Los orígenes de la música y la identidad en América Latina

José Manuel Torres Funes

Tegucigalpa, Honduras, 1979. Uno de sus libros más recientes es Como las iguanas (Ediciones Arlequín, 2023).

Preludio

En 2017 me lancé a investigar sobre los orígenes de la música en la América hispana. Tenía la ambición de escribir una novela sobre la polifonía, una novela inmensa, total, bien documentada. A los cinco o seis meses acepté que el desafío me superaba. Estaba perdido, con personajes deambulando en una revoltura de siglos, ideas, imprecisiones.

Años después, volví a examinar las investigaciones y borradores; no había material para una novela, pero rescaté dos textos: un relato, «Relación de un sochantre, acerca del auto de fe de Maní», que ha sido publicado en mi libro Como las iguanas (Editorial Arlequín, 2023) y este ensayo (casi completo), al que intitulé, como si fuera un maestro conferencista: «Los orígenes de la música y la identidad en América Latina» (que me perdone el lector el final un poco precipitado del texto; de hecho, preparé la continuidad, que ahondaba especialmente en la música cubana, sin embargo, no concreté la redacción).

Como no pensaba emplearlo de manera formal, no tuve el cuidado de citar mis fuentes, que fueron diversas y muchas, ni edité ciertas opiniones que, finalmente, a pesar de la falta de rigor «científico», me parece interesante dejar intactas. Vale decir que vi muchos documentales, que escuché muchos programas radiales, leí diversas tesis, escuché centenares de canciones, leí varios ensayos, entrevisté a un joven musicólogo paraguayo que entonces residía en Marsella y a quien le perdí la pista (me dio datos interesantes sobre la polifonía y los jesuitas). Me documenté. Un libro me marcó especialmente, Genèse des musiques d’Amérique Latine de Carmen Bernard (Fayard, 2013), brillante, y que después de once años de ser publicado, aún no ha sido traducido al español (¿alguien se apunta?).

Uno

Lo que hoy conocemos como la identidad latinoamericana es una nota que se desprendió del pentagrama de una España que antes de aventurarse en América ya era mestiza.

El origen coincide con la utopía en eso de que es el lugar a donde no se puede llegar. La diferencia es que la utopía es sueño y el origen casi siempre es pesadilla. 

La identidad, por otro lado, es algo que se encuentra sin buscar, que se conoce sin saber, que se sabe saboreando, que se siente y se inventa al mismo tiempo. La identidad debería ser más propia de la comida que de los estados, hija del imperio de lo gustativo y no del imperio de lo racional. Infinita e inasible, no legislada y sin fronteras.

La música nos puede decir más sobre la identidad de América Latina que todos los discursos políticos juntos. El poder siempre lo ha sabido y por eso también ha desarrollado mecanismos para instrumentalizarla cuando así lo ha estimado conveniente. Ya en los inicios del siglo XIX, durante los periodos previos a las independencias en México, Venezuela, Colombia o Argentina, los criollos aprovechaban la naturaleza convocadora y popular de la música para llamar a la independencia (es decir, a la guerra), pero una vez estas logradas, los artistas volvían a su estatus de siempre.

Sólo aquellos creadores próximos a los estándares de la «alta cultura» obtenían el reconocimiento, precisamente por ser más europeos y menos americanos. Las reivindicaciones nacionales, si lo vemos desde este punto de vista, son retóricas, de piernas cortas, hechas para preparar los relevos de poderes. En la primera mitad del siglo XX, desde Porfirio Díaz en México, Gerardo Machado en Cuba, o Juan Domingo Perón en Argentina, todos se han servido de la música a su manera, según la dirección que le quieren dar a sus gobiernos. Díaz quiere un México de óperas y arias; Machado, una música cubana extirpada de su «negritud» y Perón, que necesita definir «lo argentino», se vuelca hacia el folclor de las provincias.

