Vitoria, País Vasco, 1961. Su libro más reciente es Un réquiem europeo (Páginas de Espuma, 2024).
1
Había una vez un hombre bueno y un hombre malo.
Todas las mañanas el hombre bueno se meaba en el jardín del hombre malo.
2
Había una vez un hombre bueno y un hombre malo.
Todas las mañanas el hombre bueno escupía en el parabrisas del coche del hombre malo.
3
El hombre bueno y el malo vivían en la misma ciudad. Eran casi vecinos.
El hombre malo había seducido a la mujer del hombre bueno. De eso hacía un año.
4
El hombre bueno se levantaba cada mañana con la idea de hacer daño al hombre malo. Su rostro amanecía trastornado; en sus ojos, la violencia irradiaba.
5
El hombre bueno había sufrido muchísimo. Sufría aún.
A pesar del tiempo transcurrido.
6
El hombre malo se levantó durante meses cada mañana pensando en su encuentro con la mujer del hombre bueno. Un brillo de malicia y felicidad se distinguía en sus ojos.
Pasaba con su coche. Una de las ruedas hacía brincar la tapa de la alcantarilla. Ella con esa señal convenida se volvía loca.
7
En aquella ciudad vivían un hombre bueno y un hombre malo. Su suerte era diversa.
El hombre bueno, por diferentes razones, había acumulado una aceptable fortuna. El hombre malo poco menos que vivía al día.
8
En aquella ciudad, todos los días un hombre orinaba en el jardín de su vecino.
Mientras lo hacía, los dones admirables de las flores, los arbustos, los árboles junto a la verja se volvían maravillosos a la claridad creciente y tímida del alba.
9
El hombre malo había seducido a la esposa de su vecino, una mujer hermosa y orgullosa de serlo.
Quien siempre había estado provocándolo; desde que supo que ocupaba la casa que distaba de la suya menos de doscientos metros. Ella lo saludaba en la acera, desplegaba sus ademanes mejores, soltaba la risa con ocasión de un simple comentario. Una mañana le pidió unas monedas para una compra urgente y le dijo que iría a devolvérselas: muy pronto.
Aunque a aquel hombre (malo) le bastaba un solo gesto para sentir la provocación.
10
Había una vez en una ciudad cualquiera un hombre bueno y un hombre malo.
Todas las mañanas el hombre bueno se meaba en el jardín del hombre malo. Era infeliz.
Era realmente infeliz. Algunas noches…
11
En aquella ciudad, tampoco el hombre malo parecía dichoso. Con los años, su esposa se había convertido en una mujer vulgar. No sentía que sus hijos lo quisieran mucho.
Algunas noches, hacía crucigramas en el sofá antes de acostarse.
12
El hombre bueno perdonó de corazón la infidelidad de su esposa.
Ella le prometió que había sido un desliz; le aseguró que lo quería, que no volvería a suceder. Sin embargo, él supo íntimamente que el hilo que los mantenía unidos ya se había roto.
Y no por culpa suya, ni de ella. Más allá de sus voluntades, se había roto. Sin más. Y no existía ninguna manera de repararlo.
13
El hombre bueno orinaba cada mañana en el jardín de su vecino, con audacia, con rencor y una pizca de alivio, seguro de no ser descubierto. Luego escupía: dejaba una señal sucia en el limpiaparabrisas de un coche. Mientras la luz del sol embellecía lentamente todos los rincones de la ciudad.
De ninguno de los dos actos se sentía orgulloso. Era un hombre razonable.
Ninguno le proporcionaba tampoco la menor alegría.
14
El hombre bueno, algunas noches, imaginaba el hilo que lo había unido a su mujer, partido.
Se comprometió a que, si ella lo traicionaba de nuevo, no se conformaría con orinar en el jardín o escupir en el coche de aquel hombre. Cometería una acción más grave. Mucho más grave.
Estaba dispuesto a intentar matarlo.
No a matarlo; a intentarlo. Hacer algo que pudiera ocasionar su muerte. Disparar sin apuntar a la cabeza (sabía cómo conseguir un arma); o arrojarle desde lo alto un objeto pesado: una piedra, un tiesto, una herramienta.
15
El hombre malo sólo había sido una vez infiel (por así decirlo) en su matrimonio durante aquellos casi treinta años, con aquella vecina. Juzgó que no era un buen marido, ni un buen padre, ni siquiera un buen trabajador.
Pensó que quizá sólo como amante sería aceptable. Durante aquellos días clandestinos, hicieron el amor como adolescentes, rejuvenecieron, se contaron la verdad de sus vidas sin reservarse nada, ni las culpas. Conversaban y se amaban; se amaban y se comprendían. Vivieron rabiosamente felices. Clandestinos.
16
El hombre bueno pensaba de sí que tenía la bondad de los burlados. La bondad mansurrona de la tontería.
Bobo y bueno: se parecen, pensaba afligiéndose.
17
El hombre malo se creía el más listo fumando boca arriba, mientras ella le daba y recibía calor fundidos todavía como un solo cuerpo entre las sábanas. El rompecabezas le presentaba su figura más dichosa.
Ella soñaba mundos que no había vuelto a visitar desde que se uniera a aquel marido suyo. Desde que dejó de ser la mujer inexperta, a la que ya no se parecía en nada.
Ella sentía que aquel hombre le devolvía una oportunidad que, de alguna forma, había extraviado.
18
El hombre bueno se enteró de casualidad. Un compañero de trabajo le contó que los había visto abrazándose a la salida de un motel.
Se sintió tan idiota que hubiera querido tomar la sobredosis de un tranquilizante y acostarse.
A esperarla.
