En su nuevo libro, Raquel Huerta-Nava nos invita a dar un paseo por los Jardines de Boboli, un espacio florentino donde conviven grutas, fuentes, pérgolas, un pequeño lago y cientos de estatuas de mármol, como si la mirada de la poeta escudriñara en las pasiones y los secretos que guardan cinco siglos de caminos verdes en esa ciudad mítica. Este pequeño poemario tiene las bondades del mejor paseo: las palabras de la autora nos hacen transitar por «senderos trazados en las nubes», admirar un atardecer en Ponte Veccio mientras recordamos viejos idilios, a veces tan lejanos que podemos dudar de su verdadera existencia: «¿Sucedió acaso este amor / tempestad de vientos y de voces?». Esta caminata a la que nos invita la autora también es capaz de llevarnos por ciertos pasajes ajenos a la memoria, obligarnos a cambiar el rumbo y transitar por los vericuetos que conducen a un espacio interior, como si miráramos en una de esas fuentes antiguas y de pronto descubriéramos nuestra propia imagen:
En este parque fabuloso donde conversan las estatuas
dibujo ensalmos para atrapar al canto
descifrar el enigma de las aguas
y hallar mi rostro en la cara oculta de la luna.
¿No es, acaso, una de las mejores cualidades de los paseos, la de encontrar nuestro propio rostro al andar? Me pregunto si al visitar cualquier jardín y comenzar a recorrerlo, por muy azarosos que sean nuestros pasos, no estamos perdiéndonos a propósito con tal de encontrarnos. Andar entre hortensias, árboles y plantas elegidos con precisión por la mano del hombre y recorrer esos espacios deliberadamente hermosos tiene implícitamente algo de impulso filosófico. Caminar entre jardines induce a la reflexión, al nacimiento o acomodo de las ideas, al ocio que tanto se niega en nuestros días. En Los amantes de Florencia el vagabundeo invoca al pasado del yo lírico: «donde un beso ilumina / los recuerdos más sombríos: / conciencia arborescente». Y esta conciencia vegetal es la que nos seduce como lectores-paseantes, a ella queremos llegar.
Poco a poco la caminata ensancha sus territorios, salimos del Vottolone, esa avenida donde se enfilan árboles y estatuas que destilan «aliento de cipreses / teñido por el musgo y por el tiempo / sendero del islote donde impera / la abierta desnudez del heliotropo», para continuar la travesía. Seguimos al yo lírico hasta un espacio que se antoja la Piazzale Michelangelo, uno de los mejores miradores de Florencia. Desde su cima se contempla la ciudad en todo su esplendor: «sus esbeltas torres, sus conventos, / respiración de múltiple textura / migraciones del polvo cristalino / donde vio la luz la esencia del amor».
Desde esas alturas el yo lírico puede mirar con agudeza y su tono cambia, inicia un viaje guiado por el viento del Levante, ese aire originario del este en la parte occidental del mar Mediterráneo. El viaje es en barca, pero, conforme seguimos la concatenación de los poemas subsecuentes, sabemos que también se trata de un viaje hacia el pasado, por la costa Manfredonia donde se recuerdan guerras y conquistas, mismas que se equiparan a las batallas amorosas:
giré el enorme huracán de las pasiones
bebí el hastío de rencores heredados
(desolación exhausta de miradas)
memoria absurda de vendettas
ese incesante círculo vicioso
nubla el camino
con tanta y tanta sangre
de partos y combates.
De esta manera, la historia «entretejida en gobelinos» es observada por el yo lírico como una sucesión de muertes en nombre de la paz que encierra la conquista por territorios. En ese sentido, la gran e inquietante pregunta que la autora traza en este pequeño pero contundente poemario asombra por su pertinencia: «¿qué separa la muerte del amor?», ¿será intrínsecamente humana la lucha, el ánimo de guerra y sangre?, pues la conquista del amor es sobre un territorio también acaparador: el cuerpo. Así, cuerpo y territorio, amor y muerte bailan entrelazados, provocando una serie de interrogantes en el lector que ha seguido atento la ruta de Los amantes de Florencia. Gestas, historias, leyendas y elegías rinden testimonio de esa «voz de los vencidos» que de alguna manera somos al enamorarnos y han sido todos nuestros antepasados, «ecos tristes en el árbol genealógico de todos los que habitamos esta tierra poética».
Celebro la publicación de esta plaquette en un formato poco convencional, dentro de una delicada caja, como si de entrada se nos ofreciera un secreto. La edición a cargo de MiCielo está foliada y con ello se designa un objetivo: su permanencia en la biblioteca del coleccionista.
l Los amantes de Florencia, de Raquel Huerta-Nava.
MiCielo Ediciones, México, 2017.