La pieza Ollantay, un drama escrito en quechua poco tiempo antes de la «Gran Rebelión» liderada por Túpac Amaru en el Virreinato del Perú y del Río de la Plata (fines del siglo XVIII), se afirmaba como un proyecto cultural oportunista. Creado en momentos donde se evocaba el supuesto resurgimiento del Imperio Inca, la pieza —que no fue escrita por indígenas— seguía un modelo narrativo español, que lograba perfectamente el efecto de grandeza perdida y nostalgia nacional, que —como mera hipótesis sin fundamento— era lo que debían estar persiguiendo los criollos. Túpac Amaru que, se dice, presenció la pieza dos años antes de la rebelión (habría sido interesante saber qué pensó al respecto), murió descuartizado, mientras Ollantay sigue siendo un recurso nacionalista que de tiempo en tiempo se le ocurre desenterrar a algún dirigente peruano. 

Unos años después, en el Río de la Plata, los criollos que se aliaron con las poblaciones negras de Argentina para defenestrar al Virrey Liniers, más tarde promoverían su desaparición para «blanquear» el país, pero en el momento de fervor revolucionario no faltaron candombes y carnavales (música negra por excelencia) para «agradecer» su valioso aporte militar.

La relación desinteresada entre la música y la política no existe. Pese a ello, la música siempre sobrevivió, como quedó demostrado con el son cubano y la vieja guardia, renegada después de la revolución cubana de 1959 y recuperada por un brillante músico gringo casi cuarenta años más tarde (todo mundo sabe la historia de Buenavista).

Por cierto, como se ha visto en numerosos casos, en patria de nadie quedan aquellos buenos músicos que se aventuran en la política del lado del poder.

Nuestra historia es igualmente la historia de la categorización, donde los humanos se clasificaban como se hace con el ganado. Hasta pasado el siglo XX (por no decir que hoy en día sigue siendo así en algunos ámbitos), los hombres y las mujeres han valido por su raza, su casta y su linaje. 

Para revisar críticamente nuestra historia hay que evitar en primer lugar la trampa fácil de echarle toda la culpa a Occidente (España antes, Estados Unidos después) porque las clases gobernantes de las civilizaciones precolombinas eran esclavistas, jerárquicas y clasicistas (endocolonialistas), en la misma medida que las oligarquías de la actualidad.

Si bien la remisión al pasado y a la historia nos puede evocar con razón a formas de vida más colectivas, tampoco debemos ver en ellos espejismos de igualdad. 

Menos para las mujeres, como es fácil suponer. Por ello las Teodora Ginés (Cuba, siglo XVI) y las Sor Juana Inés de la Cruz (México, siglo XVII), que se impusieron por sus talentos poéticos y musicales, una siendo negra y la otra siendo monja, deben ser figuras permanentemente estudiadas.

América nació como un teatro de experimentaciones y fusiones, donde tanto los actores como los espectadores salían transformados después de cada presentación, tocados por la poesía de un tiempo aún indefinible.

El siglo XVI, donde España pasa de la Conquista a la colonización, es también el siglo donde triunfa el sentido de la identificación frente al sentido de la pertenencia. El mestizaje pone de rodillas cualquier aspiración de pureza. El castillo de la pureza, como la película del director mexicano Arturo Ripstein, en las Américas está construido de cristal.

Y sin pureza, la música, más que cualquier otra expresión cultural, sobrevive y vuela.

Dos

La música en las Américas es una de las creaciones más evidentes de la confluencia de culturas y mundos, no la primera, pero probablemente la más completa. La música venida de España, ya de por sí fruto de mestizajes celtas, gitanos, árabes y judíos, en una medida similar a la música portuguesa o la del sur de Italia, desembarca y se expone a la escucha de pueblos que han perdido una guerra y que están siendo sometidos al aprendizaje y transferencia de una lengua diferente, de una religión nueva y de una música compuesta por instrumentos desconocidos (todos los instrumentos de cuerda, trompetas, órganos, etc.) y que además es polifónica.

