para James Knight
Y vuestro temor y vuestro pavor será sobre
todo animal de la tierra.
Génesis, 9:2
Los animales salen de noche. Abandonan sus escondites cuando la luna es una uña amarillenta colgando sobre la ciudad que jadea, exhausta.
Nadie sabe con certeza qué aspecto tienen los animales. Se especializan en cambiar de forma entre las sombras densas de los callejones.
Unos dicen que los animales vienen de un zoológico abandonado en una tierra umbría y lejana. Otros dicen que son pesadillas olvidadas.
Antes de dormir a los niños se les cuentan historias en que los animales los miran fijamente. Sus sueños se llenan de ojos bien abiertos.
Los ancianos evocan los viejos tiempos en que los animales se mantenían a raya. «Épocas doradas», suspiran, «nuestras épocas de inocencia».Las familias religiosas pintan señales rojas en sus puertas al anochecer. Creen que los animales pueden ser ángeles exterminadores.
Los indigentes ya buscan refugio cuando la oscuridad comienza a espesarse. Los animales, está demostrado, suelen alimentarse de ellos.
El hambre de los animales nunca se satisface. Su apetito se remonta a varios siglos atrás, mucho antes de que las ciudades nacieran.
Algunos ciudadanos hacen sacrificios para proteger a sus seres queridos. Complacen a los animales dejando sus mascotas fuera de casa.
Cuando los animales empiezan a recorrer la ciudad, el alumbrado público parpadea. Flota como bruma un aroma a cosas salvajes, indomables.
El sonido que los animales hacen al salir de sus madrigueras es un gruñido ronco y suave, similar al de una pesada maquinaria antigua.
Los artistas callejeros han intentado plasmar los rasgos de los animales en los muros de la noche. Siempre los interrumpe el gruñido.
Una vez se encontró un montículo de manos mutiladas en una callejuela. «Gente que trató de tocar a los animales», concluyó la policía.
Varios drogadictos afirman que hay alguien que acostumbra acompañar a los animales. «Algo humano», dicen, «que puede ser hombre o mujer».
El gruñido se desvanece poco a poco. Las lámparas tartamudean. La gente sabe que es la señal. Cuidado con los animales. Mucho cuidado.
Aunque las autoridades han decretado un toque de queda en la ciudad debido a los animales, hay quienes no obedecen. Los noctámbulos.
Prostitutas, alcohólicos, heroinómanos, solitarios en busca de una compañía que los ilumine. Todos ellos viven con sus animales íntimos.
El toque de queda inicia a las diez de la noche. Qué fabulosa vista ofrece la gran ciudad al vaciarse ante la presencia de los animales.
Los taxistas están entre los noctámbulos que se resisten al toque de queda. Patrullan la ciudad sin amedrentarse ante la amenaza animal.
Los taxistas integran un clan especialmente incrédulo. «Que vengan los animales», dicen, «los arrollamos. O los transportamos al infierno».
Nacido en un pueblo de Cuba, Rico lleva cinco años conduciendo un taxi amarillo. Su escepticismo con respecto a los animales es enorme.
«En mi país», le gusta decir a Rico, «hay diferentes clases de bestias. Mis antepasados hablaban con los animales durante la noche».
Cuando le preguntan por su nombre, Rico tuerce los labios en una mueca. «Por fuera soy pobre», dice, «pero por dentro soy millonario».
Rico llegó a la ciudad cuando era apenas adolescente y los animales comenzaban su reinado de terror. Ahora tiene casi treinta años.
Rico vive en un departamento pequeño y atestado de trebejos con su madre enferma y supersticiosa. «He visto a los animales», afirma ella.
«¿Cómo son los animales, mamacita?», pregunta Rico. «Como nosotros», murmura ella, recelosa, «pero un poquito distintos y extraños».
La madre de Rico también declara soñar con los animales. «A veces llegan conmigo», dice, «sólo para lamerme la punta de los dedos».
Pese a lo que afirma su madre, Rico mantiene incólume su escepticismo. En cinco años de conducir su taxi no ha visto a los animales.
Rico ha oído historias, por supuesto, cantidad de historias. Pasajeros que refieren encuentros breves pero espeluznantes con los animales.
