Los dueños de la alborada / Renata Correia Botelho

 

I
Llego a Achadinha y me acuesto sobre el piso caliente. Dejo que la realidad, vivaz y simple, se apodere de mí, de mi respiración, de las sombras que me habitan. Que se van instalando con dulzura en cada pedazo de piel. Entonces van llegando los gatos, uno por uno, con pisadas cautelosas. Miro en sus ojos la ternura del reencuentro, hasta en aquellos que nunca puedo acariciar, porque su libertad y su fiereza no aceptan mis manos temerosas. Nunca, como ellos, fui capaz de atravesar sin miedo la oscuridad. Nunca, como ellos, apunté con las garras al miedo, arañando de valor la noche profunda. Algunos no me perdonan esa debilidad, mi ser excesivamente humano, y tienen toda la razón. A ésos nada más les pido, en voz baja, que me presten al menos un rasguño de su presencia. Les doy bocados de comida y agua fresca. Por el suelo, por las escaleras, por el tejado. Vienen y van, en un silencio-poema, mirando, serenos, mi ansiedad.

II
Poco en la vida me conmueve tanto, desde niña, como la verdad de los animales. La verdad entera de ser exactamente lo que son, corazones limpios alumbrando la palidez del universo. Desnudos, sin telas que oculten su cuerpo ni máscara para disfrazar su existencia. Vestidos sólo con la asombrosa grandeza con que pisan la tierra, con que se protegen de la lluvia entre los pinos, con que se pasean sobre el infierno, creando el día. 
Crecí encontrándolos y perdiéndolos. Disfrutando su presencia como una ventana abierta al mar. Llorando su ausencia cuando mañana se vuelve una palabra insoportable. Crecí descubriendo en ellos aquel aliento de las madrugadas que sólo la poesía y los animales pueden expresar. Fundiendo, sin ninguna distancia, mi vida en su vida. Perros, gatos, caballos, burros, pajaritos de todas clases, tortugas, grillos, caracoles, babosas, mariposas, bichos sin fin. Sin embargo, nunca aprendí como ellos a ver más allá de los ojos, ni a amar más allá del amor, ni a leer más allá de las líneas que mis manos torpes recorren. Soy gente, nada más. Sólo gente. Asustadiza, medrosa, quebrada, descontenta, sin saber, como ellos, tomar con valor el delgado hilo de la vida. Gente, demasiado gente.

III
Tan imperdonablemente gente. Porque, aunque nos separen muros de fuego, imperdonablemente gente como esa gente que los pone en el carro, se dirige a la carretera más lejana, les avienta una pelota de colores y arranca, malvada, a toda velocidad. Gente como la odiosa gente que los golpea, con una deslealtad sin nombre, envidiosa de su valentía. Gente como esa gente, de manos inmundas hasta los huesos, que se divierte en plazas redondas con la sangre que mana sobre la arena. Gente como esa hedionda gente que, después de las oraciones domingueras, se dirige desalmada a los campos, fusil en ristre, a derribar cada vuelo de ala.
Cada vez es más difícil perdonar la crueldad de ser gente.

IV
Simpatizar con los animales, amarlos ferozmente por encontrar en ellos un extraño abrigo contra el frío de existir, es tal vez lo que aún me permite dormir cada noche que llega. Pero es también herida abierta, punzante, camino doloroso, inquietud perenne, duelo sin tregua, balsa lanzada a la tempestad tratando de rescatar del abismo el poema blanco del alma.
En Achadinha, acostada en su piso caliente y engastado de huellas, es donde más pienso en el mundo. Donde intento, durante un instante de calor, perdonarlo. Es Achadinha quien me hace pensar que puedo aún creer en él —como quien cree en las hadas, en los ángeles y en las rosas, en una luz solitaria, casi música, casi silencio, a la que llamamos dios. No el dios de la Biblia, que no sé dónde reside, sino el que protege la alborada. Porque ellos lo conocen, porque con él dominan cuando la primera luz aparece.
Dios nos abandonó hace ya mucho tiempo. Nos dejó sin cielo.
Vive ahora silencioso entre las huellas de que está hecho el suelo de Achadinha.
Y yo lo siento perfectamente, cuando recuesto ahí mi cuerpo quebradizo, mirando ansiosa a los gatos-poema, que vienen y van, protegiendo este cansancio de ser gente.