Aquí es preciso detenerse un instante. ¿Qué representa la polifonía para unos y para otros? Brevemente: la música polifónica, dotada de múltiples voces independientes o imitativas entre sí, que se producen a ritmos diversos y que suelen tener una importancia similar, está en pleno auge durante el siglo XVI. Para imperios en ascenso, como el español y el portugués, era una ventana por donde se filtraba un aire que oreaba la ranciedad del medievo. No sólo en estos países, sino en todo Europa. El final de la Edad Media buscaba clausurar el recuerdo de las grandes epidemias, de la guerra de los Cien Años, de la presencia árabe en la Península Ibérica. El Renacimiento no era el fin de las disputas ni de las guerras, lejos de eso, pero las palancas de Europa se trasladaban de lugar (con sus cosas buenas y malas). La música polifónica, como la pintura, la literatura, alzaban la cabeza en una Europa que cambiaba de era.

Las voces corales que salían del fondo de las iglesias anunciaban la remoción monolítica de la misma religión y del poder, para dar paso a una visión, efímera y borrosa del futuro, donde se entreveía la riqueza colectiva de la suma y la diversidad.

El dinamismo, la secuencia, la sucesión de voces y sonidos, la ruptura con lo unísono era otra forma de decir que el tiempo progresaba, que era repetible, extinguible pero regenerativo.

Para la España conquistadora, la polifonía era un instrumento al servicio de la evangelización, pero para los pueblos indígenas, víctimas también de un oscurantismo ajeno e importado, era un instrumento de identificación con su propia visión del mundo. Un instrumento hasta entonces desconocido que les tendía un puente entre el pasado y el futuro.

Las crónicas de los narradores de la época señalan que la introducción de los coros polifónicos en las iglesias, si bien, atrajo a las comunidades indígenas en masa, representa una amenaza para la autoridad peninsular.

Sin intentar descifrar lo que podían significar estos miedos, nada nuevos, pues la polifonía era vista con recelo también en Europa (donde tuvieron que pasar cinco siglos para que fuera aceptada), hay que retener que esta identificación de los pueblos indígenas con la polifonía manifiesta una asimilación a la filosofía propia del espíritu renacentista. Un espíritu renacentista que sobrepasaba los alcances españoles, dueños sin entera conciencia de una luz que, sin embargo, reconocían los pueblos conquistados.

Una vez consumada la conquista, principalmente en México, ya avanzado el siglo XVI, los indígenas asumen la versatilidad de esta música y se lanzan inclusive a hacer variaciones. La música de las iglesias se convierte en un elemento de diálogo, de difusión cultural donde simultáneamente se propaga y se crea.

Hay que pensar que la música obedece a una lógica que también se observa en la historia de la gastronomía americana, donde esos platos que se cocinaban en las casas de las clases pudientes se readaptan en las cocinas de los pobres con los ingredientes que tenían a la mano.

La llegada de los esclavos africanos ayuda a romper el candado que guarda la música para las clases pudientes o el clero. Las comunidades africanas asumen como suyos los instrumentos venidos de Europa, readaptan la música de sus patrones y le agregan nuevas letras, síncopes, tambores, contratiempos. Indígenas y negros son mayoría en las nuevas colonias, y a su vez, los responsables de la difusión de la música, que cantan o silban en las calles, ya sean de México o de Lima. 

A los españoles les basta con saber que la música es un arte indómito, como lo fue siempre en Andalucía. Y mientras siga sirviendo como instrumento de evangelización, van a dejar que los grupos subalternos lo subviertan y se lo apropien.

Hablando propiamente de música, los ibéricos introdujeron una escala musical más extensa que la escala pentatónica que manejaban los pueblos indígenas. Desde las primeras órdenes religiosas presentes en el continente, mentes iluminadas se empeñan en transmitir y completar saberes pese a las prohibiciones venidas de más arriba. Las iglesias son en el siglo XVI y XVII aforos de conciertos. La música se impone como un elemento de sincretismo y participación, de identificación y de creación. En este sentido, el origen de la identidad mestiza del continente americano nace a partir de la identificación con la música.

Tres

Cuando la lengua castellana se empieza a dominar y volver corriente, el mensaje poético (que no solamente es religioso, como lo prueban los diversos romances de la época) se transmite por vía oral y escrita. Los indígenas y los negros asimilan como propias las tradiciones celtas, árabes, judías y gitanas confluyentes en la cultura española, y adaptan a su propia escala lingüística y de gusto musical, las métricas binarias y ternarias.

