Los dos abriles 1786-1992 / Martha Cerda

El 22 de abril de 1992, a raíz de las explosiones ocurridas en el sector Reforma de la ciudad de Guadalajara, salieron a la luz los documentos que se transcriben a continuación; excepto el final, datan al parecer de 1786, año en que la peste asoló la capital de la Nueva Galicia. Al no presentarse nadie a reclamarlos, se dispuso que fueran entregados al Archivo Municipal, o a El Colegio de Jalisco, para que se investigue su autenticidad. En espera de una declaración al respecto, se hacen del conocimiento público, a fin de aclarar su origen con la ayuda de los lectores. A reserva de que si se llegara a verificar que tales documentos tienen valor histórico, quedarán bajo custodia del Estado, ya que los presuntos propietarios de la finca
número 82 de la calle de Analco, de donde fueron rescatados los papeles, desaparecieron en el siniestro.

Atentamente,
El Editor

Uno a uno, seducidos por la peste, salieron de esta casa hijos y padres; amos y siervos; hombres y mujeres de este reino y del otro.
El penúltimo en salir fue mi señor, don Diego de Miranda, desafiando a la Providencia, que bien poco proveyó. Mi señor, que en gloria esté, vestido con jubón de terciopelo y medias de seda, fue acarreado, igual que Salomé, por dos jumentos que son los enviados del Altísimo. Ahora reposa junto a otros miles de necesitados de recuerdos. Porque los muertos necesitan de nuestros recuerdos para ir al cielo. Si nadie te recuerda, ¿qué importa la salvación?, me decía mi señor como un regalo a mis pocos años. Yo era hijo de Salomé, la cocinera, a quien mi señor besó en la boca sin importarle beber la muerte de sus labios. Salomé, mi madre, murió enseguida y mi señor hizo lo mismo a los pocos segundos, no sin antes posar sus ojos sobre mi rostro, coronado de cabellos rubios, iguales a los suyos, e indómitos, como los de mi madre. Le devolví la mirada como un hijo a su padre, más que como un siervo a su amo: estaba a punto de convertirme en el dueño absoluto de la vida que quedaba en esta casa.

En otros días la vida se repartía entre todos. A mí me tocaba un retazo nada más de aquella vida que se desperdiciaba en placeres y ocios. Mi señora, doña Margarita, tenía como único deber reposar su escote en un lecho de encajes y peinar su cabello con aromas de Francia, para darle hijos a mi señor. Pero ni con eso, ni con los cocimientos de mi madre Salomé, ni con las limosnas a la Iglesia, pudo concederle un heredero a don Diego de Miranda que fuera digno de llamarse igual.
     Mi señor, caballero del rey, tenía unos testículos bien acomodados y un miembro de buena envergadura, que refocilaba en su mujer sin ningún fruto, como no fueran los reclamos que le hiciera a Dios por su débil vientre.
     En cambio Salomé, mi madre, sierva de Dios y de don Diego, paría un año sí y otro no. Sus embarazos coincidieron con el destete de Margaritina, Clarabella y Nicolás. Yo, Salomón, fui el primogénito de esta mujer ladina que nunca se quejó de nada. Ni de mí, que le escupí la cara cuando la vi levantarse la enagua para recibir a don Diego. Me mandaron a la cuadra con las bestias, ahí lloré tres días mi bastardez sin probar ni agua, con lo que se fortaleció mi condición y nunca más volví a sentir pena de mí. Margaritina me rescató.