Ver para creer, se dice Rico. Y con esa idea en mente deambula por las calles desoladas mientras la luna roñosa rasguña el cielo.
Es una noche particularmente húmeda cuando Rico cae en cuenta que se le ha acabado el tabaco. «Coño», rezonga, y golpea el volante.
Son las once p.m. Hace una hora que el toque de queda se implantó y la ciudad semeja un libro herméticamente cerrado.
Pese a las protestas ciudadanas, el toque de queda sigue moviendo al déjà vu: sirenas estridentes, como de bombardeo aéreo.
Cuando comenzaron los ataques de los animales, y al escuchar las sirenas, los ancianos miraban el cielo en busca de aviones.
Ahora, sin embargo, el único cielo que en verdad interesa a Rico es el que aparece dibujado en la cajetilla vacía de cigarros.
Entre los noctámbulos que repudian el toque de queda también hay vendedores que mantienen abiertos sus establecimientos.
Uno de esos vendedores es un haitiano con quien Rico ha hecho buenas migas. Un hombre con el rostro convertido en mapa estelar por el acné.
Ansioso por sentir la mordedura del humo en el pecho, Rico apunta su taxi hacia el negocio de Christophe. Tiembla el verano.
En la soledad urbana estallan de vez en vez risotadas que estremecen el aire. Noche y locura son los mejores amantes.
Rico ve su taxi como un cuchillo que cruza el vapor de las alcantarillas. Bajo la ciudad, piensa, siempre hay algo que hierve.
El establecimiento de Christophe es un navajazo de neón verde en el telón nocturno. Rico suelta un suspiro prolongado.
«Licores», reza el anuncio en el que titubean dos letras. El titubeo se extiende a las luces de la estación de metro cercana.
Rico detiene el auto frente a la licorería. Baja y va a la puerta de cristal curiosamente cerrada. Lo aturde el zumbido del neón.
El golpeteo de una moneda de cincuenta centavos en el vidrio secunda el llamado a Christophe. El silencio es la respuesta.
Enfadado, Rico pega la cara al cristal y otea el interior del negocio. Tarda en reconocer el reguero de sangre en el piso.
La sangre luce escandalosamente roja contra los mosaicos. Señal de que la violencia se acaba de consumar o se está consumando.
Rico advierte un sabor metálico que le inunda de golpe el paladar. El miedo parece venir siempre de una fuente inorgánica.
Con el corazón galopante, Rico busca un mejor ángulo de visión hacia dentro de la licorería. El reguero de sangre es inmenso.
Coño, piensa Rico, cuánto líquido corre por las venas. El rastro carmesí dobla a la izquierda y desaparece tras un anaquel.
Algo llama la atención en el punto donde el rastro se tuerce. Unos dedos agarrotados. Una mano que intenta asirse a la vida.
Rico modifica su posición y aguza la vista. La mano está unida a un antebrazo mutilado. El antebrazo moreno de Christophe.
Atrás, muy atrás de sus propios latidos que lo aturden, Rico comienza a captar un rumor inquietante. Sonido de masticación.
Algo se está alimentando de Christophe entre las estanterías llenas de botellas que brillan con colores ligeramente malévolos.
La incredulidad marea a Rico, que recuerda la voz de su madre. Los animales son como nosotros pero un poquito distintos.
Las lámparas fluorescentes que iluminan el interior de la licorería se lanzan a parpadear. La luz también percibe la amenaza.
El sonido de masticación se interrumpe con brusquedad. En el silencio que sobreviene se escuchan unas palabras débiles.
En un principio el sentido de las palabras se pierde como humo entre el miedo. Pero luego se oye con claridad: «Ayuda. Ayuda».
Rico siente un escalofrío al identificar la voz de Christophe. Instintivamente empuja la puerta de la licorería, que no cede.
«Ayuda. Ayuda». Repentinamente, la petición de auxilio es ahogada por otra voz: «No hay ayuda. No hay nada. Sólo hay hambre».
No se alcanza a distinguir si la segunda voz es de hombre o mujer. Sólo se discierne una ira profunda, perfecta, ancestral.
«Ayuda», insiste Christophe con un hilo sonoro que es cortado violentamente por un rugido al que sigue un crujir de huesos.
Mientras el ruido húmedo de la masticación se reanuda, la voz asexuada se oye de nuevo. «Sólo hay hambre», dice, «tenemos hambre».
