En los tiempos actuales todo mundo corre. Corre el peatón para alcanzar el camión, para llegar a salvo a la siguiente esquina. Corren los automovilistas, toreando el tráfico, buscando llegar a tiempo —o al menos no tan tarde. Corren los días, uno tras otro, plagados de citas, compromisos, quehaceres. Corren los autores, buscando publicar sus libros. Corren todos, o casi todos. Fabio Morábito se toma su tiempo y se da el lujo de escribir, con calma, una novela. Para el escritor, el tiempo pasa en otro ritmo y los años se acumulan. Cinco, diez, quince. Hasta llegar a su ineludible destino: Emilio, los chistes y la muerte (Anagrama, 2009), primera novela de un autor que ya ha dado sobradas muestras de su oficio literario en el cuento, la poesía y el ensayo.
La novela presenta la historia de Emilio, un pequeño con una memoria prodigiosa y dos pasatiempos: memorizar los nombres de un panteón y buscar chistes. También está Eurídice, una mujer madura que recién perdió a su hijo y que encuentra en Emilio la reencarnación de éste. Con eso, Morábito (Alejandría, 1955) construye una trama donde el ritmo hace pensar que se trata de uno de sus cuentos. Pero no: es una novela.
¿Cómo te fue en esta primera incursión en el género?
Fue muy trabajoso. Es un libro que he escrito a lo largo de muchos años, casi quince. Siempre regresaba a él buscando la solución a muchos problemas que me planteaba la historia. Ha sido un trabajo largo, espaciado, alternado con otros libros. En quince años no me abandonó la historia, hasta que pude, por fin, terminarla.
¿Cuáles fueron esos problemas?
Tenía muchas trabas de tipo psicológico, sobre todo al tratarse de una historia centrada en la relación entre una mujer madura y un niño de doce años. Una relación que llega a tener para los dos un significado distinto, pero muy intenso. Siendo una relación centrada en el erotismo, tuve primero que vencer mis propios tabúes. El tono y la forma los encontré bastante rápido, y ese hecho fue lo que me impulsó a seguir escribiendo la historia.
¿Por qué aventurarse con una novela?
En realidad no quería hacer una novela. Empecé a escribir una historia que pintaba para ser un cuento para niños. Rápidamente se convirtió en una historia de carácter no infantil y que se empezó a extender poco a poco. No estaba interesado particularmente en escribir una novela. Al contrario: esquivaba esa posibilidad. Cuando vi que ya estaba en una novela, dije: bueno, ya estoy aquí.
¿Cuál era el principal tema que buscabas abordar?
En realidad todo surgió de una cosa bastante banal: el instrumento que tiene Emilio, el detector de chistes. Los chistes me llevaron al sexo, a la muerte, a los nombres de los muertos. Y también me llevaron a la poesía. Creo que los chistes son un componente secreto de la poesía, en la medida en que tanto la poesía como los chistes suponen un uso anómalo del lenguaje. Pero no quería comprobar nada.
En estos tiempos acelerados, ¿cómo darle quince años a un texto?
Muchas veces estuve a punto de tirar la toalla porque sentía que no podía con esa historia. Creo que es preciso dejar descansar los textos un tiempo largo para adquirir cierta perspectiva. Supongo que en virtud de esta prisa constitutiva, sobre todo a la hora de escribir y publicar, hay muchos escritores que quizá no se den el tiempo necesario para decantar lo que hacen. Quizá a eso se deba que hay tanta literatura mediocre publicada, sobre todo en la novela.
¿Hubo cambios en la historia original, considerando el tiempo que te llevó hacerla?
De todo tipo. Desde probar con un narrador en primera o tercera persona, luego las vicisitudes concretas de la trama. Los personajes han pasado por todas las posibilidades narrativas que tenían. Pero los personajes siempre fueron más o menos ésos. Lo que tuve que cambiar mucho fue lo que ocurría entre ellos. Siempre me importó, y quizá por eso fue tan difícil la hechura, que no hubiera actos en seco. Es decir, quería que cada cosa que le ocurriera a un personaje rebotara en los demás de alguna manera. Eso creaba la necesidad de hacer una caja de resonancia múltiple. Y eso me creó dificultades para armar la trama.
¿El ritmo requirió un trabajo particular?
Me obligó a quitar muchas cosas. A renunciar, a despojarla lo más posible de escenas y diálogos inútiles. Quité una serie de excesos que se fueron quedando en el camino para dejar la historia como yo aspiraba. Quería hacer una historia que se pudiera leer de un solo tirón. Para mi temperamento narrativo, sobre todo de cuentista, aspiré a que la novela tuviera esta velocidad de lectura.
Entonces, al final, ¿quedó plasmada la huella del cuentista?
Creo que sí. Escribí la novela como hago con los cuentos, sin saber a dónde va la historia, descubriendo los vericuetos de la trama. Y corrigiendo muchísimo: corrigiendo, corrigiendo, quitando, modificando. En la novela ocurre que uno debe tenerse más fe, un poco más de paciencia, porque muchos nudos o situaciones quedan como suspendidos, y es mejor que queden así para que otros ramales de la historia provean la solución. En el cuento no es posible: tienes que resolver todo y dejar la espalda limpia para seguir avanzando. En la novela puedes dejar cuentas pendientes y esperar a que se ajusten más adelante. Eso es lo que aprendí y creo que es la mayor diferencia entre un género y otro.