In memoriam † Minerva Margarita Villarreal
No son muchos los escritores a los que puedo ver como individuos independientes y, al mismo tiempo, construir una figura que incluya a sus parejas y que, en esa secuencia, me incorporen también a mí. Ida Vitale y Enrique Fierro, quienes fueron mis vecinos en Mixcoac en los años setenta, y con quienes he coincidido en muchas vueltas de la vida, son unos de ellos. Otros, más cercanos en edad, pero igual mis contemporáneos, son Minerva Margarita Villarreal y José Javier Villarreal. A pesar de no haber convivido mucho, en parte porque ellos han estado casi siempre en Monterrey, en parte porque yo he pasado varias temporadas fuera del país, puedo decir que fuimos creciendo juntos. Esto es algo que no me atrevería a afirmar de muchos poetas de mi misma edad y de la Ciudad de México. Pero con ellos dos he coincidido en varias ciudades, y he tenido conversaciones que han trenzado una misma cuerda. El primer recuerdo que tengo de uno de los dos es de José Javier en 1981, en Morelia, durante el mítico Festival Internacional de Poesía organizado por Homero Aridjis. Y el primero que tengo de Minerva es en la Ciudad de México, en donde, no sé por qué razón, estábamos tomando unas cervezas, creo que con Carlos López Beltrán, en La Bodega de las calles de Ámsterdam y Popocatépetl. La recuerdo con el pelo pintado de rojo, dicharachera y firme. Cuando Carlos y yo publicamos La generación del cordero, organizamos un viaje a Oaxaca con seis de los poetas británicos incluidos. Nos acompañaron varios poetas mexicanos, pues queríamos afirmar ese viaje colectivo que hacemos quienes escribimos poemas. Minerva nos acompañó, y leyó los poemas de Sujata Bhatt en las lecturas que organizamos. Poco después me invitó a presentar la antología en Monterrey, donde no había estado desde que fui con mis padres, de niño. En los últimos años nos hemos visto más seguido. En 2016, Minerva aceptó participar en el primer Avispero de Chilpancingo, y al año siguiente coincidí con ella y José Javier en el Festival de Trois-Rivières en Canadá. Poco después Minerva me invitó a presentar en Monterrey su maravillosa colección El Oro de los Tigres. Cenamos una noche los tres, y al final llegaron sus hijos. Hace dos años fuimos ambos jurados del Sistema Nacional de Creadores, y nos fuimos en metrobús hasta la Avenida Álvaro Obregón. Allí ella tomó un taxi, pues se iba a ver con José Javier y con otro amigo común, el poeta gaditano José Ramón Ripoll. El año pasado publicó mi traducción de Figuras en el paisaje, de Anna Crowe, y me invitó a participar en un hermoso festival que organizó alrededor de su colección. Cada una de estas menciones recoge una imagen en la que conversamos. Cuatro décadas intermitentes en que cada uno por su lado participamos de un tejido colectivo, el de la poesía en México. Creo que mucho de lo mejor que este país tiene está en esas voluntades que han hecho poemas, traducciones, festivales, ediciones, que han dado clases y viajado, que han formado a nuevas generaciones que continúan ese esfuerzo, esa voluntad colectiva que a final de cuentas es gozosa, a pesar de sus torceduras. Me da gusto estar inmediatamente después de Minerva en la Antología general de la poesía mexicana, de Juan Domingo Argüelles, como si fuese la manifestación de una discreta y continua cercanía. De sus libros, el que más me importa es Tálamo, por su poderosa fuerza vital, por el desprendimiento de su espíritu, un libro trenzado de pequeñas viñetas fijas y vuelos desaforados. Y dentro de este libro, un poema que considero su medallón, en el que la veo afirmándose y llevándonos, como el papalote que menciona en otro poema, en su vuelo, es el siguiente:
La casa que construiste fue arrasada
Cómo se desprendían paredes y ladrillos
El techo voló
sobre los huesos
y el paisaje entre la hierba abrió
echó raíces bajo las plantas de mis pies
Estoy anclada
y esta casa mojada por la lluvia
esta casa azotada por el viento
hecha polvo
y materia que crece
esa casa soy yo.