19
Cuando la mujer del hombre engañado empezaba alguna vez con sus dudas, el hombre malo desviaba la cuestión. No quería ni oír hablar de implicaciones morales. Simplemente no creía en ellas, se justificó. No existe la moral, no nos incumbe. Sólo hay dos opciones, que son excluyentes: el miedo o la determinación.
Ella lo dejaba razonar y se mecía al vaivén de sus ternuras.
20
¿Por qué poner en peligro su felicidad recién descubierta? Mientras pudieran, debían vivir en ella.
Pues la desgracia se había apoderado de la ciudad, del país, del mundo entero. Cada cual se encerraba en su pequeña cárcel para volverse infeliz. Quizá también a ellos les llegase la hora de regresar a sus cuatro paredes.
Mientras que, en aquel cuarto de alquiler, fulguraban.
21
El hombre bueno habló con su mujer. No armó ningún escándalo; tampoco le hizo chantaje con el dinero. Si soy bueno y bobo, lo aceptaré; lo seré hasta las heces.
Ella lloraba. Quería, no podía, no sabía explicarse. Todas aquellas escenas en el cuarto del motel de inmediato se desplomaron.
Una mujer, un hombre. Tratando de conversar.
Una esposa y su marido con la luz encendida de la habitación, sin haber cenado, a la una de la madrugada.
22
Ella logró explicárselo a su esposo. La lista interminable de incomunicaciones y errores. Debilidad por ambas partes. Ceguera. Una historia de sentimientos perdidos.
En algún momento, él no aguantó los nervios. Estalló un vaso contra un cuadro, tiró una lámpara. Gritó: soy bueno, ¡no estúpido! La sujetó por el cuello de la blusa. Me haces daño. No la soltaba. Te digo que me haces daño. Con los nudillos rozando le hizo saltar un poquito de sangre.
23
El hombre malo tuvo un presentimiento. La telefoneó dispuesto a colgar si lo cogía él. Hizo un segundo intento, un tercero, un cuarto… Mintió a su mujer. Una quinta llamada cerca de la medianoche. En medio del drama nadie levantó el aparato. No se veían todas las ventanas de su vecino desde las suyas. Saco la basura, dijo como excusa.
Rodeó la casa, la luz en la ventana alta clareaba las cortinas; los vio como dos dioses griegos que dirimían desde allí el destino de un héroe.
24
Esa noche el hombre malo se abrazó a su mujer. Corrieron lágrimas por los ojos de ambos.
Y le pidió amor.
25
Había en una ciudad un hombre malo y uno bueno.
26
Naturalmente, ninguno se refería al otro de esa manera. (Se lo habrán imaginado.) Evitaban nombrarse, evitaban encontrarse.
27
El hombre engañado decidió tomarse un tiempo de reflexión. Como seres civilizados, sensatos. Ella coincidía; no acataba simplemente una decisión de él.
Un tiempo para pensar siempre es bueno. (En vez de la solución impulsiva.)
Para sopesar las cosas. Para ver de cada caso su pro y su contra. Para los cálculos.
28
Durante aquellos días el hombre malo se desesperaba. Apenas conseguía hablar con ella. El barrio se había vuelto cómplice del marido; a la mujer le faltaba el color de sus emociones.
Cuando se encontraban, ella hablaba poco y con susurros, a punto de llorar. No sabía explicarse.
El hombre malo le preguntó: ¿Ya no me quieres? Que ahora no era igual. Que sí, todavía. Que todo había cambiado. Que esperase.
29
El hombre malo temía que su vecino fuese contra él. No era sólo un hombre con una considerable presencia física; tenía dinero, influencia quizá.
El tiempo transcurrió. No sucedió nada.
El hombre bueno deliberaba en su corazón. También el hombre malo deliberó con el suyo.
Poco a poco los ojos del barrio volvieron a cerrarse.
30
El hombre malo empezó a ser más cuidadoso en el trato con sus hijos. Decidió que los cuatro cenarían juntos, sin televisión. Había mucho que contarse. Aunque al principio costara por falta de práctica; luego la comunicación fluiría entre ellos. Se sentirían mejor consigo mismos; más amorosos unos con otros.
Me gusta lo que estás intentando, le dijo su esposa. Te quiero.
Voy a rehacer esta familia.
Si ya somos felices, le contestó la esposa. ¿Estás llorando…? Pero cariño.
31
El tiempo pasó, efectivamente. Para un hombre y para el otro. Para una familia y para la otra. El tiempo se regala así.
Los amantes ya no coincidían.
Tampoco coincidieron los dos hombres. Algún domingo, como mucho, al volver del periódico y el pan, o de hacer ejercicio.
El hombre bueno y el hombre malo se repartieron el tiempo, el barrio, la ciudad misma. La calle pertenecía a uno o al otro. Pero nunca a ambos a la vez. Acaso parecía más desierta (hablando en general).
32
Esta historia no tiene fin. Ustedes se dan cuenta.
Siempre quedan huellas: en él, en ella, en su marido, en la mujer ignorante. Te he traicionado. Seremos felices. Perdóname. Olvídate de mí. No me llames nunca. Me gusta tanto que trates así a tus hijos.
¿Te puedo preguntar si eres feliz?
33
El hombre bueno salvó el matrimonio del hombre malo.
Y se salvó a sí mismo. ¿No?
El hilo roto. El hilo reparado. El hombre malo ayudó a que la esposa infiel volviera con su marido.
Para que el tiempo avanzase en aquel lugar.
34
¿Quién cuenta una historia que no concluye? ¿Quién puede rastrear sus huellas?
35
Digamos entonces algo para acabar.
Un hombre todas las mañanas orina en el jardín de sus vecinos. Y cada día escupe en el parabrisas de su automóvil.
Hay otro hombre que guarda silencio.