En 1967, el mismo año en que aparece Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, el escritor cubano Severo Sarduy publica la novela De dónde son los cantantes. Esta obra de difícil lectura es, sin embargo, una forma de escultura de palabras sobre la historia de la identidad y la música cubana. La forma barroca, paródica, carnavalesca en la que está escrita explica por sí misma la evolución musical del continente. Y lo hace mejor que si nos empeñamos en buscar datos, fechas precisas, momentos de rupturas.

En este mismo siglo XVI de explosión polifónica, en España es muy popular el género musical llamado ensalada, que consiste en mezclar estilos, idiomas y texturas. En una sola canción pueden conjugarse villancicos, romances, madrigales, en italiano, español, portugués, etc. Creada para divertir a los cortesanos y ejecutada principalmente en los palacios, llega a las Américas y se ajusta a este nuevo contexto. Lo que implica que salga de los muros palaciegos y se popularice en la ciudad; es ejecutada y readaptada a otras lenguas (indígenas, africanas) y se enriquece con contratiempos y síncopes africanos. También suma el sonido de percusiones y campanas, se vuelve baile. Cada género musical venido desde la Península Ibérica, ya fuera villancicos, romances, zarzuelas, folías o zambras, entre otros, se somete a este nuevo laboratorio. 

España, desde el inicio de la colonización, se concentra en transmitir a estos nuevos pueblos, no solamente su religión o sistema político y administrativo, sino también sus complejos, sus traumatismos, sus convicciones.

Las primeras grandes fiestas musicales y dancísticas del nuevo mundo son las representaciones de «Moros y cristianos». Una historia eminentemente española interpretada en el nuevo mundo por indios y africanos, pero que sirve como excusa a estas comunidades subyugadas para yuxtaponer la interpretación de su propia historia. 

Pero si bien en las Américas los relatos y la comprensión de la historia venida de Europa asfixian la memoria de la historia anterior, estos nuevos componentes culturales, les permitirán expandir los territorios de su propia conciencia de pueblos.

El Siglo de Oro de España que se inicia en el siglo XVI, está plagado de poesía erótica que influye notablemente en la escritura de los romances que llegan a las Américas y que también se imprimen masivamente en forma de cancioneros. Versos bastante explícitos como estos de Góngora, figura influyente en las Américas: «Dígame, señora mía / ¿Cómo es ancho siendo estrecho? / Y ¿por qué, mirando al techo / es su fruta más sabrosa? […] ¿Por qué cuanto más le atapo / más se abre de contento?», deben despertar todo tipo de imágenes en comunidades donde el sexo no era un tema hablado y menos cantado.

La Inquisición no podrá extender su brazo hasta estos dominios, y menos podrá controlar las expresiones corporales, consideradas como lascivas, que se representan en los bailes africanos. No siempre en acuerdo con las políticas imperiales venidas de la península, las autoridades españolas impulsan las representaciones musicales, el perfeccionamiento de la ejecución musical entre indígenas y negros, y traducen a las lenguas vernáculas las letras españolas, buscando, con mediano éxito, filtrar el mensaje evangelizador.

Los indígenas y los negros se muestran hábiles para tergiversar el sentido de las palabras y darles otros giros a los versos, más adaptados a sus necesidades y gustos.

Si bien la lengua ha sido el arma de conquista más eficaz, los españoles no cuentan con los medios ni tampoco con la voluntad de censurar la evolución del idioma, que dejará de pertenecerles en exclusividad.

 España es afirmación y negación: el imperio descubre maravillado el rostro de su propia identidad, materializado a través del nuevo mundo. No obstante, rechaza la existencia de una historia donde ellos están ausentes. La negación de la otredad les impide ver que están tratando con culturas e individuos venidos de un mundo diferente al suyo, más acerbamente los africanos, que arrastran penas tan hondas que son inaccesibles para quienes no las hayan sufrido. El blues no podía venir de otra parte. 

Cuatro

La música en las Américas desde el inicio es eminentemente popular. Su característica primordial es su capacidad de improvisación. Como en la tradición española, se canta a Dios, pero también se componen canciones sobre la vida cotidiana.