El miedo se ha trasladado al estómago de Rico en forma de un vacío caliente. La moneda de cincuenta centavos cae de su mano.
Bajo la cúpula de quietud depositada sobre la calle desierta, el tintineo de la moneda al golpear la acera resulta atronador.
Rico da un respingo que lo hace chocar contra la puerta de la licorería. «Coño», musita, «coño». El cristal resuena y se sacude.
Dos cosas ocurren simultáneamente. Aguzados al máximo por el temor, los sentidos de Rico las captan con precisión sobrecogedora.
Dentro de la licorería se escuchan cuchicheos y gruñidos que rematan en la sombra que se alarga sobre la sangre de Christophe.
Un grito estalla en la noche, proveniente de la estación de metro cuyas luces parpadean al otro lado de la calle. «Ayuda».
Por un instante Rico cree que se trata otra vez de Christophe, pero pronto se corrige. Esta voz es juvenil, femenina.
Igualmente femenina parece ser la sombra que está a punto de doblar hacia el pasillo que lleva a la entrada de la licorería.
Rico no se demora un segundo más. Se precipita hacia su taxi, abre la portezuela de un tirón y ocupa su asiento entre jadeos.
«Por favor, ayúdame». El ruego frena los dedos torpes de Rico que ya han colocado la llave en el contacto del automóvil.
Entre el parpadeo ahora frenético del alumbrado de la estación, Rico logra identificar la silueta de una muchacha delgada.
El motor del taxi se enciende con un fragor que fractura el silencio. Rico se asoma por la ventanilla. «Acá», grita, «ven acá».
Mientras la muchacha se abalanza a cruzar la calle, una especie de aullido que surge de la licorería estremece a Rico.
En el aullido la rabia se entremezcla con un elemento más recóndito, más oscuro. Una sed de venganza que no conoce límites.
Por el rabillo del ojo Rico distingue movimiento en la entrada de la estación de metro. Un derrame de sombras hacia la calle.
Hay un forcejeo en la puerta trasera del taxi. Rico desactiva los seguros para que la muchacha se arroje sobre el asiento.
Un lacerante aroma sexual, de bestia en celo, se derrama por el interior del auto. Rico siente que le escuecen los párpados.
«Vámonos de aquí, vámonos ya, vámonos». En la voz enronquecida de la muchacha hay más orden que ruego. Aturdido, Rico obedece.
Como cimbrada por el rechinar de las llantas del taxi, la puerta de la licorería revienta en una galaxia de navajas traslúcidas.
Sin pensar momentáneamente en nada más, Rico pisa el acelerador a fondo. El auto es una bala amarilla en medio de la noche.
Una agitación desvía la vista de Rico hacia el espejo retrovisor. Algo persigue al taxi. Algo o alguien veloz. Y deforme.
«Sujétate bien», masculla Rico sin saber si se dirige a la muchacha agazapada en el asiento trasero o más bien a él mismo.
El auto gira bruscamente en la primera calle transversal. Sentido contrario. Sin prestar atención, Rico acelera otra vez.
Los vehículos estacionados a ambos lados de la calle semejan animales en hibernación. Rico ve cómo se acerca otra transversal.
Nuevo giro violento, nuevo rechinar de llantas, nuevo golpe del hombro contra la portezuela. La calle es del sentido correcto.
Los espejos muestran sólo el serpenteo de la noche entre los edificios que van quedando atrás. El sudor quema un ojo de Rico.
Otro giro en una calle débilmente iluminada por la que se acelera comienza a normalizar la respiración. «Coño», farfulla Rico, «¿estás bien?».
En respuesta hay una intensificación del aroma feral que reina dentro del taxi. Una mirada gris brota como flor en el retrovisor.
En ese gris Rico detecta una cualidad felina. Es el gris de la gata que busca machos para aparearse entre tejados calientes.
Pero en la mirada también hay pánico, miedo cerval. El terror de la presa que se sabe seguida en el corazón de las tinieblas.
Los ojos de la muchacha son de una intensidad que opaca el resto del rostro, un bello óvalo alumbrado por una palidez lunar.
La negrura del pelo largo y revuelto contrasta con esa palidez, dando a todo el conjunto facial un aire salvaje que perturba.