Era prieta y enjuta. Parecía que caminaba de lado empujada por la vergüenza. Tenía los dientes podridos y los ojos asustados. Saltaba cuando le decían: ¡Margaritina!, y no respondía. Se quedaba mirando a quien le hablaba en espera de que la condenaran a muerte. Tenía los mismos labios de don Diego y las mismas cejas, tal cual si la hubieran injertado de indio y español. Quizá por eso nació avergonzada y no se le quitó hasta que las dos aureolas de su pecho se redondearon y apuntaron hacia delante. Fue como si Margaritina se hubiera despertado de repente para arrebatar la parte de vida que le tocaba, antes de que alguien se la quitara. Y desde ese día mi hermana utilizó sus tetas como dos sables ante los que sucumbió más de un Diego. Apenas llegaba a los trece años, empero, parecía tener concentrada toda la sabiduría de las viejas cortesanas. La primera vez que la hice mía tuvieron que desprendérmela entre dos hombres y poco faltó para que me mutilara.
Corría el año de 1785, la peste aún no se declaraba en todo su apogeo, aunque era un secreto a voces bien guardado por las autoridades y evadido por las damas y caballeros de la corte. Mi señor, don Diego, buen cuidado tuvo de no alarmar a doña Margarita con una calamidad así. Ella, que guardaba hasta la última gota de sangre de su última luna, por el temor de que fuera la última vez que manchase sus ropas, no resistiría una mala noticia más. Le bastaba con pensar día y noche en que la fuente de vida que llevaba en el vientre se estaba secando, junto con la esperanza de la maternidad, la fidelidad y la felicidad. El hombre necesita descendencia, decía doña Margarita, viendo el vientre abultado de Salomé, a quien casaron con Benito el impotente cuando iba a darme a luz. Decían que la comadrona me resucitó, a petición de don Diego, porque nací muerto, y que Salomé creía que era castigo de Coatlicoe por aparearse con un blanco. Y sí ha de haber sido, porque todos los hijos le nacieron igual y a todos hubo que resucitarlos. También dicen que ella apretaba las piernas cuando íbamos a nacer para que no saliéramos y nos asfixiáramos adentro de sus carnes. Pero no las apretaba cuando don Diego nos metía en su vientre, después de tratar inútilmente de meternos en el de doña Margarita, quien siempre estaba de piernas abiertas esperando a su señor. Fuimos, pues, hijos de segunda mano.

Los frascos con la sangre coagulada, seca o engusanada de las lunas de doña Margarita, rotulados de su propio puño y letra, estaban en un baúl, junto a sus sábanas de lino bordadas con su monograma. Doña Margarita gustaba exhibir de vez en cuando las sábanas manchadas por ella misma, como prueba de sus bondades. Colgadas del balcón, le recordaban aquella primera noche en que había perdido la virginidad. Aunque luego dijera que no la había perdido nunca y que ésa era la causa de que fuera estéril. Doña Margarita se paseaba entonces por los corredores de la casa como Dios la echó al mundo, para mostrar sus carnes vírgenes, hasta que Salomé la envolvía en una manta y la calmaba con uno de esos cocimientos que doña Margarita decía que la estaban envenenando. Su pedazo de vida era demasiado resbaladizo y se le soltaba a doña Margarita con mucha frecuencia, para volverlo a agarrar cada vez con mayor dificultad. A lo único que se aferraba era a aquellos frascos que destapaba y olía mes a mes y que estrellaba contra el suelo cuando veía la señal: la sangre se derretía cuando Salomé era preñada. Margarita se enteraba primero que ella y no daba gracias al cielo por el prodigio, sino que gemía y se rasgaba las ropas. La última vez, cuando Salomé concibió a Nicolás, a doña Margarita se le fue para siempre la rienda de la vida de sus manos.