Las letras de Juan del Encina o de Gil Vicente, exponentes de los romances españoles bien divulgados en el nuevo continente, son readaptadas según la inventiva local. «Más vale trocar», «Caldero y llave» o «Romance de Gerineldo» son éxitos en América.

Esta última, escrita por Joaquín Díaz, vivió una verdadera explosión global, pues era conocida tanto en las Américas y en España como en el norte de África, donde era difundida por los judíos expulsados de la península. Según el gran escritor cubano Alejo Carpentier, la famosa «Guantamera» tiene en esta canción a una de sus tatarabuelas. Gracias al castellano difundido en todo el continente y a la evolución de la música, la dimensión universal se alcanza relativamente rápido.

El acoplamiento exitoso entre el español y la música ratifica igualmente que los versos octosílabos son los que mejor cuadran para representar la sonoridad del idioma (un ejemplo: «Volver a los diecisiete», escrita por la compositora y cantante chilena Violeta Parra).

 La musicalidad de una lengua acostumbrada a escribirse como el español, fogueada con instrumentos diversos, heredera de múltiples culturas, se prestaba perfectamente como instrumento didáctico para dotarle de un sentido emocional y vivencial a la música del nuevo continente.

La música existía antes de la llegada de los españoles, pero tenía una significación diferente, más próxima a la representación que podía tener la pintura. La presencia de instrumentos más viejos en la época prehispánica se encuentra en Caral, Perú, donde hay una colección de treinta y dos flautas traversas hechas en hueso de pelícano o de cóndor, enterradas cuidadosamente, prueba del valor que se les atribuía.

Ciertos tambores eran decorados con pictogramas o cubiertos de piel de animales venerados, como el puma. 

Hay poca información sobre la música prehispánica, pero se sabe que era mayoritariamente pentatónica, y había una ausencia de semitonos, como afirmara el cronista peruano Inca Garcilaso de la Vega.

Se dice que antes de la llegada de los conquistadores, en Perú se estaban creando trompetas en plata y cobre. También se sabe con certeza de la existencia de tambores en las culturas precolombinas (uno de ellos es el teponaztli o tun, proveniente de Mesoamérica), donde los instrumentos eran parte de los rituales cosmogónicos de estas civilizaciones ancestrales. El único instrumento de cuerda que se conoce es la caramba, proveniente de América Central, particularmente de Honduras, donde todavía es tocado en el interior del país.

El término música en sí es una aportación española; para los pueblos indígenas y africanos significaban cantos, rituales, danzas. También eran medios depositarios de la memoria, como lo hacían los indios caribes, de donde destacan los areitos, o comunicación con los dioses como se vive en la religión yoruba, extendida a lo largo de las islas del Caribe, Brasil y otros países del continente.

Escribir canciones en versos octosílabos sigue siendo la mejor manera de crear música popular que se integra en el repertorio y la memoria de los pueblos. «La Llorona» o «Guantanamera» son, entre muchos, ejemplos representativos.

Estas composiciones se pueden alternar con frases más cortas, refranes, onomatopeyas, exclamaciones; la rima puede variar, pero la cadencia de las ocho sílabas se conserva. Escribir en octosílabo ayuda a expresar una opinión, una idea o un comentario personal. Estas formas de versificación, se conjugan mejor cuando se acompañan de ingenio, de un vocabulario florido y una capacidad para la improvisación. 

Después de cinco siglos, los géneros musicales en las Américas mantienen los mismos principios fundadores: el amor, la traición (casi siempre desde la perspectiva masculina), el arraigo, la soledad, las penas del corazón, las ausencias, el erotismo —y en algunos casos, la pornografía—, así como la exaltación de figuras que entran a la historia en tiempo presente. Hernán Cortés, Francisco y Gonzalo Pizarro, Lope de Aguirre, por citar a algunos de los conquistadores más conocidos, fueron temas de romances escritos en América, casi siempre por manos españolas. En estas canciones, los héroes eran figuras admiradas, pero también podían ser víctimas de la ironía. Al leer ciertas letras e identificar los mensajes escritos con la fineza de una pluma que sabe conservar el arte, rechazando la obviedad —algo que se sí se ha perdido en la actualidad— descubrimos valores, ratificamos que no todos los españoles eran iguales, que muchos debían estar ahí porque no tenían otra opción, o porque las circunstancias los habían orillado a salir de su país.