Confundido por la visión, Rico se concentra en el volante. Una frase de su madre le revolotea como mosca dentro de la cabeza.
Los ojos son las ventanas del alma, pero hay ventanas a las que es mejor no asomarse porque dan a un agujero y causan mareo.
Vértigo, mamacita, piensa Rico, esta niña provoca vértigo. Los semáforos en rojo no detienen la marcha imparable del taxi.
«Estoy bien, sí. Gracias». La chica rompe su reserva con una voz tensa como el árbol antes de recibir el golpe de un rayo.
Rico intenta contestar pero nota su garganta súbitamente seca. Traga saliva. «Soy Rico», dice, y carraspea. «¿Cómo tú te llamas?».
«Artemisa», dice la muchacha. Y al cabo de unos segundos añade: «Pero mi gente me llama Temis. Bueno, lo que queda de mi gente».
Un silencio incómodo desciende sobre el auto que atraviesa calles a gran velocidad. Rico afloja la presión en el acelerador.
«Creo que ya podemos dejar de correr. Creo que ya estamos a salvo». Rico habla primero que nada para tranquilizarse a sí mismo.
«No», replica Temis en un susurro, «no estaremos a salvo mientras haya animales. Están aquí para devorarnos. Somos lo que comen».
Las palabras son uñas de hielo en la nuca de Rico, que se sacude y trata de desviar la charla hacia derroteros menos fríos.
«¿Cómo tú puedes estar en una estación de metro a estas horas, chica? Creía que todas se cerraban después del toque de queda».
«Se cierran, sí», responde Temis, «pero para todos los que viven acá arriba. No para la gente que vive allá abajo. Mi gente».
«Tu gente», repite Rico con cautela, «¿por qué tú te refieres tanto a tu gente?». Un vacío le empieza a crecer en la boca del estómago.
La respuesta se demora unos instantes. «¿Has oído hablar de los cazadores?», pregunta Temis con voz nuevamente enronquecida.
El nombre ya no es una uña sino una mano de hielo que baja y sube por la espalda de Rico. Tenías razón, mamacita, piensa él.
Como un zumbido mental, la voz de la madre de Rico regresa con el mito de los cazadores, el grupo de resistencia subterránea.
A la madre de Rico le gusta torcer los lugares comunes. «Toda acción tiene su reacción», dice, «si hay animales habrá cazadores».
Según cuenta, el grupo de resistencia se comenzó a constituir poco después de que los animales tomaran la ciudad por asalto.
En un principio sólo había rumores: hebras de información que tejían un tapiz con gente que se exiliaba debajo de la urbe.
Se decía que esas personas buscaban estaciones de metro en desuso para convertirlas en enclaves de planeación estratégica.
Lo que inició como una resistencia clandestina no tardó en cobrar la forma de un modo de vida. La cotidianidad entre sombras.
La resistencia fue ganando adeptos. Así llegaron los primeros trofeos: cráneos de bestias en los sitios de ataques animales.
Se hablaba de decapitadores entrenados, de un líder que vestía un saco de tela escocesa y decía no estar donde debería estar.
A los trofeos se sumaron pintas en los muros que las autoridades borraban de inmediato por temor a una rebelión generalizada.
Quienes alcanzaban a ver las pintas describían consignas violentas, dibujos burdos que recordaban los tiempos de las cavernas.
El objetivo de las pintas era declarar inaugurada la temporada de caza. Los dibujos ofrecían animales masacrados, tasajeados.
Poco a poco los cazadores pasaron a ser una esperanza intangible pero real, el humo con que las bestias podían sofocarse.
Las agresiones animales se intensificaron. Fue la época en que aumentó el hallazgo de cadáveres mutilados de indigentes.
Se murmuró que varios de esos indigentes eran en verdad cazadores embozados. De ahí la enorme saña con que se les aniquiló.
La resistencia tuvo que volverse más discreta, menos palpable. Se empezó a hablar de la organización de una cacería masiva.
«¿Por qué los cazadores no se hacen visibles, mamacita?», decía Rico. «Para mí que son pura patraña como todas esas bestias».
«Te equivocas, mi niño», replicaba la mujer santiguándose. «El cazador es la respuesta a la gran pregunta que son los animales».