ejercicios del Hanon horas enteras, y luego con «Les Niais de Sologne» de Rameau. Ahí estaba, con su rostro pegado a la partitura y sus deditos siguiendo el pentagrama. Quiso acariciarlo, pero le dio miedo que desapareciera esa infancia eterna.
6
Los gatos tienen mejor oído para la música que los perros, le decía su maestra de piano cuando se sentaba a escucharlo con su gato siamés sobre las piernas. Si no ensayas a diario los dedos se atrofian, el piano es muy celoso. Pero él nunca había dejado de tocar, sólo que nunca lo había vuelto a hacer en público. A su piano de cola, que en realidad era de un cuarto de cola de segunda mano que le había regalado su papá, le había entretejido en toda el arpa unos lienzos de terciopelo para que el sonido se quedara dentro. Que sólo sus manos escucharan la música. Subió la escalera cargando las maletas con gran esfuerzo, su pie le dolía. Abrió la recámara de sus padres, todo estaba igual, olía igual y la colcha de la cama no tenía una sola arruga como siempre debía estar. Bajó la mirada y sonrió, el teléfono rojo, gran modernidad de los años sesenta, seguía en el mismo lugar acumulando polvo. Entró y se dejó caer exhausto en la cama que hizo una especie de quejido. Todos en su familia habían sido gordos, siempre, pero todos se habían cuidado de no terminar como la tatarabuela, a la que habían tenido que sacar con grúa de un segundo piso de aquella casona de Parma. Todos, menos él, con sus ciento cuarenta kilos. Aparte del amor a la comida, la tatarabuela le había heredado la música, si en verdad hubiera sido Eleonora Grossi, la Amneris que en 1873 apareció con una corona de oro macizo, mientras Verdi dirigía el estreno de Aida en El Cairo. Decidió no volver a subir al segundo piso, mandaría bajar la recámara de sus padres a la sala. No tengo por qué subir, pensó, mientras miraba la vieja puerta de su habitación que permanecería cerrada desde hacía mucho tiempo. Tras esa puerta, el sonido de la vieja grabadora aún se escuchaba.
7
Después de descansar un rato y soñar con el canto de los astros, encendió la luz y bajó a la cocina. Escuchó cada uno de sus pasos como si fuera un metrónomo que marcara el ritmo del cosmos, un ritmo viejo, de seres cansados, formidables. Cruzó el antecomedor y se quedó mirando el jardín envuelto en niebla, de pronto aparecía una rosa; de pronto, una orquídea, un iris o una abeja. Su hermano no lo había descuidado, su hermano era un buen hombre que le había dejado esa casa para acallar algunas culpas, lo sabía, siempre había culpas y resentimientos entre los hermanos, pero también mucho cariño, un amor irracional, más fuerte que entre las parejas. Al encender la luz de la cocina escuchó un ruido y vio correr una sombra. Encogió los hombros. Abrió el refrigerador y sacó un litro de leche, le quitó la tapa y la olió. Estaba buena. Todo estaba bueno, había jamón, queso, pan, verduras y muchas cervezas. Sonrió. Su hermano, el gran anfitrión. La última vez que había visto a Isabel, la viuda de Raymundo había sido en el supermercado, en el área de legumbres. Estaba vieja, tenía grandes ojeras y apestaba a alcohol. Aquella mujer tan vanidosa se cubría con una blusa sucia y una falda deslucida. Ella no escondió su asombro al ver aquella obesidad, pero no dijo nada. Hablaron de cosas sin importancia, no hablaron ni de música ni del pianista muerto, lo único que hubiera sido importante, luego ella dijo: Trabajo de cocinera en una casa de huéspedes aquí cerca. Y él se había despedido rápidamente y había llorado todo el camino de regreso.
8
En la mañana se levantó con gran esfuerzo, metió con cuidado los pies en las pantuflas que había encontrado en el clóset, y abrió las cortinas; tenía aún la voz de aquel muchacho del autobús metida dentro. Ahí estaba el pico blanco, el cielo azul plumbago, el silencio y el viento frío. Abrió la llave del lavabo, el agua estaba helada, el mal tiempo se había ido con la noche. A Raymundo y a él les gustaba tocar algunos valses de Brahms a cuatro manos que Isabel no soportaba. Era una forma de sentirse unidos sin tener que esconderse. Raymundo y él se habían conocido en el conservatorio, Raymundo de veintidós años, ya casado. Daniel de apenas dieciocho, vivía en el departamento de la familia donde había vivido también su hermano mientras estudiaba. Supe que tocas muy bien, le había dicho Raymundo. Y sin saber por qué, Daniel se había avergonzado y había cambiado el tema. Habían ensayado muchas horas, habían discutido y se habían abrazado muchas horas. Llamó a la empresa de mudanzas para preguntar por el piano, le dijeron que llegaría en tres días. Su hermano lo fue a visitar esa tarde, se saludaron de mano, bebieron un vaso de whisky y hablaron poco.