Si dibujamos una línea recta desde la aparición del romance encontraremos que en el mismo tramo donde inició su camino, después aparece el corrido mexicano, y que los Cortés y los Pizarro, fueron sustituidos por los Morelos, los Zapatas y luego, los narcos.

Lo mismo se puede ver en otros repertorios musicales, donde se relatan las proezas de figuras de la revolución cubana.

Sin embargo, el aspecto dominante será siempre la pasión, los dramas de amor imposible, el adulterio, el incesto, las diferencias de clase. 

De las canciones renacentistas de Juan del Encina, al son y los boleros del trío Matamoros (autor de la canción «De donde son los cantantes» y «Lágrimas negras», entre muchas otras) hay casi cinco siglos de distancia y aunque las melodías evolucionaron significativamente, las letras y las temáticas siguen dejando claro el parentesco.

Una vez que el embrión de la identidad musical ya se gestó, será más fácil, en el siglo XVII, reconocer el aporte de los bailes y los ritmos africanos. Los esclavos negros (el grupo social que más encarna la expatriación y la nostalgia) reconstruirán los recuerdos de sus religiones y sus costumbres en forma de instrumentos con el único modelo de su memoria. De igual manera, dejarán fluir libremente su talento histriónico, su ritmo, sus capacidades de ejecución y composición, rompiendo en muchos casos las cadenas de las castas y las clases sociales.

Ser músico es para indígenas, negros, mulatos y mestizos una manera de obtener prestigio, de ganar libertades, de hacer su vida más tolerable. Sin embargo, una y otra vez, verán su talento expuesto, pero nunca realmente reconocido.

Hay que precisar que la danza es la que se baila en los salones, la que se institucionaliza en las altas sociedades mientras que el baile es propio de carnavales y ceremonias de las confraternidades africanas e indígenas.

La danza europea no resistirá a los poderes de los bailes. Sus efectos liberadores vencerán las etiquetas que los consideran vulgares e impíos. Este efecto liberador tiene la capacidad de incursionar en regiones donde la danza no llega: el baile, interpretado por los negros, los mulatos y en cierto sentido también los indígenas, es arte en esencia total porque hace desaparecer el cuerpo para hacer viajar a la mente y los sentidos. Si bien el bautizo puede ser la prueba de su cristiandad, cuando bailan regresan a sus creencias, transitan los caminos de su cosmovisión denegada para sellarla a su regreso con la prueba del sudor y el movimiento. El cuerpo habla y susurra despecho, pasión, sexo, dominación, lujuria, sufrimiento, cansancio, amor, viajes al más allá.

Es el siglo XVII, pero el tango, la salsa, la cumbia, la samba, etc., ya se perfilan. La diferencia etimológica y social entre danzar y bailar es clara y está ahí, expuesta, para quienes quieran pasar de una a otra.

Las rutas de la música y el baile son las mismas de los galeones que atraviesan el Atlántico. Las naves transportan instrumentos y transportan también esclavos. Desde Andalucía, con una parada en Canarias, los barcos se conectan con Cabo de Vela en Panamá, Cartagena en Colombia, Buenos Aires, otra línea va a Puerto Rico, República Dominicana, Cuba antes de llegar a Veracruz, Campeche, Yucatán o Portobelo en Panamá.

Y un Caribe andaluz. Cuba, una isla bendecida por la fusión de culturas, será el primer puerto de entrada de las vihuelas, venidas directamente de Sevilla en 1529. Se consolidará también, en los siglos venideros, como el centro de gravitación de la música y el baile en América Latina. No resulta exagerado decir que esta isla significa para la gestación y la evolución de la música y la danza en el continente lo que Grecia a la filosofía y el arte en Europa. Una cuna que merece ser removida con «Rapsodia cubana» de Ernesto Lecuona. 

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