Yo me quedé con la porción de vida que le correspondía y que ella no iba a aprovechar. Comencé a vestir casaca de lana y sandalias de piel y a gozar de los favores de mi señor.
     La peste iba extendiéndose de ciudad en ciudad, pero pasaba de largo por nuestras puertas. Era más fuerte nuestro humor que el suyo, decía Benito, que gustaba de retar a la suerte. Sería porque a él le había tocado la peor, la del cornudo. Salomé lo maldecía por su condición de encubridor de oficio, pero él a mí me trataba como un padre a su hijo y veía en mí lo que la naturaleza le había negado: yo crecía en proporciones desmedidas de la cintura para abajo, y eso significaba vida. En poco tiempo acaparé gran parte de la que los otros no usaban. A doña Margarita pude haberle hecho hijos si hubiera llegado antes de que se le agotara la sangre. La tenemos medida, decía Salomé, mi madre; y a Margarita se la habían racionado. Empero, estoy seguro de que algo cambió en sus entrañas, gracias a mí.
     Don Diego la había repudiado a raíz de su obsesión de ponerse cojines en el vientre durante nueve meses, al término de los cuales se retorcía y gritaba de dolor. Salomé le arrimaba un lío de trapos, que doña Margarita amamantaba y mandaba bautizar. Hubiera sido una buena madre para mis hermanos y para mí, no como Salomé, que tenía tetas nada más para él.

Margaritina parió su primer hijo a los trece años. La peste nos asediaba a los dos y teníamos que darnos prisa para no desperdiciar la vida que nos quedaba. Diariamente oíamos pasar a los frailes que recogían los cadáveres de los apestados. Se anunciaban con una campana que prendía fuego a las partes de Margaritina. Ella dejaba lo que estuviera haciendo para ir a buscarme. Nos amancebábamos en cualquier rincón, sin importarnos quién mirara. Los ojos de Benito se prendían a mi cuerpo casi con la misma fuerza que Margaritina, de la que no podía zafarme hasta que ella quería. La peste nos espoleaba las intimidades y nos urgía a escapar de la muerte juntando una vida a otra. Pero Margaritina heredó a su madre: su vida y mi vida sólo engendraron muerte.
     El niño nació con la peste. Dicen que ella la traía por dentro y se la pasó a la criatura. Lo cierto es que Margaritina se deshizo del cuerpo y siguió gozando de mí y de don Diego, quien nos descubrió y se unió a nosotros. Yo lo dejé hacer, empero, juré vengarme en doña Margarita, lo único que él tenía. Entré en sus aposentos; ella creyó que iba a pasar la noche a su lado, como hiciera tantas veces desde que don Diego la repudiara, mas en lugar de meterme a su cama le arranqué el cojín. No pudo defenderse, ni siquiera gritar. Me miró de frente por un segundo y supe que me había estado engañando; nunca estuvo loca hasta entonces. Debajo del cojín tenía el vientre abultado, la sangre de los frascos estaba fresca y no era por Salomé. El hijo era mío, no podía ser de nadie más, y mi señora lo perdió por mis arrebatos. La sangre corrió por sus piernas y tiñó sus sábanas, que fueron exhibidas como trofeo. Doña Margarita se vistió de luto hasta su muerte y no volvió a hablar con nadie, ni con el fraile que la confesaba.

Se llamaba fray Antonio y a diario recorría las calles en busca de menesterosos. El hambre había azotado la ciudad después de grandes sequías. Mi señor acudió al llamado de don Eusebio Sánchez Pareja, presidente de la Audiencia, para formar una junta de socorro. A su regreso lo vi abatido. Es muy difícil servir a Dios y al Diablo, dijo. Yo entendí a qué se refería: afuera de nuestra casa él era uno de los honorables de la ciudad, presto a dar ayuda a los necesitados. Mas el respetabilísimo don Diego de Miranda no tenía quién viera por él. Salomé era su criada, igual que yo, que no me atrevía a mirarle a la cara aunque compartiéramos el mismo lecho y amáramos a la misma mujer. Porque eso era adentro, muy adentro de nosotros. Por encima él era blanco y nosotros no. Salomé era más que mulata. Había sido esclava y don Diego le dio en regalo la libertad cuando nació Nicolás. Quizá por eso fue el último. Después de él, Salomé usaba su libertad para sacarse los muchachos con las artes aprendidas de su abuela, una negra llamada Milagros. Mi señor, venido de España, no tenía a nadie más que a su mujer, de la que esperaba tener muchos hijos; y a nosotros, de los que no esperaba nada porque éramos su secreto. Nunca nos educó ni en su fe ni en sus costumbres. Antes bien, aprendió de nosotros a retozar a cualquier hora y en cualquier parte, sin parar en mientes si se trataba de la madre o la hija, con tal de que fuera hembra. Y cada vez le costaba más vestirse la casaca y salir a enfrentar a aquel mundo que no penetraba nuestras paredes.