Versión del portugués de Blanca Luz Pulido

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Os donos da alvorada

I
Chego à Achadinha e poiso o corpo sobre o chão quente. Deixo que a realidade, vivaz e rasa, tome conta de mim, da minha respiração, das sombras que me povoam. Que se vá instalando com doçura em cada pedaço de pele. Nisto vão chegando os gatos, um a um, em passadas cautelosas. Percebo nos seus olhos a ternura do reencontro, mesmo naqueles que nunca consigo afagar, porque a sua liberdade e a sua bravura não consentem as minhas mãos temerosas. Nunca, como eles, fui capaz de atravessar destemidamente o escuro. Nunca, como eles, apontei as garras ao medo, riscando de coragem a noite funda. Alguns não me perdoam essa fraqueza, esse meu ser excessivamente gente, e têm toda a razão. A esses apenas peço, em surdina, que me emprestem, de viés, um raspão da sua presença.
Deito-lhes bocadinhos de comida e água fresca. Pelo chão, pelas escadas, pelo alpendre. Vêm e vão, num silêncio-poema, fitando, serenos, a minha ansiedade.

II
Pouco na vida me comove tanto, desde criança, como a verdade dos animais. A verdade inteira de serem exatamente o que são, corações limpos alumiando a palidez do universo. Nus, sem panos a mentir-lhes o corpo nem máscara a fintar-lhes a existência. Trajados apenas da espantosa grandeza com que pisam a terra, com que se abrigam da chuva entre pinheiros, com que passeiam sobre o inferno, semeando o dia. 
Cresci a encontrá-los e a perdê-los. A exultar a sua presença como uma janela aberta para o mar. A chorar a sua falta quando amanhã se torna uma palavra insuportável. Cresci a descobrir neles aquele alento das madrugadas, que só poesia e animais são capazes de dizer. A fundir, sem qualquer distância, a minha na sua vida. Cães, gatos, cavalos, burros, passarinhos de toda a espécie, tartarugas, grilos, caracóis, lesmas, borboletas, bichinhos de conta. Nunca, porém, como eles, aprendi a ver para além dos olhos, nem a amar para além do amor, nem a ler para além das linhas que as minhas mãos baças percorrem. Sou gente, apenas. Só gente. Assustadiça, medrosa, quebrada, descontente, sem saber, como eles, segurar com ousadia o fio estreito da vida. Gente, tão demasiado gente.

III
Tão imperdoavelmente gente. Porque, ainda que muros de fogo nos separem, imperdoavelmente gente como aquela gente que os coloca no carro, ruma à mais distante das estradas, lhes atira uma bola colorida e arranca, facínora, em marcha veloz. Gente como aquela odiosa gente que os açoita, numa deslealdade sem nome, invejosa da sua valentia. Gente como aquela gente, de mãos imundas até aos ossos, que se regozija em praças redondas com o sangue a jorrar sobre a terra batida. Gente como aquela hedionda gente que, cumpridas as rezas domingueiras, segue desalmada pelos campos, de caçadeira em riste, a abater cada golpe de asa.
Cada vez é mais difícil perdoar a crueza de se ser gente.

IV
Gostar de animais, amá-los ferozmente por neles achar um raro agasalho para o frio de existir, é talvez aquilo que ainda me deixe adormecer em cada noite que se põe. Mas é também ferida aberta, latejante, caminho magoado, inquietação perene, duelo sem tréguas, balsa lançada à tempestade tentando resgatar do abismo o poema branco da alma.
É na Achadinha, deitada no seu chão quente e cravado de pegadas, que mais penso no mundo. Que tento, por um instante de calor, perdoá-lo. É a Achadinha que me faz crer ainda nele – como quem crê nas fadas, nos anjos e nas rosas, numa luz solitária, quase música, quase silêncio, a que chamamos deus. Não o deus da Bíblia, que não sei onde repousa, mas aquele que cuida da alvorada. Porque eles o conhecem, porque com ele privam quando a primeira luz desponta.
Deus partiu de nós há muitos ontens. Deixou-nos sem céu.
Vive agora silencioso entre as pegadas de que se faz o chão da Achadinha.
E eu sinto-o perfeitamente, quando ali deito o meu corpo quebradiço, olhando ansiosa os gatos-poema, que vêm e vão, amparando este cansaço de ser gente.

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