9
Su pie estaba más hinchado y oscuro, gracias a los calmantes el dolor se mantenía alejado. Pero también el pie se alejaba. Es inicio de gangrena, le había dicho el doctor cuando lo había ido a ver en México. Aún se puede salvar. ¿Yo, doctor? Ese había sido el motivo principal para regresar a Orizaba, su cuerpo se empezaba a pudrir. Desde que abandonó el conservatorio, se había dedicado a dar clases en dos escuelas secundarias durante más de quince años. El maestro de música tenía varios apodos nada originales: la Ballena, la Bomba, el Hipopótamo. Durante ese tiempo no había hecho amistad con ningún maestro, ni había participado en ningún evento fuera de sus clases. Un hombre extraño, sabía que todos comentaban. Sólo un muchacho lo había tomado en cuenta. Una mirada cómplice puede crear cosas terribles. Se llamaba Luis y cantaba como los ángeles. Era tan delgado, tan alto y con una cara tan extraña que, por un momento, Daniel se olvidó de su edad y de su condición. Comenzó a acercarse y a hablarle de música, y Luis lo escuchaba con atención, le había prestado un libro y, como si hubiera sido un descuido, había metido una fotografía donde los pianistas Daniel Rentería y Raymundo de la Cruz daban las gracias con los pianos de fondo. Una tarde, al salir de clases se atrevió a invitarlo a su departamento y el muchacho, con los ojos muy abiertos, se negó. Hubo una llamada de atención de parte del director. Fue la última vez que se miraron. Al final del semestre, Daniel había dejado la escuela y se había encerrado en su departamento. Fue entonces que comenzó a componer y a dejar escrita aquella música en siete libros blancos. A los baños de vapor se habituó por un tiempo, pagaba mucho.
10
Sonó el teléfono, dudó en contestar, la llamada podía ser de la compañía de mudanzas. Pero no, resultó ser Esteban, amigo de la secundaria que se había enterado por su hermano que Daniel estaba de vuelta en Orizaba. Daniel se había portado muy hosco, grosero, se había negado a verlo. Quedaron de llamarse en algunas semanas, pero él no volvió a contestar el teléfono. Su pie estaba más oscuro, como esa carne que sacaban a diario del refrigerador y colgaban sobre el mostrador de la carnicería. Las moscas hacían un zumbido que podía traducirse, por su ritmo, en una marcha bélica, como aquellos helicópteros volando indestructibles sobre Vietnam en la película de Coppola. La música podía ser cruel, como todo lo que creaban los seres humanos: la religión, la familia, la pintura, las escuelas, el alcohol y los espejos. Salió al patio y se tumbó en una silla de mimbre que ya había probado que soportaba perfectamente su peso sin un quejido, sin esos cracs. Ahí, el sonido del chorro del agua se fue convirtiendo en uno de sus pocos placeres, un sonido monótono y ligero, humilde, intraducible, amigable. Su hermano le pidió que se comprara un celular, pero él se negó. Un año después le amputaron el pie. Regresó del hospital con una pequeña caja, la enterró en una ceremonia sencilla y solitaria en la parte más alejada del jardín. Una fuerte tormenta acompañó a sus dedos mientras tocaba la sonata número trece de Beethoven en su piano mudo.
11
El pie ya no estaba, una muleta había sustituido a la andadera. Había bajado setenta y dos kilos, se miraba en el espejo como un viejo arrugado y canoso. Sonaron las campanas del Carmen, del Calvario y la Concordia. Aquellas campanas que no habían dejado de tocar mientras se libraba la batalla entre franceses y mexicanos en el Cerro del Borrego hacía más de dos siglos. Raymundo siempre hablaba de historia después de hacer el amor. Él guardaba silencio mientras sus dedos se enredaban en los vellos del pecho de su amigo. Entonces la música no sólo era una esperanza, era el único camino posible. Bach había escrito su música para los hombres, por eso la escuchaban cuando no estaba Isabel, era uno de sus tantos secretos. Cuando se acostumbró a caminar con la muleta, empezó a asistir a la misa de siete en Los Dolores. Le gustaban los cantos sencillos y desafinados, llenos de pesar y de miedo; también asistía a algunas comidas que organizaba su hermano. A veces caminaba sin rumbo, bajo los puentes, entre la niebla, se detenía frente a las rejas de las pocas casas porfirianas que quedaban en pie y observaba los jardines silenciosos, ya dormidos. A veces tomaba un camión y se perdía en la sierra, entre el olor de los indios y de los pinos. Después se encerraba en esa caja de música descompuesta. En eso se había convertido su casa.