Benito era el encargado de acarrear las provisiones. Iba hasta Zapotlán y volvía con cincuenta fanegas de maíz, veinte arrobas de manteca y suficiente frijol para no volver en mucho tiempo. Nos traía también las noticias que don Diego no nos proporcionaba.
     Un día dijo que habían expulsado de la Nueva España a los jesuitas. Nosotros no sabíamos quiénes eran, pero nos asustamos porque si expulsan a alguien de un lugar pueden hacerlo con cualquiera. A nosotros no nos veían con buenos ojos los pocos que nos conocían. Y era porque su vida y la nuestra eran muy diferentes. Yo lo comprendí por lo que hablaba don Diego cuando empinaba una botella tras otra. Entonces me decía hijo y me daba unos reales para mí solo y me contaba su vida en el reino. Lo que le había costado salir de allá. Acá sería el paraíso si no hubiera habido mujeres españolas, ni frailes, ni Audiencias, ni alcabalas, decía arrastrando las palabras. Estas tierras lo habían hecho rico y también desdichado. Su dios no le perdonaría la vida disoluta que llevaba. Y arremetía conmigo a golpes, para luego pedirme perdón y acabar con un cilicio que le llagaba las carnes hasta hacerlo sangrar. Yo dejaba de comprenderlo y me preguntaba por qué iba a castigarlo Dios por usar lo que Él le dio.

Clarabella fue la encargada de iniciar a Nicolás. Clarabella era la más parecida a don Diego, casi no parecía nuestra hermana. Doña Margarita hasta quiso llevarla al colegio para niñas de las monjas Clarisas, pero Salomé se opuso. Adentro de nuestra casa ella ordenaba y no había más Dios que el suyo. Doña Margarita, débil de coraje, no insistió y dejó que continuáramos viviendo a nuestro talante, mientras ella seguía asistiendo a misa todas las mañanas. Yo la acompañé en varias ocasiones antes de convertirme en su mancebo. Íbamos a la Catedral o a Santa María de Gracia. En una de esas salidas nos tocó ver un tumulto por haber matado a palos a una india en la alhóndiga. Decían que los autores eran un mulato y un mestizo. Fueron a pedir justicia al arzobispo, pero se hizo sordo y se armó un motín, que no hicimos del conocimiento de don Diego por temor a que nos prohibiera salir. Otro día nos aventuramos hasta la Alameda, no por vicio, sino porque perdimos el rumbo de nuestros pasos y fuimos a dar allá por escaparnos de unos rijosos. Yo tenía los mismos años que Nicolás cuando fue iniciado por Clarabella… tenía el nombre tan bien puesto que pronto desbancó a Margaritina de mi lecho.

Se acercaba el año de 1786. En la víspera, las campanas de Catedral batieron a vuelo y se escucharon cohetes en la Plaza de Armas. A pesar de las sequías y el hambre, el nuevo año traía la esperanza consigo. Yo cumplí dieciséis años ese día y empezaba a leer y escribir gracias a los buenos oficios de Benito, que era el puente entre afuera y adentro. Pronto me aficioné a los libros, los que combinaba con mis entradas y salidas de las hembras de mi casa. Los episodios de caballería eran tanto o más excitantes que ellas. A Margaritina y Clarabella siempre las había tenido junto a mí, ahora me daba cuenta de que existía algo más allá. Leí relatos del Puerto de San Blas, a sesenta y cinco leguas de Guadalajara. De Barra de Navidad, de Acapulco, de donde zarpaban expediciones que atravesaban la mar. Así como de regiones donde había oro y plata. Ahí, entre esas paredes, no había esperanza alguna. Si la peste no nos mataba, nos moriríamos de tanto fornicar; tenía que encontrar una salida. Por primera vez pensé en el dios que estaba coronado de espinas en la Catedral, el que decían que daba vida eterna. Durante mis visitas en compañía de doña Margarita, cinco años atrás, la vi llorar a los pies de su dios. Después lo había olvidado, al igual que don Diego, quien sólo lo invocaba cuando recordaba que podían matarlo por hereje. Me entró curiosidad y fui en busca de fray Antonio, el confesor de mi señora, para que me hablara de ese dios.

No lo encontré; en su lugar hallé caravanas de hambrientos y miserables que recorrían las calles y se apilaban en los atrios de los templos en busca de comida. La inmundicia y el hacinamiento provocaban violencia entre ellos. Y me vi reflejado en sus rostros. Se comportaban cual animales, como nosotros en casa de don Diego. No sé cómo pude vislumbrarlo, si me acuciaba ya la urgencia de la carne.
     Desanduve mis pasos con rapidez en pos de las profundidades de Clarabella. Al llegar la encontré entrepiernada con don Diego y sentí rabia. Deposité mi incontenible lujuria en Margaritina. Unos lamentos llamaron mi atención. Era don Diego, quien se mortificaba con el cilicio las carnes recién usadas. Hice lo mismo y sentí un nuevo gozo: cada latigazo me hacía revivir los momentos pasados junto a Margaritina, con mayor intensidad. Sí, ésa era la vía hacia la perfección de que hablaba mi señor.
     Poco a poco fui acostumbrándome a vestir el sayal que me regalara fray Antonio en otra de mis visitas, en la que había aprendido también a pensar en su dios como padre, el tercer padre de mi vida. ¿Sería como los otros dos?

Para averiguarlo me fui de la casa y no volví durante una semana, en la que me dediqué a socorrer a los enfermos y a trabajar con los desheredados. Caminé entre los muertos que manos anónimas sacaban al arroyo de la calle. ¿Cuántas veces habrían fornicado aquellos cuerpos hinchados por la muerte?, me preguntaba limpiando mis sandalias de las inmundicias que escurrían de ellos. Al séptimo día el sayal comenzó a picarme. Las esperanzas de escapar a la peste y el hambre se acortaban y los lutos se alargaban: dos años por muerte de padres e hijos; tres por la esposa; cinco por el marido; uno por los abuelos y hermanos, decía fray Antonio. Nunca se acaba de pagarle a la muerte, pensé. Lo último que hice, antes de convencerme de que mi naturaleza era perversa y no iba a cambiar, fue asistir al barrio de Analco al reparto de comida. Había dos mil indigentes vestidos con harapos, que como perros hambrientos esperaban su ración. Me vi dos mil veces repetido en cada uno de esos miserables, indignos de llevar un alma adentro. Con todos los instintos de fuera devoraban potajes con tanta fruición que me excité y me uní a ellos con un apetito voraz que se transmitió a cada uno de mis sentidos. Y regresé.
     Nada había cambiado. Yo también era el mismo. Quemé el sayal y gocé a las tres hembras de mi sangre, juntas por primera vez. Luego nos sentamos a esperar la muerte, disfrutando cada instante de la vida ante la mirada extraviada de don Diego y un Benito obnubilado e indiferente.

La primera en morir fue Margaritina, que no sé de quién esperaba otro hijo, tal vez mío. Lo que no le impidió retozar conmigo hasta el momento mismo de su muerte. Al sentir los dolores me separó de ella y cerró las piernas como Salomé. Tratamos de abrírselas, pero Margaritina, a pesar de su natural tan raquítico, resistió la presión de todos. Murió de parto, pero antes mató a su hijo, que no pudo salir del vientre de su madre ni después de muerta. Cuando le abrimos las entrañas, el producto estaba estrangulado.
     Sacamos el cuerpo a la calle con rapidez porque empezó a oler.
     Ya nada más quedábamos seis.