12
Lo único importante que te enseña una religión es a estar dispuesto a cambiar, aun cuando no creas en Dios, le dijo aquel viejo jesuita. Sólo hay que estar atento a las señales, todos tenemos algo que hacer en este mundo. Daniel sonrió. En el fondo siempre había creído en Dios, un Dios a su imagen y semejanza. Aunque cambió de voz y se llenó de vellos, nunca había dejado de ser un niño, siempre se lo decía Raymundo cuando se bañaban juntos a escondidas de Isabel. Sentado hasta adelante, gozaba del olor de las flores, de los cantos y de los muchachos que ayudaban al padre, también le gustaba sentarse en el parque a cierta distancia a ver a los niños jugar futbol, todos desconocidos, sin una historia, pero más reales entonces. La mujer que iba dos veces por semana a arreglar la casa se enfermó y mandó a su sobrino, se llamaba Efrén y era muy feo. A los pocos días el muchacho abrió la puerta del cuarto de Daniel y el sonido de la grabadora cesó. Hizo que lo ayudara a subir. Aquí dormía cuando tenía tu edad, le dijo. Y Efrén limpió con gran cuidado todo lo que había dentro. Daniel encendió la grabadora y el sonido fue diferente, la música volvió a cobrar su juventud. Las campanas cantaron el Ángelus, Daniel y Efrén salieron al patio, se sentaron uno frente a otro. Efrén sirvió los vasos y brindaron en silencio.
13
Tocó el timbre. La puerta hizo mucho ruido al abrirse. La señorita Abud era una anciana que no podía hablar, solamente lo observaba. Su hermana le dijo que había sufrido una embolia hacía más de seis años. Usted me daba clases de piano. Ella movió los ojos de un lado a otro. Dígame qué es un artista. Entonces movió su mano derecha, desesperada y torpe, le pusieron una pluma y un papel, pero sólo dibujó una línea tan muda como su garganta. Habían pasado casi dos años de que había llegado a Orizaba; Efrén se había quedado a vivir con él, arreglaba la casa, le hacía de comer y a veces dormían juntos. Raymundo descansaba todo el tiempo en su limbo, sólo a veces se le aparecía para recordarle aquellas tardes que pasaron dentro de su auto en el Desierto de los Leones, los vidrios empañados y el concierto que Radio UNAM trasmitía en vivo desde la Sala Nezahualcóyotl, o para recordarle la textura de su piel y el color de sus ojos. Daniel envejecía con más rapidez, también la casa y la ciudad envejecían. Efrén no preguntaba nada, sólo le indicaba los kilos que había perdido esa semana después de que se subía en la vieja báscula del baño.
14
La mañana del diecisiete de febrero, Efrén quitó los trozos de terciopelo del arpa del piano y Daniel desempolvó los siete libros blancos. Un sonido extraño resonó por todas las habitaciones durante todo el día. Efrén no cocinó ni arregló la casa, se mantuvo inmóvil, de pie, frente al piano. Mucha gente que pasaba por la calle se quedó escuchando. Era el momento. Quizá es esto, murmuró Daniel. Efrén acondicionó la estancia como una pequeña sala de conciertos y la gente entró con gran respeto en aquella casa que pensaba abandonada desde siempre. En silencio tomaban sus asientos y luego escuchaban esa música que no entendían, hasta que poco a poco iban reconociendo esos sonidos como algo muy suyo: como el sonido del agua que corría por las tuberías, pero que no era el sonido del agua, como las puertas que se azotaban con la surada, pero que no eran las puertas ni el grito del viento, como la respiración de los recién nacidos, el lejano transitar de los trenes, los relámpagos que nunca habían existido, las voces de los muertos. Se corrió la voz y Efrén tuvo que hacer unos pequeños boletos para que sólo treinta personas pudieran entrar cada tarde. Daniel y el piano permanecían en la oscuridad, tocaba y luego esperaba a que la gente abandonara la casa para salir a la luz. Efrén sonreía y le preparaba de cenar. Daniel también sonreía, ya pesaba cincuenta y siete kilos y la ropa se le caía aún con los arreglos que su criado le hacía. Su hermano lo visitó y le preguntó por esos recitales. Daniel le dijo que nunca cobraría la entrada, que, si quería venir a escucharlo con su familia, esperara su turno. Su amigo Esteban y otros conocidos, al enterarse, fueron a visitarlo, escucharon sin entender, se emocionaron, pero no lograron hablar con él. Luego se olvidaron de su existencia.
15
Daniel Rentería murió el siete de abril. Según sus instrucciones, Efrén lo vistió con su mejor ropa y le maquilló la cara, fue cremado y sus cenizas esparcidas en el río que cruza la ciudad. Mucha gente estuvo en el velorio, mucha gente desconocida. Efrén quemó los siete libros blancos en el patio, luego cerró la casa y todo quedó en silencio. Fue a entregar las llaves al hermano de Daniel y desapareció. Por un tiempo, sólo por un breve tiempo, la gente habló de aquella extraña música como algo superior, algo de Dios, pero imposible de mantener en la memoria.