Al día siguiente, 19 de abril de 1786, Clarabella, que llevaba desde antes de Navidad sin comer nada, comenzó a ver al demonio y a gritar desenfrenadamente. No le hicimos caso hasta que nos dolieron los oídos a Salomé y a mí, porque Benito, don Diego y doña Margarita seguían en sus delirios, sin acatar la realidad: Benito con la vista perdida, murmurando por los rincones; doña Margarita, pulcra y elegante, sentada en un sillón de terciopelo, sin hablar; y don Diego, masturbándose.
     Salomé le preguntó a Clarabella qué veía, y ella fue describiendo a Satanás con tanta vehemencia que no dudamos. Entonces Salomé, para acallar sus gritos y darle un escarmiento que ahuyentara al maligno, le abrió la boca a Clarabella, le jaló le lengua y con el cuchillo que destazaba las gallinas, se la cortó. Si no te ha de servir para tragar, no la necesitas tampoco para gritar, le dijo. Y aventó el apéndice a los perros. Clarabella estuvo sangrando por la boca aún después de muerta.

Nada más quedábamos cinco. El 20 de abril de 1786, doña Margarita amaneció lúcida y bella. Abrió las cortinas de su cuarto y salió al corredor: las macetas estaban secas, las jaulas vacías y, en la cocina, Salomé dormitaba su remordimiento. Los peroles, llenos de cochambre por fuera y de inmundicia por dentro, esparcían fetidez, igual que don Diego, quien estaba pudriéndose en vida. Doña Margarita volvió a su cuarto y sacó del baúl sus mejores galas. Después de perfumarse, peinó sus cabellos en una trenza y empezó a vestirse: la pollera de encaje, las medias negras, el vestido de seda, el lazo de raso; el camafeo de nácar sobre la blusa y una capa de viaje. Se sentó en su sillón y toda ella se iluminó por dentro. Yo la veía de lejos sin atreverme a manchar su mirada con mi presencia. Un aroma de nardos llenó la casa antes de que volara por la ventana. Cuando salí a la calle estaba muerta, con una rosa fresca entre las manos. La sangre de sus frascos se había licuado, pero al tocarla se convirtió en ceniza.

Ya sólo éramos cuatro, una hembra y tres hombres bajo el falso cielo de aquella casa: rosetones de yeso en las cornisas y ratas correteándose por los pasillos.
     Las miradas se hicieron más desconfiadas; se afilaron los ojos, el otro éramos todos y cada uno y nos supimos muertos antes del alba.
     Don Diego, engusanado, cuidaba sus espaldas ante Benito y mantenía a distancia a Salomé. Yo les medía el tiempo. Faltaba poco en caer la noche como un abismo negro sobre nosotros. Y con ella la urgencia.
     A los primeros toques de las campanas, Salomé desató corpiño y enaguas y se montó en mis ancas. Yo tenía un cuchillo entre las piernas. Ella expiró de gozo. En el último instante, don Diego de Miranda, el hacendado, se acercó a besarla y se murió inclinado sobre su pecho. No pude separarlos y los tiré a la calle uno sobre otro.
     Benito recordó de su largo sueño. Era el 21 de abril de 1786 y estaba él solo junto a mi nombre: Salomón, me imploró, tú eres fuerte, dame una muerte digna, muerte de hombre. Mis ancestros me esperan, pero sin gloria no me atrevo a enfrentarlos. Y tomando un cuchillo de obsidiana, se rasgó las entrañas. Sácame el corazón, ponlo en una urna y llévalo al Teocalli.
     Lo hice con respeto, era mi padre y lo mejor de él era esa carne.

Regresé embozado entre las sombras, como una sombra más a esperar la muerte, que no fue el 22 de abril, como calculaba. Han pasado doscientos cinco años con trescientos sesenta y cuatro días de aquella fecha y lo único que he visto desde entonces son muertos copulando, muertos engendrando muertos…

 

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